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Bond se encogió de hombros.

– Admito que me he enamorado de ella, pero no soy ningún estúpido, Darko. He estado observándola por si veía algún indicio, cualquier cosa que sirviera. Ya sabe que uno puede darse cuenta de muchas cosas cuando caen determinadas barreras. Bueno, pues han caído, y yo sé que ella dice la verdad. En cualquier caso, el noventa por ciento de la verdad. Y sé que ella piensa que el resto carece de importancia. Si nos está engañando, también la están engañando a ella. Dentro de su analogía del ajedrez, eso es posible. Pero no dejamos de volver a la pregunta de cuál es el objetivo de todo esto. -La voz de Bond se endureció-. Y, si quiere que le diga la verdad, lo único que yo pido es continuar la partida hasta el final.

Kerim sonrió ante la expresión obstinada del rostro de Bond. Abruptamente, se echó a reír.

– Si yo fuera usted, amigo mío, me escabulliría del tren en Salónica… con la máquina y, si quiere, también con la muchacha, aunque eso no es tan importante. Alquilaría un coche para llegar a Atenas y subiría al primer avión que saliera hacia Londres. Pero a mí no me criaron para «ser un buen perdedor». -Kerim pronunciaba las palabras con ironía-. Para mí, esto no es una partida. Para mí es trabajo. En su caso es diferente. Usted es un jugador. M también lo es. Resulta obvio que lo es, ya que en caso contrario no le habría dado a usted libertad de acción. También él quiere conocer la solución de este enigma. Que así sea. Pero a mí me gusta jugar sobre seguro, dejar lo menos posible en manos del azar. ¿Piensa que las probabilidades parecen buenas, que están a su favor? -Darko Kerim se volvió para encararse con Bond. Su voz se hizo insistente-. Escúcheme, amigo mío. -Posó una enorme mano sobre un hombro de Bond-. Esto es una mesa de billar. Una lisa, plana mesa verde de billar. Y usted ha golpeado su bola blanca, que está rodando con facilidad y silenciosamente hacia la roja. El agujero está pegado a ella. De modo fatal e inevitable, la bola blanca va a golpear a la roja y la roja entrará en el agujero. Es la ley de la mesa de billar, la ley de la sala de billar. Pero, fuera de la órbita de todo esto, el piloto de un reactor se ha desmayado y el reactor se precipita directamente hacia la sala de billar, o una tubería de gas está a punto de estallar, o está a punto de caer un rayo sobre la sala. Y el edificio se derrumba sobre usted y sobre la mesa de billar. Y entonces, ¿qué sucede con esa bola blanca que no puede errarle a la roja, y con la bola roja que no puede errar el agujero? La bola blanca no puede errar según las leyes de la mesa de billar. Pero las leyes de la mesa de billar no son las únicas leyes que existen, y las leyes que gobiernan el avance de este tren, que lo gobiernan a usted y a su destino, tampoco son las únicas leyes existentes en esta partida concreta.

Kerim hizo una pausa. Descartó su arenga con un encogimiento de hombros.

– Usted ya sabe todo eso, amigo mío -añadió con tono de disculpa-. Y a mí me ha entrado sed a fuerza de decir perogrulladas. Métale prisa a la muchacha y nos iremos a comer. Pero vigile por si surgen sorpresas, se lo ruego. -Trazó una cruz con un dedo sobre el centro de su chaqueta-. No se lo juro por mi vida, eso sería ponerse demasiado serio. Pero lo juro por mi estómago, que para mí es un juramento importante. En el camino hay sorpresas para ambos. El gitano nos dijo que tuviéramos cuidado. Ahora yo digo lo mismo. Podemos jugar la partida sobre la mesa de billar, pero los dos tenemos que estar en guardia contra el mundo exterior a la sala de billar. Mi nariz -finalizó, dándole unos ligeros golpecitos- me dice que así es.

El estómago de Kerim emitió un sonido de indignación, como un auricular telefónico olvidado, con una persona enfadada al otro lado de la línea.

– Ahí lo tiene -dijo con tono ansioso-. ¿Qué le he dicho? Tenemos que ir a comer.

Acababan la cena cuando el tren entraba en la monstruosa estación de empalme de Tesalónica. Los tres regresaron por el corredor, Bond con el pesado estuche pequeño en la mano, y se separaron para pasar la noche.

– Dentro de poco volverán a molestarnos -les advirtió Kerim-. Pasaremos la frontera a la una. Los griegos no nos darán ningún problema, pero a esos yugoslavos les gusta despertar a cualquiera que viaje con comodidad. Si los fastidian, háganme llamar. Incluso en su país, hay algunos nombres que puedo mencionar. Estoy en el segundo compartimento del coche siguiente. Lo tengo para mí solo. Mañana me trasladaré a la cama de nuestro amigo Goldfarb, en el número doce. Por el momento, los asientos de primera clase son un establo adecuado.

Bond estaba completamente despierto mientras el tren recorría trabajosamente el valle del Vardar iluminado por la luna, hacia la frontera yugoslava. Tatiana dormía otra vez con la cabeza sobre su regazo. Bond pensaba en lo que había dicho Darko. Se preguntaba si no debería haber enviado al hombretón de vuelta a Estambul cuando lograron pasar sanos y salvos per Belgrado. No era justo arrastrarlo por Europa en una aventura que se desarrollaba fuera de su territorio, y por la cual sentía poca simpatía. Era obvio que Darko sospechaba que Bond había perdido la cabeza por la joven y que ya no veía la operación con claridad. Bueno, había una pizca de verdad en eso. Sin duda sería más seguro bajarse del tren y coger otra ruta hacia Inglaterra. Pero, como admitió Bond para sí, no podía soportar la idea de huir de esta conspiración, si era una conspiración. Si no lo era, no podía soportar igualmente la idea de sacrificar los tres días restantes que le quedaban para estar con Tatiana. Y M había dejado la decisión en sus manos. Como Darko había señalado, también M sentía curiosidad por llegar al final de la partida. Perversamente, M también quería ver de qué iba toda esta colección de disparates. Bond apartó a un lado el problema. El viaje transcurría bien. Una vez más, ¿por qué dejarse ganar por el pánico?

Diez minutos después de haber llegado a la estación griega fronteriza de Idomeni, se oyeron unos apresurados golpes de llamada en la puerta, que despertaron a la joven. Bond se deslizó de debajo de su cabeza. Apoyó el oído contra la puerta.

– ¿Sí?

– Le conducteur, monsieur. Ha habido un accidente. Su amigo Kerim Bey.

– Espere -respondió Bond con ferocidad. Enfundó la Be- retta y se puso la chaqueta. Abrió la puerta de un tirón.

– ¿Qué sucede?

El rostro del revisor se veía amarillento bajo la luz del pasillo.

– Venga. -Echó a correr por el corredor hacia el coche de primera clase.

En torno a la puerta abierta del segundo compartimento, había un grupo de oficiales apiñados. Se hallaban de pie y miraban fijamente al interior.

El revisor los separó para que pasara Bond. Este llegó a la puerta y miró al interior.

El cabello se le erizó ligeramente. Sobre el asiento de la derecha había dos cuerpos. Estaban inmovilizados en una horrible lucha de muerte que podría haber sido una pose para una película.

Debajo estaba Kerim, con las rodillas flexionadas en un último intento de levantarse. La empuñadura forrada con cinta de una daga le sobresalía del cuello cerca de la yugular. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los vacuos ojos inyectados de sangre miraban fijamente la luz. La boca estaba contorsionada en un gruñido. Un fino hilo de sangre le bajaba por el mentón.

Medio tumbado sobre él se encontraba el pesado cuerpo del hombre del MGB que ostentaba el nombre de Benz, inmovilizado allí por el brazo izquierdo de Kerim que le rodeaba el cuello. Bond podía ver un extremo del bigote estilo Stalin y un lado de la cara ennegrecida. El brazo derecho de Kerim descansaba a través de la espalda del hombre, con un gesto casi indiferente. La mano acababa en un puño cerrado y en el extremo de la empuñadura de un cuchillo y, en la parte de la chaqueta que quedaba bajo la mano, se veía una amplia mancha.

Bond escuchó a su imaginación. Era como mirar una película. Darko dormido, el hombre que se escabullía en silencio a través de la puerta, los dos pasos hacia delante y el veloz golpe en la yugular. Luego, los últimos espasmos violentos del hombre agonizante que lanzaba un brazo al aire y aferraba contra sí al asesino, mientras hundía el cuchillo cerca de la quinta costilla.