¡Qué típico de M buscar asegurarse de manera absoluta!
Capítulo 25
Para facilitar el contacto, Bond salió y permaneció de pie en el corredor. Repasó los detalles de la contraseña del momento, unas pocas frases inofensivas que se cambiaban el primero de cada mes y que servían como señal de reconocimiento entre los agentes ingleses.
El tren sufrió una sacudida y avanzó lentamente saliendo al sol. Al final del pasillo, se cerró de golpe la puerta de comunicación. No se oyó sonido de pasos, pero de pronto el rostro rojo y dorado se reflejó en la ventanilla.
– Disculpe, ¿podría darme una cerilla?
– Uso encendedor. -Bond sacó su gastado Ronson y se lo entregó.
– Todavía mejor.
– Hasta que se estropean.
Bond alzó los ojos hacia el rostro del hombre, esperando una sonrisa ante la conclusión del infantil ritual de «¿Quién vive? Pase, amigo».
Los gruesos labios se contorsionaron brevemente. No había ni una pizca de vida en los ojos azul pálido.
El hombre se había quitado la gabardina. Llevaba una chaqueta vieja marrón rojiza de cheviot con los pantalones de franela, una camisa de verano color amarillo pálido y la corbata de dibujo azul oscuro y marrón en zigzag del cuerpo de artillería real. Estaba atada con un nudo Windsor. Demostraba demasiada vanidad. Solía ser el distintivo de los sinvergüenzas. Bond decidió olvidar sus prejuicios. Un anillo de sello, de oro, con una cimera indescifrable, destellaba en el dedo meñique de la mano derecha que se aferraba al pasamanos. El extremo de un pañuelo de tonos rojos caía del bolsillo pectoral de la chaqueta del hombre. En su muñeca izquierda podía verse un usado reloj de plata con una vieja correa de cuero.
Bond conocía aquel tipo de hombre: una escuela pública sin prestigio, y luego atrapado por la guerra. Cuerpo de seguridad, quizá. No tenía ni idea de qué hacer después, así que permaneció con las tropas de ocupación. Al principio habría estado con la policía militar y luego, a medida que los veteranos se marchaban a casa, tuvo la oportunidad de ingresar en uno de los servicios de seguridad. Se trasladó a Trieste, donde le fue bastante bien. Quiso quedarse allí y evitar los rigores de Inglaterra. Probablemente tenía una novia, o se había casado con una italiana. El servicio secreto necesitaba un hombre para el pequeño puesto en que se había convertido Trieste después de la retirada. Este hombre estaba disponible. Lo aceptaron. Estaría haciendo trabajos de rutina: conseguir algunas fuentes entre los miembros de baja graduación de las policías italiana y yugoslava, y dentro de sus redes de inteligencia. Mil libras esterlinas al año. Una buena vida, sin que se esperase mucho de él. Y un día, como salida de la nada, le había llegado esta misión. Debió de haber sido todo un trastorno recibir uno de aquellos mensajes de Máxima Inmediatez. Probablemente se sentía un poco tímido ante Bond. Extraño rostro. Los ojos parecían bastante dementes. Pero así eran en la mayoría de los hombres que realizaban trabajos secretos en el extranjero. Había que estar un poco loco para dedicarse a eso. Un tipo muy fuerte, probablemente tirando a estúpido, pero útil para este tipo de trabajo de guardaespaldas. M se había limitado a coger al hombre más próximo y decirle que subiera al tren.
Todo esto pasaba por la mente de Bond mientras grababa una impresión mental fotográfica de las ropas y la apariencia general del hombre.
– Me alegro de verle -dijo ahora-. ¿Cómo ha sucedido?
– Recibí un mensaje. A última hora de anoche. Personal de M. Me sorprendió, puedo asegurárselo, viejo.
Curioso acento. ¿Qué era? Una pizca de acento irlandés, de irlandés ordinario. Y algo más que Bond no pudo definir. Probablemente se debía a que había vivido en el extranjero durante demasiado tiempo, hablando constantemente idiomas extranjeros. Y ese desagradable «viejo» al final de la frase. Timidez.
– Con toda seguridad -replicó Bond, compasivamente-. ¿Qué decía el mensaje?
– Sólo me dijo que subiera esta mañana al Orient y estableciera contacto con un hombre y una muchacha en el coche- cama de trayecto directo. Describió más o menos qué aspecto tenía usted. Luego debía quedarme con ustedes y asegurarme de que llegaban a París. Eso es todo, viejo.
¿Había un tono defensivo en la voz? Bond lo miró de soslayo. Los pálidos ojos giraron para encontrarse con los de él. Por ellos pasó una fugaz mirada feroz, al rojo vivo. Fue como si la puerta de seguridad de un horno se hubiese abierto. La llamarada se apagó. La puerta que daba al interior del hombre se había cerrado. Ahora los ojos volvían a estar opacos; eran los ojos de un introvertido, de un hombre que raras veces mira al mundo exterior, sino que está constantemente observando la escena de su propio interior.
Efectivamente, allí había demencia, pensó Bond, sobresaltado por el atisbo que había tenido de la misma. Síndrome de bombardeo, tal vez, o esquizofrenia. Pobre tipo, con ese magnífico cuerpo. Un día, sin duda se derrumbaría. La locura se haría con el control. Sería mejor que Bond hablara con los de Personal. Habría que comprobar su ficha médica. Por cierto, ¿cómo se llamaba?
– Bien, pues me alegro mucho de tenerlo aquí. Es probable que no tenga mucho que hacer. Empezamos el viaje con tres de los rojos pisándonos los talones. Nos hemos librado de ellos, pero podría haber otros en el tren. O podrían subir más adelante. Y yo tengo que llevar a esta joven hasta Londres sin problemas. Sólo necesito que se quede usted por aquí. Esta noche será mejor que permanezcamos juntos y nos turnemos para hacer guardia. Es la última noche y no quiero correr ningún riesgo. Por cierto, me llamo James Bond. Viajo como David Somerset. Y Caroline Somerset está ahí dentro.
El hombre metió una mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una deslucida cartera que parecía contener mucho dinero. Extrajo una tarjeta de visita y se la entregó a Bond; decía: «Capitán Norman Nash» y, en la esquina inferior izquierda, «Real Automóvil Club».
Mientras Bond se la metía en el bolsillo, pasó los dedos por su superficie. Estaba grabada.
– Gracias -dijo-. Bien, Nash, venga a conocer a la señora Somerset. No existe ninguna razón por la que no debamos viajar más o menos juntos. -Le dedicó una sonrisa para darle ánimos.
Una vez más, la feroz mirada al rojo vivo se extinguió con rapidez. Los labios se contorsionaron bajo el dorado bigote joven.
– Encantado, viejo.
Bond se volvió, llamó a la puerta con un golpe suave y dijo su nombre.
La puerta se abrió. Bond hizo pasar a Nash; luego entró y cerró la puerta a sus espaldas.
La muchacha pareció sorprenderse.
– Este es el capitán Nash, Norman Nash. Se le ha ordenado que no nos quite el ojo de encima.
– ¿Cómo está usted? -La mano se tendió, vacilante. El hombre la tocó brevemente. Su mirada era fija. No dijo nada. La joven profirió una risilla azorada-. ¿No quiere sentarse?
– Eh… gracias. -Nash se sentó, rígido, en el borde del asiento. Pareció recordar algo, algo que la gente hace cuando no tiene nada que decir. Rebuscó en el bolsillo lateral y sacó un paquete de Players.
– ¿Quiere un, eh… cigarrillo? -Abrió el paquete con una uña pulgar bastante limpia, retiró hacia abajo el papel plateado e hizo asomar los cigarrillos. La muchacha cogió uno. La otra mano de Nash adelantó un mechero encendido con la obsequiosa rapidez de un vendedor de coches.
Nash alzó los ojos. Bond se encontraba recostado contra la puerta, y se preguntaba cómo ayudar a aquel hombre torpe y vergonzoso. Nash tendió ante sí los cigarrillos y el mechero como si le ofreciese cuentas de vidrio a un jefe indio.