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– Es lo menos que puedo hacer por usted, señora Annesley. -Darcy se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, mientras movía la mandíbula tratando de buscar la manera de llevar la entrevista hacia donde él quería-. Estoy en deuda con usted, señora. Mi hermana… -La garganta pareció cerrársele al recordar la dicha de su regreso a casa. Volvió a empezar-: ¡Mi hermana está tan maravillosamente cambiada que apenas puedo creerlo! Ya sabe en qué estado se encontraba cuando usted llegó a Pemberley, tan afectada… -Darcy se giró hacia la ventana, decidido a mantener su dignidad-. Pero incluso antes de ese horrible asunto, era una chiquilla reservada y tímida. Sólo lograba expresarse libremente a través de su música. Sin embargo, ahora… -Volvió a dar media vuelta para mirarla-. ¿Cómo lo ha conseguido, señora? -Darcy miró fijamente a la señora Annesley mientras su voz cobraba fuerza-. Mi primo y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, todo lo que se nos ocurrió, para animar a Georgiana; pero fue inútil. ¡Usted triunfó donde nosotros fracasamos y yo quisiera saber cómo lo ha hecho!

La dama tardó unos segundos en contestar, pero la expresión compasiva que adoptó le indicó a Darcy que no se había ofendido por el tono autoritario de sus palabras.

– Querido señor -comenzó a decir en voz baja-, estoy segura de que usted hizo todo lo que pudo para ayudar a la señorita Darcy. Pero, señor, las penas de su hermana eran profundas, más profundas de lo que usted pensaba, más profundas de lo que estaba en su poder remediar. No debe usted reprenderse por el fracaso de sus esfuerzos.

Darcy tomó aire sorprendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a subestimarlo de esa manera? ¡Que no estaba en su poder! Darcy se acercó a la dama, que parecía pequeña al estar sentada.

– Entonces, señora, debo preguntar de qué «poder» se valió usted para descender hasta las profundas penas de mi hermana y sacarla de allí -replicó Darcy con voz seca y los labios torcidos en una mueca sarcástica-. ¿Acaso debo esperar encontrar amuletos y pociones entre los sombreros y los bolsos de la señorita Darcy?

La señora Annesley abrió brevemente los ojos al oír el tono de sus palabras, pero no perdió la compostura. Le devolvió la mirada de forma directa, sin ser descortés.

– No, señor, no encontrará ninguna de esas cosas -contestó con voz firme-. El corazón humano no se puede dominar con tanta facilidad. Los hechizos y los encantos no pueden hacerlo cambiar de dirección.

La cara de Darcy se ensombreció y frunció el ceño con contrariedad.

– ¿Usted se refiere a sus sentimientos por… -dudó un momento y luego escupió las palabras-: el hombre que la sedujo?

La dama ni siquiera se inmutó al oír la franqueza de Darcy, pero le respondió con la misma moneda.

– No, señor Darcy, no me refiero a eso. La melancolía de la señorita Darcy nunca tuvo nada que ver con la pena de amor que le causó ese hombre. Cuando usted los encontró en Ramsgate y se enfrentó al señor Wickham, la señorita Darcy vio la verdadera naturaleza del carácter de ese hombre. Ella no ha pasado todos estos meses lamentando su pérdida.

Mientras la señora Annesley hablaba, Darcy volvió a sentarse en la silla del escritorio, con los labios apretados en una mueca de disgusto.

– Usted ha hablado de cuáles no eran los pensamientos de la señorita Darcy. En lo que a eso concierne, me siento aliviado. Pero aún no me ha dicho cuáles eran esos pensamientos, o qué hizo para ponerles remedio. Vamos, señora Annesley -insistió Darcy con arrogancia-, necesito respuestas.

Las cejas de la dama temblaron un poco al devolverle la mirada y apretó los labios como si estuviese considerando la posibilidad de no ceder a las exigencias de Darcy. Sorprendido por la actitud vacilante de la señora Annesley, de repente, Darcy tuvo dudas de que la mujer que tenía en frente estuviese dispuesta a cumplir sus deseos. Y junto a ese pensamiento surgió la convicción de que ese corazón alegre que había detectado antes bien podía latir sobre una estructura de acero.

– Señor Darcy, ¿cree usted en la providencia? -El hecho de que la dama le hubiese contestado con una pregunta lo sorprendió tanto como la propia pregunta.

– ¿La providencia, señora Annesley? -Darcy se quedó mirándola, mientras su reciente insatisfacción con los designios del Juez Supremo endurecía sus rasgos. ¿Qué tiene que ver con esto la providencia?

– ¿Cree usted que Dios dirige los asuntos de los hombres?

– Soy totalmente consciente del significado de la palabra, señora Annesley. Tuve una buena educación religiosa cuando era niño -replicó Darcy con frialdad-. Pero no veo…

– Entonces, señor, ¿qué dice el catecismo? ¿Lo recuerda usted?

Darcy entrecerró los ojos con furia ante el desafío de la dama, y apretando los dientes, recitó rápidamente el pasaje del catecismo:

– «Dios, el creador de todas las cosas, sostiene, dirige, dispone y gobierna todas las criaturas, las acciones y las cosas, desde la mayor hasta la menor, mediante su sabiduría y la divina providencia». Había olvidado, señora, que usted es la viuda de un clérigo. Sin duda está acostumbrada a ver todo lo que sucede a su alrededor como el resultado directo de la mano del Todopoderoso, a diferencia de la mayoría de nosotros, que debemos luchar en el mundo de los hombres.

El sarcasmo de Darcy pareció pasar inadvertido para la señora Annesley, porque ella se limitó a sonreír con amabilidad al oír sus palabras.

– Muy bien, señor Darcy. Lo ha recitado a la perfección. -Se levantó de la silla y su movimiento volvió a atraer el interés de Trafalgar. El sabueso también se levantó, se sacudió desde la cabeza hasta la cola y miró a Darcy, expectante.

– Señora Annesley. -Darcy frunció el ceño al mismo tiempo que se ponía de pie-. Aún no me ha dado ninguna respuesta satisfactoria. Ciertamente estoy en deuda con usted, pero no estoy acostumbrado a que mis empleados sean tan testarudos. Insisto en que me dé una respuesta directa, señora.

– Cuando mi esposo murió de una neumonía que contrajo debido a su trabajo como párroco, señor Darcy, dejándome con dos hijos que educar y sin medios para proporcionarnos un techo, quedé sumida en una profunda pena, parecida a la de la señorita Darcy. -La señora Annesley inclinó la cabeza un momento, pero Darcy no supo si su intención era recuperar la compostura o escapar de su mirada de desaprobación. Cuando levantó la cabeza, continuó hablando con gran sentimiento-: Un amigo me hizo recordar los designios de la providencia a través de dos verdades convergentes. La primera, tomada de las Sagradas Escrituras, dice: Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman. Miró directamente a los ojos de Darcy, mientras los recuerdos parecían iluminarle la cara-. La segunda proviene de Shakespeare: Dulces son los frutos de la adversidad; / semejantes al sapo, que, feo y venenoso, / lleva, no obstante, una joya preciosa en la cabeza. Usted me pregunta qué hice por su hermana, señor Darcy, y debo decirle que yo no hice nada, nada más de lo que mi amigo hizo por mí. No estaba en su poder ni en el mío consolar a la señorita Darcy y hacerla pasar de la pena a la dicha. Para eso, señor, debe usted buscar en otra parte; y el lugar por donde comenzar es la propia señorita Darcy.

¡Definitivamente es de acero! Darcy bajó los ojos y los clavó en el semblante impasible de la diminuta mujer. Después de todo, ella tenía razón. Las respuestas que él quería obtener sólo podían proceder de Georgiana, aunque aquella mujer hubiese hecho magia o se limitase a citarle las Escrituras. Fuese cual fuese el caso, Darcy tendría que poner a prueba la solidez de la recuperación de su hermana. La idea le produjo un estremecimiento.

– Según veo, es usted muy clara cuando llega por fin al meollo de la cuestión, señora Annesley -dijo Darcy arrastrando las palabras, saliendo de detrás de su escritorio-. Seguiré su consejo en lo que se refiere a la señorita Darcy, aunque debo admitir que no me siento muy inclinado a molestarla con ese tema hasta que esté totalmente convencido de su recuperación. -Darcy se detuvo frente a la señora e inclinó la cabeza-. Le agradezco de todo corazón la influencia que ha tenido sobre mi hermana, sea cual sea, señora. Llegó usted con excelentes recomendaciones de sus anteriores patrones y mis propios criados me han hablado muy bien de usted. -Darcy había comenzado a hablar con un tono seco, pero a medida que la verdad de sus palabras fue penetrando en su pecho, su voz se fue suavizando-. Por favor, acepte mi sincero agradecimiento.