La mujer es untada con esperma. Del modo que se le ha construido una hermosa casa, no se perderá a la pareja, y fuera están las pobres filas de casas de los más pobres, sacados a golpes de dentro de sus mangas y oficinas de sexo, las casas puestas a docenas a la venta, a subasta pública, a secreto incendio. Y lo que un día fue un hogar cae ahora bajo los mazos de los señores de la comunidad. A lo que un día fue un trabajo, se le arranca el corazón con violencia. Sólo de las mujeres podemos recuperar algo, en calderilla. ¿A dónde iban si no a ir ellas, las mujeres, más que con aquellos que chapotean en la fuerza y sueltan alegres los desperdicios que se les escapan como espumarajos del bocado? Sus generaciones producen productos innecesarios y sus generaciones producen problemas innecesarios. Ahora, este director ha detenido a tiempo su masa crítica. Primero aprieta el rostro de la mujer contra su producto íntimo, después la deja mirar su zona íntima. Ella no quiere refrescarse en su agudo chorro, pero tiene que hacerlo, el amor lo exige. Tiene que cuidarlo, limpiarlo con la lengua y secarlo con los cabellos. Jesús ganó esa carrera cuando fue secado por una mujer. Por último, la mujer recibe un golpe en las posaderas, para cerrárselas; burda, la mano de su señor recorre sus entrantes y salientes, su lengua le chupa la nuca, se le echa el pelo hacia la bañera, se le tira con violencia del clítoris, con lo que sus rodillas entrechocan y el culo le salta como una silla plegable, y también otras personas siguen su orden.
Bueno, ¿y qué hacemos entretanto con el niño? Él está pensando en un regalo que querría haber comprado para no haber visto nada secreto de sus enclavijados padres. En cada tienda a la que se asoma, este niño quiere un trozo de vida (de lo vivo, de las cosas buenas de la vida) recién cortado. Este niño toca las piezas más pérfidas. Ésta es la última generación, y lo último es precisamente lo bueno para ella. Pero pronto también ella se marchará, ¿cómo si no seguiríamos adelante?
El padre ha descargado un montón de esperma, la madre ha de limpiar y dejarlo todo en condiciones. Lo que no lame, tiene que recogerlo con un trapo. El director le quita los restos del vestido y la observa mientras limpia y trenza, mientras teje y cose los trozos. Primero sus pechos caen hacia delante, después oscilan ante la mujer, mientras ella pule y restaura. Él pellizca sus pezones entre el pulgar, el índice y el corazón, y los retuerce como si quisiera enroscar una bombilla de un microcosmos. Golpea con su iracundo y pesado mondongo, que por delante aparece, una clara ventana al cielo, en la abertura de sus pantalones, y por detrás contra los muslos de ella. Cuando ella se inclina, tiene que abrir las piernas. Ahora él puede coger con una mano toda su higuera, y hacer de sus dedos furiosos paseantes. Por lo demás, cuando ella mantiene cerradas las piernas él puede situarse encima de ella y orinarle en la boca. Qué, ¿que no puede? Le golpeamos la rodilla hacia arriba y damos una palmada (¡aplausos, aplausos!) en los suaves labios de su coño, que en seguida se abrirán, chasqueando levemente, y nosotros, los hombres, tendremos que dar enseguida con la jarra encima de la mesa. Si aún no puede humedecerse, tiraremos con fuerza para abajo de todo su sexo femenino cogiéndolo del pelo, hasta que ella doble las rodillas y, abierta al máximo, se hunda sobre la caja torácica del señor director. Como un bolso de mano abierto sujeta él su coño por el pelo, y se lo pasa por el rostro para poder chuparlo burdamente, un buey junto a un bloque de sal maduro, y la montaña emerge inflamada. La carga del fracaso descansa sobre los hombres. Su orina murmura algo incomprensible, y las mujeres la limpian con sus trapos absorbentes e incluso con Ajax.
La mujer bebe un resto de café frío de su empañada taza. Como para escapar, ha vuelto a cubrirse con un soplo de los panties. Nadie aquí tiene tanta suerte como ella. Sobre su cabeza cuelga la silenciosa zarpa de su Señor, para que en la jaula se sienta como en casa. Por la tarde, el director ya empieza a sonreír a la agotada, a poner rumbo a su destino. Después rompe contra ella, ¡tiene que seguir siendo el primero en esta caja de ahorros! La mujer extiende las manos hacia el vacío, donde los alimentos se echan a perder, como si quisiera despertarlo de su letargo. Así se cruzan siempre sin encontrarse, sobre el ancho riesgo de la carretera que debe abrirles la montaña rusa de su matrimonio. Esta mujer es envidiada por los habitantes del pueblo, qué bien se viste. Y la suciedad de su casa la recoge una mujer contratada para limpiar en el catálogo de habitantes, que sin embargo sólo quieren vivir como hermanos. El niño ha nacido bastante tarde, pero no tan tarde como para no poder convertirse en un quejoso adulto. El hombre grita en su placer, y la voz de la mujer se pega a él, para que pueda cimbrear su vara y comprar caprichos caros para la casa. Un equipo nuevo para poder emplearlo en las estaciones en que ambos van a frotar su bendito sexo. Pero nadie puede hacer magia. Cuando el hombre despierta de su embriaguez, se inclina enseguida a complacer a la mujer. Tiene buen carácter. Sí, él paga, ha pagado todo lo que usted ve aquí reproducido en colores. ¡Seque sus mejillas!
Por la noche, sus platos darán refugio a los exiliados. Las comidas serán presentadas fugazmente unas a otras, y pronto deberán mezclarse amigablemente dentro de los cuerpos. ¡Y cómo ocurre eso bajo algunos techos! La comida no es importante en esta casa; para el hombre tiene que ser mucha, para que su fuerza descienda y ceda sonriente. Embutido y queso por la noche, vino, cerveza y aguardiente. Y leche, para que el niño esté protegido. He aquí la guarnición de la leyenda de que la clase media está asegurada por abajo y bajo la protección de la Naturaleza (bajo la protección de la Naturaleza) por arriba. Y sin duda los que están debajo la protegen de caer en el vacío.
Ya muy temprano, el hombre se ha aliviado. Grandes montones se forman debajo de él, y aún se ha echado mucho más al tenedor y al hombro. Chapotea con su orina. Se oye en todas partes, bajo su techo, cómo choca con su pesado pene en las áreas de descanso de su mujer, donde puede por fin vaciarse. Aliviado de su producto, se vuelve a los seres más pequeños, que bajo su dirección producen su propio producto. El papel que han hecho les es ajeno, y tampoco podrá durar mucho tiempo mientras su director se revuelque gritando bajo los empujones de su sexo, con el que está emparentado. La competencia presiona contra las paredes, se trata de conocer sus trucos por anticipado, de lo contrario habría nuevamente que despedir y liberar de su existencia a un par de benditos. Así pisa este hombre en la naturaleza, y se echa a la espalda su responsabilidad para tener las manos libres. Exige de su mujer que le deje reinar y que le regenere, que le espere desnuda bajo el manto de su casa cuando recorra expresamente los veinte kilómetros que hay de la oficina a casa. El niño será enviado fuera. Al subir al autobús escolar, ha tropezado con su equipo deportivo y se lo ha clavado.