¿Y la muchacha? ¿Qué podía decir de ella? ¿Podía culparla por la muerte de Kerim? Bond se marchó a la otra habitación y volvió a situarse junto a la ventana, mirando al exterior, formulándose preguntas, repasándolo todo una vez más, cada expresión y cada gesto hecho por ella desde que había oído su voz por primera vez en el Kristal Palas. No, sabía que no podía atribuirle la culpa. Si era una agente, era una agente sin saberlo. No existía una sola muchacha de su edad en todo el mundo capaz de representar este papel, si es que estaba representando, sin delatarse. Y a él le gustaba. Y confiaba en su instinto. Además, con la muerte de Kerim, ¿acaso no habían llegado al final de la conspiración, cualquiera que fuese? Algún día descubriría cuál había sido el plan. Por el momento, estaba seguro de que Tatiana no era una pieza consciente del mismo.
Tomada esta decisión, Bond avanzó hasta la puerta del baño y llamó con unos golpecitos.
Ella salió y él la tomó en sus brazos, la estrechó contra sí y la besó. La joven se aferró a él. Permanecieron de pie y sintieron cómo el calor animal volvía a aparecer entre ellos, percibieron cómo relegaba a un segundo plano el frío recuerdo de la muerte de Kerim.
Tatiana se separó. Levantó los ojos hacia el rostro de Bond. Alzó una mano y apartó el negro mechón de cabello que caía sobre la frente del agente británico.
El rostro de ella había vuelto a la vida.
– Me alegro de que hayas regresado, James -dijo. Y luego, con tono práctico, añadió-: Y ahora debemos comer y beber, y empezar otra vez con nuestras vidas.
Más tarde, después del Slivovic, [23] el jamón ahumado y los melocotones, Tempo regresó y los llevó a la estación, donde aguardaba el expreso bajo las duras luces de las arcadas. Se despidió con rapidez y frialdad, y se desvaneció por el andén, de regreso a la estación y a su oscura existencia.
A las nueve en punto, la nueva locomotora hizo sonar su nuevo silbato y se llevó el largo tren hacia su viaje de toda una noche, descendiendo por el valle del Save. Bond pasó por la cabina del revisor para darle dinero y examinar los pasaportes de los nuevos viajeros.
Conocía la mayoría de las señales que había que buscar para saber si un pasaporte era falso: la escritura borroneada, la impresión demasiado exacta de los sellos de goma, los rastros de pegamento viejo en torno a los bordes de las fotografías, las ligeras transparencias en las páginas donde se habían manipulado las fibras del papel para alterar una letra o un número. Pero los cinco pasaportes nuevos -tres estadounidenses y dos suizos- parecían inocentes. Los documentos suizos, favoritos de los falsificadores rusos, pertenecían a un matrimonio, ambos de más de setenta años. Bond finalmente los dejó, regresó al compartimento y se preparó para pasar otra noche con la cabeza de Tatiana sobre el regazo.
Llegaron a Vincovci y luego, con una encendida aurora como telón de fondo, a la fea extensión de Zagreb. El tren se detuvo entre filas de locomotoras herrumbrosas capturadas a los alemanes y que aún permanecían abandonadas entre la hierba en los apartaderos. Bond leyó la placa de una de ellas -BERLINER MASCHINENBAU GMBH-, mientras salían del cementerio de hierro. Su largo cilindro negro había sido barrido por balas de ametralladora. Bond oyó el alarido del bombardero que se lanzaba en picado y vio los brazos alzados del maquinista. Por un momento pensó, nostálgica e irracionalmente, en la emoción y el alboroto de la guerra, comparada con sus propias escaramuzas subterráneas desde que la guerra se había vuelto fría.
Entraron en las montañas de Eslovenia, donde los manzanos y los chalets eran casi austríacos. El tren atravesó trabajosamente Ljubliana. La muchacha despertó. Desayunaron huevos fritos y pan integral duro, con un café que era principalmente achicoria. El coche restaurante estaba lleno de alegres turistas ingleses y estadounidenses procedentes de la costa adriática, y Bond, con el corazón aligerado, pensó que por la tarde habrían pasado la frontera hacia la Europa Occidental, y que ya había quedado atrás una tercera noche de peligro.
Bond durmió hasta llegar a Sezana. Los yugoslavos de semblante duro, vestidos de paisano, subieron a bordo. Luego Yugoslavia quedó atrás y llegaron Poggioreale y los primeros aromas de vida cómoda, con el alegre parloteo de los oficiales italianos y los despreocupados rostros de la multitud de la estación que alzaban los ojos hacia ellos. La nueva locomotora diesel eléctrica hizo sonar su silbato como una festiva palmada, se agitó el prado de manos morenas en gesto de despedida y se encontraron bajando con marcha ligera y cómoda en dirección a Venecia, hacia el lejano centelleo de Trieste y el azul grisáceo del Adriático.
«Lo hemos conseguido -pensó Bond-. Realmente pienso que lo hemos conseguido.» Se deshizo del recuerdo de los últimos tres días. Tatiana vio que se relajaban las tensas líneas de su cara. Extendió un brazo y le tomó una mano. El se desplazó para quedar más cerca de la joven. Miraban por la ventanilla las casas grises de la Corniche, los barcos de vela y la gente que hacía esquí acuático.
El tren emitió un entrechocar metálico al pasar varios cambios de agujas y se deslizó silenciosamente en la brillante estación de Trieste. Bond se levantó y bajó la ventanilla, y ambos se asomaron por la misma, el uno junto al otro. De pronto, Bond se sintió feliz. Rodeó con un brazo la cintura de la muchacha y la atrajo con fuerza hacia sí.
Contemplaron a la multitud que se encontraba abajo. El sol penetraba en dorados rayos por las altas ventanas limpias de la estación. La chispeante escena realzaba la oscuridad y suciedad de los países que había atravesado el tren, y Bond observaba con un placer casi sensual la gente de alegres atuendos que pasaba por las zonas iluminadas por el sol hacia la entrada de la estación, y la gente bronceada, los que habían concluido sus vacaciones, que se apresuraban por el andén para ocupar sus asientos en el tren.
Un rayo de sol iluminó la cabeza de un hombre que parecía típico de este mundo feliz, en horas de recreo. El sol destelló brevemente sobre unos cabellos dorados cubiertos por un sombrero, y sobre un dorado bigote joven. Quedaba tiempo de sobra para subir al tren. El hombre avanzaba sin prisa. Por la mente de Bond pasó la idea de que se trataba de un inglés. Tal vez se debió a la forma familiar del sombrero Kangol color verde oscuro o a la gabardina beige bastante usada, ese distintivo del turista inglés, o puede que el motivo fuesen las piernas enfundadas en franela gris, o los gastados zapatos marrones. Pero el caso es que los ojos de Bond se vieron atraídos por aquel hombre, como si se tratara de alguien a quien conocía, en el momento en que éste entraba en el andén.
El hombre llevaba una deslucida maleta marca Revelation y, bajo el otro brazo, un libro grueso y algunos periódicos. «Parece un atleta -pensó Bond-. Tiene los hombros anchos y la cara saludable, atractiva y bronceada de un tenista profesional que regresa a casa después de una gira de torneos.»
El hombre se aproximó más. Ahora miraba directamente a Bond. ¿Con expresión de reconocerlo? Bond rebuscó en su mente. ¿Acaso conocía a aquel hombre? No. Recordaría esos ojos que se fijaban con tanta frialdad bajo las pestañas pálidas. Eran opacos, casi muertos. Los ojos de un ahogado. Pero contenían algún mensaje para él. ¿Cuál era? ¿Reconocimiento? ¿Advertencia? ¿O sólo la reacción defensiva ante la propia mirada fija de Bond?
El hombre llegó a la altura del coche-cama. Sus ojos miraban ahora a lo largo del tren. Pasó de largo; sus zapatos de suela de goma acanalada no hicieron ningún ruido. Bond lo observó mientras se aferraba al pasamanos y subía con soltura los escalones del coche de primera clase.
De repente, Bond supo lo que significaba la mirada que le había dirigido, quién era aquel hombre. ¡Por supuesto! Pertenecía al Servicio. Después de todo, M había decidido enviarle ayuda. Ése era el mensaje que habían intentado transmitirle los misteriosos ojos. Bond apostaría cualquier cosa a que el hombre le haría pronto una visita para establecer contacto.