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– ¿Hablaste con ella acerca del asunto de la donación a una obra de caridad?

– Por supuesto. -Darcy entrecerró los ojos-. Es inflexible en esa cuestión, y te asombrarás al oír esto, además ha comenzado visitar semanalmente, los domingos, a los arrendatarios más pobres.

– ¡Por Dios!

– Precisamente -dijo Darcy en señal de acuerdo-. ¿Puedes entenderlo, Richard?

Su primo negó con la cabeza lentamente.

– Parece un comienzo un poco extraño. He oído algo parecido, pero no puede ser eso. -Los dos le dieron un sorbo a su café en silencio, hasta que Richard finalmente dijo-: Fitz, yo quiero mucho a Georgiana, tú lo sabes, y su felicidad me interesa casi tanto como a ti. -Esperó hasta ver el gesto de asentimiento de Darcy para continuar-: No puedo decirte por qué o cómo, pero sí puedo asegurarte que estoy totalmente convencido de que ella es feliz de verdad, que la sombra que Wickham dejó en su vida se ha desvanecido. Mi consejo, viejo amigo, es que ¡no hagas preguntas!

– ¡Su dama de compañía me aconsejó justamente lo contrario! -dijo Darcy con voz pensativa.

– ¿Su dama de compañía?

– La señora Annesley -contestó Darcy-, la viuda de un clérigo que contraté el verano pasado con excelentes referencias. -Fitzwilliam se encogió de hombros para mostrar que no sabía nada al respecto-. Ahora se encuentra de visita en casa de sus hijos en Weston-super-Mare durante las vacaciones. Fue ella quien me aconsejó que le preguntara a Georgiana, pero todavía no me he atrevido a hacerlo directamente.

– Bueno, ahí lo tienes, Fitz, ¡eso lo explica todo! ¡La viuda de un clérigo!

– Tal vez -respondió Darcy-, ¡pero ella dice que no! -Dejó su taza sobre la mesa, al igual que su primo, y los dos se pusieron de pie-. Así que estamos en un punto muerto, pues ninguno de los dos tiene el coraje suficiente para hacer más al respecto.

– Dejemos las cosas como están, Fitz. -Fitzwilliam le dio una palmadita en el hombro-. Mamá estaba encantada con ella anoche; el conde de Matlock dijo que era como volver a ver a su hermana. Es Navidad, ¡dejemos las cosas como están!

– ¿Seguirás observándola… vigilándola? -preguntó Darcy.

– Tienes mi palabra, primo. -Fitzwilliam estrechó con firmeza la mano de Darcy-. Ahora tengo un misterio que espero soluciones. Mi puerta, que recuerdo haber cerrado bien anoche, apareció abierta esta mañana y, Dios me ayude, ¡una de mis botas ha desaparecido!

Las palabras de la liturgia del día de Navidad resonaron entre los viejos muros de piedra de St. Lawrence, mientras todos los que habían podido asistir desde las granjas y propiedades vecinas ocupaban su sagrado recinto. La antigua iglesia resplandecía con la luz de los candelabros que se reflejaba en las placas de plata y oro, iluminando la pulida madera de la barandilla del coro y del presbiterio, adornada con ramas de acebo. La belleza del santuario no impedía que muchos de los asistentes dirigieran su mirada al banco de los Darcy, que ese día estaba completo, pues su señoría el conde de Matlock y su familia habían venido con el dueño de Pemberley y su hermana. Para aquellos menos allegados a Pemberley, la presencia de la familia del conde de Matlock era la prueba más evidente de que las celebraciones tradicionales de Navidad de la gran propiedad realmente habían vuelto. Entre susurros y gestos de asentimiento, los más enterados aseguraron incluso al más humilde de los presentes que la víspera del gran día los esperaba una afectuosa bienvenida, un estómago lleno y unas cuantas horas de alegría.

Darcy se alzaba con gesto solemne junto a su hermana, recitando las palabras de sus libros de plegarias mientras su mirada oscilaba entre la página y las bellísimas vidrieras que flanqueaban el coro. Como las vidrieras lo habían atraído desde niño, eran incontables las ocasiones en que Darcy se había quedado fascinado observando el dramatismo y la riqueza de sus colores. ¡Cuántas veces se había sentado al lado de su padre, tratando con todas sus fuerzas de no mover las piernas sino de «comportarse como un Darcy», y las espléndidas vidrieras lo habían salvado!

Sin embargo, aquel día la voz de Georgiana resonaba con tanta claridad a su lado, leyendo con particular seriedad las oraciones, que Darcy se olvidó de las vidrieras y se concentró en su hermana. Bajó la vista para mirarla, pero el sombrero de la muchacha le impidió ver su rostro.

– «… para que tomase sobre sí nuestra naturaleza, y naciese en semejante día de una Virgen pura…».

Mientras recitaba las plegarias, Georgiana levantó sus brillantes ojos. Como ahora podía verle la cara, Darcy siguió su mirada hasta las mismas ventanas que tanto le gustaban. Luego volvió a bajar los ojos para mirarla y la dulzura de su rostro lo hizo reconsiderar la incomodidad que le provocaba el excesivo celo religioso de su hermana. Y fue bueno que lo hiciera, porque enseguida Georgiana posó sus ojos sobre él, con una sonrisa temblorosa.

– «… siempre un solo Dios, por los siglos de los siglos. Amén».

– «Amén» -dijeron todos. La sonrisa que Darcy le dirigió a su hermana contenía al mismo tiempo todo su afecto y una pregunta. Con un movimiento de cabeza casi imperceptible, Georgiana se puso seria otra vez y volvió a concentrarse en su libro y la lectura de la epístola del día, pero no antes de que su hermano percibiera un cierto aire de tristeza. Más intrigado todavía, él también volvió a concentrarse en la lectura.

– «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres».

Aquel conocido precepto de las Escrituras sacudió a Darcy con una fuerza enorme. En ese momento, se dio cuenta, con súbita convicción, de que a su lado tenía un motivo tangible para estar alegre. Porque, a pesar de su descuido momentáneo, que había provocado la actuación del mal, y de su posterior fracaso al tratar de rescatar a Georgiana de la profunda melancolía en que se vio sumida, ella estaba ahora a su lado, íntegra y feliz, sin que él hubiese hecho nada para lograrlo.

– «No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús».

Darcy no iba más allá de «la paz de Dios» cuando las palabras del texto volvieron a sacudirlo, esta vez con tanta fuerza que se quedó callado. Apretando el libro de oraciones, lo acercó más y volvió a leer la última línea: «… la paz de Dios, que supera todo conocimiento…». Volvió a mirar a Georgiana, pero el desafortunado sombrero le tapaba de nuevo el rostro. ¿Acaso era eso lo que ella había estado tratando de decirle?

El resto de la ceremonia transcurrió en medio de textos conocidos y pronto llegó la hora en que la congregación se puso en pie para cantar el último himno. Como conocía la letra de memoria, Darcy dejó a un lado el libro de himnos y cantó con el resto de los feligreses, pero un rayo de sol atrajo nuevamente su atención hacia la gloria y el dramatismo de las vidrieras. Su belleza le proporcionó la seguridad de que todo estaba bien en el mundo y lo confortó. Una mano diminuta se metió entonces entre su brazo. Darcy se sintió feliz al percibir el calor y el afectuoso apretón de su hermana. Bajó la vista de las ventanas hacia el amado rostro de Georgiana, pero al darse cuenta de que la expresión de embeleso de su hermana no estaba dirigida a él, sino que su atención también estaba dirigida a las vidrieras del coro, se borró de su rostro la sonrisa de confianza. No, no a los vidrieras… ¡sino más allá! se corrigió Darcy al examinar a la joven mujer que tenía a su lado y a quien ya no estaba seguro de conocer.

– Ejem. -El ruido que hizo Richard al aclararse la garganta precisamente en ese momento hizo que Darcy regresara al presente-. Creo que su nombre es Georgiana Darcy. ¿Quieres que te la presente?