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Aquel hombre maravilloso que llevaba el sol consigo… Ahora se había extinguido, estaba muerto sin remedio.

Bond se volvió bruscamente y se alejó de la visión del hombre que había muerto por él.

Comenzó, cuidadosa, evasivamente, a responder preguntas.

Capítulo 24

¿Fuera de peligro?

El Orient Express entró lentamente en Belgrado, despidiendo vapor, a las tres en punto de la tarde, con media hora de retraso. Habría una espera de ocho horas hasta que la otra sección del tren llegara a través del Telón de Acero, procedente de Bulgaria.

Bond contemplaba la muchedumbre y esperaba el golpe en la puerta que señalaría la llegada del hombre de Kerim. Tatiana estaba sentada junto a la puerta, envuelta en su abrigo de cebellina, observando a Bond mientras se preguntaba si volvería a su lado.

Lo había visto todo desde la ventanilla: los largos cestos alargados de mimbre que eran sacados del tren, los destellos de los fiases de los fotógrafos policiales, el gesticulante ehef de train que intentaba acelerar las formalidades, y la alta silueta de James Bond, erguido, duro y frío como el cuchillo de un carnicero, yendo de un lado a otro.

Bond había regresado y se había sentado, mirándola. Le había formulado preguntas duras, brutales. Ella se había defendido con desesperación, ateniéndose fríamente a su historia, a sabiendas de que si ahora se lo contaba todo, si le decía, por ejemplo, que SMERSH estaba involucrado en aquello, lo perdería sin duda para siempre.

Ahora permanecía sentada y tenía miedo, miedo a la tela de araña en la que estaba atrapada, miedo a lo que podría haber habido detrás de las mentiras que le habían contado en Moscú y, por encima de todo, miedo de perder a este hombre que se había transformado repentinamente en la luz de su vida.

Se oyó un golpe de llamada en la puerta. Bond se levantó y abrió. Un hombre que parecía de caucho, duro y alegre, con los ojos azules de Kerim y una mata de pelo enredado castaño claro sobre el rostro atezado, irrumpió en el compartimento.

– Stefan Trempo a su servicio. -Su gran sonrisa los abrazó a ambos-. Me llaman Tempo. ¿Dónde está el jefe?

– Siéntese -le pidió Bond. Pensó para sí: «Lo sé. Éste es otro de los hijos de Darko».

El hombre les lanzó a ambos una mirada penetrante. Se sentó cuidadosamente entre ambos. Su rostro se había ensombrecido. Ahora, los ojos brillantes miraban fijamente a Bond con una intensidad terrible, en la que había miedo y suspicacia. Su mano derecha se deslizó con gesto casual en el bolsillo del abrigo.

Cuando Bond hubo acabado, el hombre se puso de pie. No formuló ninguna pregunta. Sólo dijo:

– Gracias, señor. ¿Quiere acompañarme, por favor? Iremos a mi apartamento. Hay muchas cosas que hacer. -Salió al corredor y se detuvo de espaldas a ellos, mirando hacia las vías. Cuando salió la muchacha, echó a andar por el corredor sin volverse. Bond siguió a la joven, con el pesado estuche y su pequeño maletín.

Avanzaron por el andén hasta la plaza de la estación. Había comenzado a lloviznar. La escena, con los pocos taxis dispersos y vapuleados y el espectáculo de edificios modernos sin carácter, resultaba deprimente. El hombre abrió la puerta trasera de un deslucido Morris Oxford saloon. Él ocupó el asiento delantero, tras el volante. Fueron dando saltos sobre los adoquines hasta salir a un resbaladizo bulevar asfaltado y continuaron durante una hora a través de anchas calles desiertas. Vieron pocos peatones y tan sólo un puñado de coches.

Se detuvieron a medio camino de una calle lateral adoquinada. Tempo los condujo a través de la ancha puerta de un edificio de apartamentos y ascendieron dos tramos de escalera que tenían el olor característico de los Balcanes: el olor de sudor muy viejo, humo de cigarrillo y col. Abrió una puerta cerrada con llave y los hizo pasar a un apartamento de dos habitaciones con muebles ordinarios y pesadas cortinas rojas de felpa que estaban descorridas y permitían ver las vacías ventanas del otro lado de la calle. Sobre un aparador había una bandeja con varias botellas sin abrir, vasos y bandejas de fruta y galletitas: la bienvenida preparada para Darko y los amigos de Darko.

Tempo hizo un gesto vago hacia las bebidas.

– Por favor, señor, usted y la señora siéntanse como en casa. Hay un cuarto de baño. Sin duda, a ambos les gustaría bañarse. ¡Si me disculpan, debo hacer unas llamadas telefónicas!

La dura fachada de su rostro estaba a punto de desmoronarse. El hombre entró rápidamente en el dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas.

Siguieron dos horas vacías durante las cuales Bond permaneció sentado mirando por la ventana hacia la pared de la acera de enfrente. De vez en cuando se levantaba, se paseaba de arriba abajo y volvía a sentarse. Durante la primera hora, Tatiana se sentó y fingió mirar las revistas que formaban una pila. Luego se levantó abruptamente, entró en el baño, y Bond oyó vagamente el agua que caía a borbotones dentro de la bañera.

A eso de las seis, Tempo salió del dormitorio. Le dijo a Bond que se marchaba.

– Hay comida en la cocina. Regresaré a las nueve y los llevaré al tren. Por favor, consideren mi apartamento como suyo.

Sin aguardar la respuesta de Bond, salió y cerró la puerta con suavidad tras de sí. Bond oyó sus pasos en la escalera, el chasquido de la puerta principal y el encendido automático del Morris.

Entró en el dormitorio, se sentó en la cama, cogió el teléfono y habló en alemán con su interlocutor de larga distancia.

Media hora después se oyó la voz queda de M.

Bond habló como lo haría un viajante con el director de la Universal Export. Dijo que su compañero se había puesto muy enfermo. ¿Había alguna instrucción nueva?

– ¿Muy enfermo?

– Sí, señor, mucho.

– ¿Y qué hay de la otra compañía?

– Tres de ellos estaban con nosotros, señor. Uno contrajo lo mismo. Los otros dos se sintieron mal cuando salíamos de Turquía. Nos dejaron en Uzunkopru, que está en la frontera.

– ¿Así que la otra compañía se ha retirado?

Bond podía imaginar el rostro de M mientras tamizaba la información. Se preguntó si el ventilador estaría girando lentamente en el techo, si M tendría la pipa en la mano, si el jefe de estado mayor estaría escuchando por la otra línea.

– ¿Qué piensa hacer? ¿Les gustaría seguir otra ruta de regreso, a usted y a su esposa?

– Prefiero que lo decida usted, señor. Mi esposa se encuentra bien. La muestra está en buenas condiciones. No veo motivo por el que deba deteriorarse. Yo todavía tengo ganas de acabar el viaje. De otro modo, el territorio quedará sin explotar. No sabremos qué posibilidades hay.

– ¿Le gustaría que otro de nuestros vendedores le echara una mano?

– No debería ser necesario, señor. Simplemente haga lo que crea oportuno.

– Pensaré en ello. ¿Así que usted realmente quiere llegar hasta el final de esta campaña de ventas?

Bond podía ver los ojos de M resplandeciendo con la misma curiosidad perversa, el mismo afán de saber que él mismo experimentaba.

– Sí, señor. Ahora que estoy a medio camino, parece una lástima no cubrir toda la ruta.

– Muy bien, pues. Pensaré en eso de enviarle otro vendedor para que le eche una mano. -Se produjo una pausa al otro extremo de la línea-. ¿No se le ocurre nada más?

– No, señor.

– En ese caso, adiós.

– Adiós, señor.

Bond colgó el receptor. Se quedó sentado, mirándolo. De repente deseó haber accedido a la sugerencia de M de enviarle refuerzos, sólo por si acaso. Se levantó de la cama. Al menos, dentro de poco habría salido de estos condenados Balcanes y estaría bajando por Italia. Luego Suiza, Francia… entre gente amistosa, lejos de las tierras furtivas.