La fruta aún tiene que madurar. Esto es lo que pasa cuando se amontonan muchas costumbres humanas, para poder coger de las copas algo que entonces a uno no le gusta. Todo está limitado por prohibiciones, las precursoras de los deseos. Tampoco en una pequeña colina crece mucho, y nuestros límites no están más allá de lo que podemos comprender, y no comprendemos mucho, con nuestros pequeños y endurecidos vasos sanguíneos.
El hombre sigue adelante completamente solo. Pero hace mucho que a la mujer no le sienta bien perseverar en la postura que ocupa a su lado, en casa. Se agita, tiene que abrir las piernas un poco; con descuido, sus dientes le raspan el vientre. El hombre vive en su propio infierno, pero a veces tiene que salir y hacer una excursión por la pradera. La mujer se defiende, pero sin duda sólo en apariencia, aún puede recibir más bofetadas si quiere negar el espíritu del hombre, que se quiere iluminar. Se ha bebido bastante. El director casi se vacía en su caro entorno, en cuya penumbra se desgañita contra la dieta que la mujer cocina para él. Ella no quiere alojarlo. Él se siente tan grande como el que más. Descargarse un poco entre las lámparas de pie lo aliviaría, pero tiene que llevar la carga de muchos, que se limitan a crecer tontamente junto a la orilla, como la hierba, y no piensan en el mañana porque tienen que levantarse.
Ahora, después de alzarla de sus zapatillas, tiende a su mujer sobre la mesa del salón. Cualquiera puede asomarse y envidiar cuánta hermosura guardan oculta los ricos. Es exprimida contra la mesa, sus pechos se separan como grandes y cálidas plastas de estiércol. El hombre levanta la pierna en su propio jardín, entonces sale y la levanta en cada una de las otras esquinas. No perdona los terrenos más oscuros. Es tan normal como Eros, que nunca quiso atizar el fuego de ambos, de las finas ramitas que, nacidas pero no seguras, quieren transformarse a toda costa. No, el director responderá a los anuncios, para cambiar su Ford Imperium por un modelo más nuevo y más potente. Si no fuera por el miedo a la última plaga, el taller del hombre nunca más guardaría silencio. Y también en el domicilio los anuncios están pegados en la pizarra: Placer, el mensajero blanco; poderosas olas recorren el tiempo, y poderosamente quieren los hombres algo para siempre. Prefieren lo que les es lejano, pero también usan lo que tienen cerca. La mujer quiere huir, escapar a esa apestosa cadena en la que el tronco languidece ante su choza. La mujer ha sido sustraída a la nada, y es marcada de nuevo día a día con el matasellos del hombre. Está perdida. El hombre vuelca sobre él las palas excavadoras de las piernas de ella. De la mesa caen varios objetos que pertenecen al niño, y chocan suavemente con la alfombra.
El hombre es de los que todavía saben apreciar la música clásica. Con un brazo, se tiende hacia delante y pone en marcha una cadena estereofónica. Resuena, la mujer se deja hacer, y vivan los mortales del sueldo y el trabajo, pero, ¿no es cierto?, la música forma parte de esto. El director sujeta a la mujer con su peso. Para sujetar a los trabajadores, que gustan de cambiar del trabajo al descanso, basta con su firma, no tiene que poner su cuerpo encima. Y su aguijón nunca duerme sobre sus testículos. Pero en su pecho duermen los amigos con los que antaño iba al burdel. A la mujer se le promete un vestido nuevo mientras el hombre se quita el abrigo y la chaqueta. Lucha con el alcohol, la corbata se le ha convertido en soga. ¡Llegados a este punto, quisiera vestirlo de nuevo con palabras!
Antes, la cadena de música ha sido puesta en marcha con un golpe bajo, ahora la música del plato cobra ímpetu, y mueve al director algo más rápido. Mangas de sonido saltan hacia adelante para intervenir, ¡un director tiene que sacar su rabo al mundo! Su placer debe perdurar hasta que se vea el suelo y los pobres, a los que se ha vaciado de amor, sean descarrilados y tengan que ir a la oficina de empleo. Todo debe ser eterno y además poder ser repetido con frecuencia, dicen los hombres, y tiran de las riendas que un día su mamá sujetó con cariño. Sí, eso está bien. Y ahora este hombre entra y sale de su mujer, como engrasado. En este terreno la naturaleza no puede haberse equivocado, porque nunca quisimos otra cosa. Se encuentran en un territorio carnal, y los campesinos de media jornada, que lloran fácilmente si no se les contrata, se encolerizan si sus mujeres acarician suavemente a las sorprendidas reses de matadero. Los caballeros gustan de hacer amistad con la Muerte, pero la diversión debe continuar. E incluso a los más pobres se les concede con gusto el placer de las hembras pobres, dentro de las que pueden volverse grandes diariamente, a partir de las 22:00 horas. Pero para este director el tiempo no cuenta, porque él mismo lo produce en su fábrica, y los relojes son estoqueados hasta que gritan.
Muerde a la mujer en el pecho, lo que hace que las manos de ella se disparen hacia delante. Eso despierta aún más cosas en él, la golpea en el cogote y sujeta con fuerza sus manos, sus viejas enemigas. Tampoco ama a sus siervos. Embute su sexo en la mujer. La música grita, los cuerpos avanzan. La señora directora se sale un tanto de sus casillas, por eso la bombilla tiene tantas dificultades para encenderse. Un perro dormido es el hombre, al que no se hubiera debido despertar para traerlo a casa, sacándolo del círculo de sus socios. Lleva el arma bajo el cinturón. Ahora, se ha disparado algo así como un tiro. La apuesta deportiva se ha perdido. La mujer es besada. Escupiendo, se le gotean cariños al oído, hace mucho que esta flor no florecía, ¿no quiere usted darle las gracias?
Antes, él todavía se ha removido dentro de ella, pronto sus dedos sacarán un buen sonido al violín. ¿Por qué la mujer vuelve la cabeza? ¡Todos tenemos sitio en la Naturaleza! Hasta el miembro más pequeño, aunque no esté muy cotizado. Este hombre se ha vaciado dentro de la mujer, ¡un día se sublevará envuelto en oro, para realizar acciones aún más tumultuosas en la piscina!
Encorvado en posición reglamentaria de salto, el director sale de la mujer, dejando sus derechos. Porque pronto la trampa de las labores domésticas volverá a atraparla, y la devolverá allá de donde vino. Falta mucho para que se ponga el sol. El hombre se ha vertido jovialmente, y mientras el fango sale de su boca y de sus genitales, va a limpiarse los restos del pastel gozado.
La comunidad se mira en todo en ella, no cuentan con muchas chicas deportivas. La mujer se mece en sus preocupaciones, Hermann cae sobre ella en el silencio de la noche. Y también su hijo domina a los otros niños con mayor perfección que a su violín. El padre fabrica lo mínimo, que cae bajo la llama de su pasión: papel. Sólo rastros de ceniza quedan donde el ojo se detiene sobre las obras de los hombres. La mujer aparta la vista de la mesa que ha puesto, abre un bolsillo hecho en un costado de su vestido y echa en él los restos de comida, en eso sigue siendo fiel a sí misma. Hoy la familia, totalmente en privado, bebe sus propios recuerdos en el proyector. La comida llega tarde a la mesa, junto con el niño, que se pone furioso. No se guía por nada de lo que se le dice, hace y deshace a su aire. Hace meses que viene prometiendo mejorar al violín, pero el padre disfruta más de los pescozones que propina a esa joven naturaleza amiga. En general, también este país hace esos gastos inútiles, ya que se alimenta del arte, pero no todos sus ciudadanos y creyentes, de los que de ninguno merece que se diga: especialmente valioso.
La lengua de la mujer es un vestido que todo lo tapa. Se cierra crujiente sobre el hojaldre salado, que en la televisión parece mucho más grande que en nuestras bocas, donde rápidamente se hace invisible. Aun así, lo lanzamos a los canales de desagüe de nuestros vientres crepusculares. El padre se inclina sobre su hijo, delicado como un chorizo. Claro que va a tener una bicicleta BMX. El hijo del director disfruta de la envidia de los niños del pueblo como de una tiesa pizca de poder. Enseguida sale al aire libre, a destrozar algo. Pero el padre le exige a cambio, amenazador, que hoy acerque su cabeza al violín, para hacerlo sonar de tal modo que se pueda emplear para engrasar los sentimientos en otra parte.