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– Muy bien. -Bingley tosió y levantó las cartas-. Entonces, ¿continuamos? -Darcy asintió con la cabeza y tomó las cartas que Bingley le acababa de entregar. Su decisión de aceptar la invitación de lord Sayre a pasar varios días en el castillo de Norwycke parecía más bien repentina e insólita, pero a pesar de todo, Darcy sabía que su asistencia era esencial.

Cuando Darcy le indicó a Hinchcliffe que debía enviar un mensaje aceptando la invitación de Sayre, consiguió que su secretario enarcara las cejas al mismo tiempo que fruncía el ceño con desaprobación.

– ¿Por qué, qué ha oído usted? -le preguntó a su secretario.

– Sus finanzas son un completo desastre, señor. Probablemente no lo ha pensado, pero lord Sayre debería hacer serias economías en la primavera. Les debe dinero a comerciantes, banqueros y prestamistas por igual. Deudas de honor…

– En otras palabras, un típico noble -lo interrumpió Darcy-. Pero yo no he aceptado su invitación con el fin de convertirme en su banquero, Hinchcliffe. Ni de asociarme con él en ningún negocio -añadió rápidamente, antes de que su secretario pudiera hacer esa objeción-. Usted me ha enseñado muchas cosas a ese respecto. Sólo tengo deseos de divertirme un poco.

– Muy bien, señor -respondió Hinchcliffe, aunque después de conocerlo durante tantos años, Darcy sabía que no lo decía de corazón.

En total contraste con la tensa actitud de desaprobación de su secretario, su ayuda de cámara recibió la decisión de emprender aquel viaje con alborozo.

Fletcher abrió los ojos como platos al oír la noticia y la expectativa del viaje lo convirtió en un auténtico quebradero de cabeza para todos los empleados de Erewile House. En el castillo de Norwycke, aparte de encontrarse entre otros maestros de su arte, Fletcher estaría en su elemento y Darcy admitió con cierta reserva que tendría que permitirle algunas libertades.

– Dentro de ciertos límites, Fletcher -le advirtió-. No me voy a convertir en un petimetre para satisfacer su reputación. ¡Y sin sorpresas!

– ¡Por supuesto, señor! -respondió Fletcher, haciendo una reverencia-. Nada llamativo en sí mismo, nada ostentoso o vulgar, sólo un mayor grado de elegancia -continuó lacónicamente el ayuda de cámara. Luego, después de una pausa, añadió-: ¿Señor Darcy? -Cuando el caballero le hizo una seña para indicarle que podía hablar, dijo-: El roquet, señor. ¿Aceptaría usted…?

– ¿Su abominable nudo? -renegó Darcy, desviando la mirada y recordando toda la incomodidad que le había causado el reciente triunfo de Fletcher. Después de evaluar con cuidado el daño que una negativa por su parte podría causar al orgullo de su ayuda de cámara y a su posición entre sus colegas, Darcy se volvió hacia Fletcher y le hizo un rápido gesto de asentimiento-. ¡Pero que ese sea el final de su invento!

– Sí, señor. ¡Gracias, señor! -farfulló Fletcher, sin apenas poder contener su entusiasmo, y se marchó frotándose las manos.

Cuando le contó a su hermana que tenía previsto hacer aquel viaje, la reacción fue muy distinta. Georgiana ocultó rápidamente la sorpresa y la desilusión que le causó su extraño anuncio durante la cena. Darcy sabía que estaba causando una preocupación a su hermana y rogó al Cielo para que ella no le pidiera explicaciones sobre su repentino abandono, pues no podía darle una respuesta coherente o esperar que ella entendiera las supuestas razones con las cuales había tratado de tranquilizar su propia conciencia. Porque, en realidad, la decisión de aceptar la invitación de lord Sayre había tenido más que ver con un impulso que con la razón.

Darcy conocía a Sayre desde su época de Eton, y aunque más tarde nunca fueron compañeros, de pequeños se habían convertido en buenos amigos durante sus años escolares. Más adelante, en Cambridge, compartieron el mismo dormitorio y la invitación a pasar unos días en el castillo de Norwycke obedecía, precisamente, a una reunión de antiguos compañeros de residencia. Pero lo que había impulsado a Darcy a aceptar la invitación de manera tan repentina no fue la idea de recordar los viejos tiempo? Curiosamente, la desesperada nota de Carolina Bingley había sido el detonante. Días después de que él y Brougham planearan la respuesta para la señorita Bingley, las palabras de la misiva regresaron a su mente en medio de las oscuras horas de la noche y perturbaron su alma.

«La señorita Bennet está en la ciudad». Aunque ahora creía que la forma en que estaba redactada la nota indicaba que no era probable que Elizabeth Bennet hubiese acompañado a su hermana, en el momento de leerla, el corazón le había dado un brinco y su cuerpo había sido atravesado por un curioso estremecimiento de placer que lo había dejado sin aire. El poder de esa momentánea suposición lo había asombrado y desconcertado. Sin embargo, ahora, en medio de la tranquila reflexión que favorecía la noche, Darcy se daba cuenta de que la maravillosa embriaguez que había sentido al contemplar la posibilidad de la presencia de Elizabeth en Londres procedía del hecho de haber pensado que así se cumplía la fantasía que había acariciado -no, en realidad, alimentado- desde los días que pasaron juntos en Netherfield.

Darcy se levantó entonces y buscó en el bolsillo de su chaleco el recuerdo que tenía de ella, para examinar sus emociones y deseos con el mismo cuidado con que examinaba los hilos que ella había olvidado entre los versos de El paraíso perdido. Todo lo que tenía que ver con Elizabeth: su sonrisa, el hermoso color y los rizos de su pelo, el contraste de sus cejas oscuras con el terso color crema de su piel, sus ojos… Todo le causaba gran admiración, intensificando sus sentimientos. Pudo recordarla fácilmente la noche del baile: su figura, impactante por la redondez de sus curvas femeninas; los dedos pequeños enfundados en los guantes, que habían reposado con delicadeza en la mano de Darcy. De una cosa estaba seguro: estar en presencia de Elizabeth era conocer la dicha en su expresión más pura, sentirse más vivo que nunca. La prueba de la profundidad de su fantasía era el hecho de que, a pesar de todas sus reservas, Darcy no había sido capaz de dejarla en Hertfordshire, sino que la había traído a su casa, a Pemberley, para que deambulara por los corredores y adornara los salones como una presencia casi tangible, siempre a su lado.

Acarició los hilos con delicadeza entre el pulgar y el índice, mientras pensaba en los otros atractivos de Elizabeth. Porque Darcy había tenido numerosas pruebas de la inteligencia que había visto reflejada en sus enigmáticos ojos, a través de un ingenio que había conquistado el suyo con firmeza y de una manera que lo había conmovido hasta la médula. La audacia con que Elizabeth se había enfrentado a cada uno de sus desafíos y los había rechazado con una agudeza, femenina en el fondo, pero libre de toda coquetería, correspondía exactamente a su idea de lo que debía ser la verdadera relación entre un hombre y una mujer. Además, ella era compasiva con aquellos a quienes amaba. Darcy había sido testigo de ello muchas veces. Aunque odiaba admitirlo, el interés que Elizabeth había mostrado por el canalla de Wickham era evidencia de que ella no albergaba ninguna pretensión, artificio o engaño. Era ella misma, tal como se presentaba ante el mundo, como se presentaba ante él. Como venía a él…

Al darse cuenta de lo que se estaba haciendo a si mismo, Darcy cerró la mano con fuerza alrededor de los hilos de seda. Elizabeth Bennet no estaba viniendo hacia él. ¿Qué diablos estaba pensando? Se levantó de la silla junto al fuego y comenzó a pasearse de un lado a otro de su habitación. En la situación de Elizabeth nada había cambiado. Su posición social, sus relaciones, la deplorable condición de su familia inmediata, todo eso seguía formando una barrera insuperable a la hora de contemplar una unión. Imaginó la reacción de sus conocidos y amigos: