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– Sí -respondió su hermana con énfasis-. ¿Y pudiste recuperar su buena opinión?

Darcy volvió a fruncir el ceño mientras apretaba los labios y reflexionaba sobre la pregunta de Georgiana. ¿Qué podría decir? ¿Cuál era la verdad?

– En realidad no lo sé, querida -confesó-. Aceptó concederme un baile, o mejor accedió por cortesía, y durante un momento pareció que nos entendíamos; pero luego, por distintas razones, el equilibrio que habíamos alcanzado comenzó a desmoronarse, después, los acontecimientos posteriores demostraron que ella no habría tolerado más mi presencia en ningún caso.

Las agradables sensaciones que las preguntas de Georgiana habían despertado en su pecho se desvanecieron cuando la historia llegó al punto del estado actual de su relación. El lugar que ocupaban esas sensaciones quedó vacío, dejándolo solo con su deber y el dolor que le causaban los deseos frustrados. No debía permitirse estos recuerdos, se dijo Darcy con severidad. ¿Acaso no era él mismo el culpable de haber acabado con cualquier inclinación en esa dirección? Aquello no le llevaba a ninguna parte, e iba en contra de toda lógica que él se atormentara de esta manera.

– No la he visto ni he hablado con ella desde esa noche -siguió diciendo bruscamente-, y como Bingley ya se ha recuperado del enamoramiento por su hermana, no parece razonable esperar que ella vuelva a cruzarse en mi camino. Y eso, mi querida hermana, es el fin de la historia.

– ¿No tratarás de volver a verla? -Georgiana lo miró con una mezcla de sorpresa y pesar-. ¿No conservarás su amistad?

– No -contestó Darcy, que prefirió responder con la verdad sincera, en lugar de darle una respuesta adornada.

– ¿Entonces nunca la voy a conocer? -preguntó Georgiana con tristeza.

El abatimiento que cubrió el rostro de su hermana al oír su respuesta hizo que Darcy se contuviera un poco.

– Yo no diría que «nunca», querida -dijo-, pero es bastante improbable. Su familia tiene poco dinero. Ella no se mueve en los mismos círculos de la sociedad en que nos movemos nosotros.

– Aun así me gustaría conocerla, hermano -susurró Georgiana.

– Creo que a mí también me gustaría que la conocieras, Georgiana -contestó Darcy-. Aunque no sé por qué ni con qué propósito, excepto que creo que no podrías encontrar una amiga más sincera. -La idea encendió en él una luz de consuelo-. Tal vez eso sea suficiente. -Darcy se inclinó y besó a su hermana en la frente-. Ahora, si me disculpas, debo irme a la cama. Sherril casi me mata haciéndome trepar montañas de sacos de grano y subiendo y bajando las escaleras de graneros, y no quiero volver a quedarme dormido en público otra vez.

Darcy se levantó mientras Georgiana lo observaba con una expresión pensativa en el rostro. Cuando llegó a la puerta, volvió a mirar hacia atrás para dedicarle una última sonrisa; pero ella ya no estaba mirándolo. Estaba inclinada en una actitud tan contemplativa que, al verla, Darcy sintió un estremecimiento de inquietud. ¿Cuál había sido el efecto de sus palabras? ¿Acaso había preocupado a su hermana o la había decepcionado de alguna manera? Tal vez sólo estaba fatigada. En realidad, él había estado tan concentrado en los asuntos de Pemberley que no se había Preocupado por el bienestar ni la felicidad de su hermana. ¡Más bien era ella la que se había encargado de entretenerlo! Se dirigió a sus aposentos y tocó la campanilla, recriminándose por su negligencia. Al día siguiente se dedicaría a complacer a Georgiana, se juró mientras esperaba a Fletcher. Y como era domingo, los asuntos de Pemberley bien podían esperar.

Decidido a poner en práctica la decisión de ponerse a las órdenes de su hermana, Darcy se despertó a la mañana siguiente más temprano de lo acostumbrado. Mientras estaba acostado entre las almohadas y las mantas desordenadas, se preguntó si realmente habría dormido. Las evocaciones que había experimentado mientras Georgiana tocaba para él se habían reavivado y, peor aún, habían dejado expuesta esa parte de su corazón que él pensaba que ya había logrado controlar. En realidad, ya se había reconciliado con el hecho de que admiraba a Elizabeth Bennet. El marcapáginas de hilos de seda que guardaba entre su libro atestiguaba la veracidad de esa admiración. Pero el hecho de «verla» en su casa y el grado de satisfacción que esa imagen había despertado en él le hicieron darse cuenta de que su estado de indefensión era terriblemente peligroso para su paz futura.

– Muy peligroso -dijo en voz alta, como si quisiera reprender a su desbordante imaginación, demasiado evidente para Georgiana. Al menos parte de su distracción tenía origen en las fantasías relacionadas con Elizabeth, en la medida en que él había empezado a mirar todo lo que le resultaba familiar, todo lo que formaba parte de Pemberley, con los ojos de lo que se imaginaba que ella pensaría-. ¡Eso no está bien, señor!

Un ruido de cajones que se abrían y cerraban, procedente del vestidor, le hizo incorporarse de golpe. ¿Qué? ¿Por qué anda Fletcher por ahí tan temprano?

Decidido a levantarse, apartó las mantas, saltó de la cama y atravesó la habitación en silencio. Al abrir la puerta del vestidor, se encontró a su ayuda de cámara organizando su ropa, mientras una jarra de agua aromatizada con sándalo lo esperaba.

– ¡Fletcher! -rugió Darcy, poniéndose la bata-. ¡Pues sí que se ha levantado usted temprano! -Hizo una pausa mientras reprimía un bostezo-. ¡Ya sé que siempre está pendiente de sus obligaciones, pero esto va más allá de una demostración de escrupulosa atención!

– ¡Ejem! -Fletcher carraspeó y se puso colorado como un tomate-. Sí, señor. Con todo… Mmm… gusto, señor Darcy.

– ¡Con todo gusto! ¿Está usted enfermo, hombre? ¡Dígamelo enseguida! No quiero que esté aquí atendiéndome, si debería estar en cama. Cualquier otro puede ayudarme.

A pesar de que hacía un segundo estaba rojo como un tomate, la cara de Fletcher palideció de repente.

– ¡Oh, no, señor! ¡Estoy perfectamente bien!

Darcy lo miró con escepticismo.

– No lo parece. ¡Vamos, hombre, vaya a buscar algún remedio a la botica y no le dé más vueltas!

El consejo de Darcy hizo palidecer aún más a Fletcher.

– Le aseguro, señor, que no estoy enfermo y que la última mujer que quiero ver en el mundo es a Molly.

Aquella información hizo que Darcy enarcara las cejas enseguida.

– Pensé que usted y la mujer de la botica tenían cierto asunto entre ambos, Fletcher.

Fletcher suspiró.

– Molly tiene la misma opinión, señor, pero yo nunca le di mi palabra. -Fletcher se giró a mirar sus instrumentos de afeitado y los sumergió en el agua hirviendo-. ¡Ni le he hecho nada malo! -añadió de manera enfática-. ¡Nunca estuvimos solos, señor!

– Pero las cosas han cambiado, ¿no es así? -Darcy cruzó los brazos sobre el pecho, con una sensación de disgusto por el hecho de que ese tipo de cosas sucedieran entre sus empleados. Las peleas de enamorados entre los criados causaban tensiones que terminaban filtrándose al resto de la casa.

– Sí, señor, han cambiado.

– ¿Y qué significa esta excesiva atención a sus obligaciones?

– Es «el monstruo de ojos verdes», señor. -Fletcher suspiró-. A todas partes donde voy me encuentro con la rabia de Molly, con sus amigos que me cantan las cuarenta o con otra mujer que sugiere que intimemos ahora que estoy «libre». ¡No tiene usted ni idea, señor Darcy!

– Creo que puedo imaginármelo. -Darcy resopló al tiempo que se sentaba en la silla para que Fletcher lo afeitara-. ¿Qué piensa que se puede hacer?

– Si me lo permite, señor Darcy, me gustaría irme de vacaciones un poco antes este año. Me gustaría viajar un poco antes de ir a ver a mis padres. -Fletcher miró a Darcy de manera furtiva, mientras le ponía unas toallas calientes alrededor del cuello.