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¿Los Bennet de Hertfordshire? ¿Quiénes son para que el apellido Darcy se degrade de tal forma y sus intereses sufran semejante pérdida? No pienses solamente en los intereses que no vas a adquirir a través de un matrimonio apropiado. ¿Acaso estás dispuesto a perder todo lo que tu familia ha logrado a través de varias generaciones? Aún más, ¿crees que semejante dueña de Pemberley sería bien recibida en sociedad? ¿No crees que, con el tiempo, terminarías arrepintiéndote del círculo tan reducido en el que te obligaría a moverte una esposa como ésa? ¿Y qué pasaría con los hijos de esa desafortunada alianza? ¿Con quién se casarían, con las hijas e hijos de tus arrendatarios?

Darcy se detuvo ante el fuego y observó las llamas sin pestañear. Debía poner fin a aquella locura. La fantasía por la cual se había dejado hechizar debía terminar y él tenía que concentrarse en sus obligaciones. Con seguridad debía haber una mujer de su misma posición social que fuera tan hermosa e inteligente como Elizabeth Bennet, y cuyos encantos hicieran que ella desapareciera de su mente y la desplazaran de su corazón. ¡Era hora de encontrar a esa mujer! El apellido Darcy necesitaba un heredero, Pemberley necesitaba una señora, Georgiana necesitaba una hermana mayor que la guiara, y él necesitaba… Cerró los ojos y sintió un intenso dolor en el fondo de su corazón. Necesitaba cumplir con su deber.

Abrió el puño y miró el recuerdo de Elizabeth, que resplandecía suavemente en la palma de su mano. Luego volvió a concentrar la mirada en el fuego. Él sabía que debía condenarlo al olvido y lanzarlo a las llamas. Tendió la mano hacia el fuego y los hilos quedaron colgando de sus dedos. El deber y el deseo luchaban a brazo partido dentro de su pecho. Tenía que prevalecer el deber. ¡Darcy sabía que debía ser así! Pero antes de que los hilos pudiesen resbalar, apretó la mano y se aferró de manera impulsiva a ellos, dándole la espalda al fuego. Los envolvió entre sus dedos, abrió el joyero, los guardó allí convertidos en un apretado ovillo y cerró la tapa. Luego se dirigió pausadamente hasta la mesita junto al fuego, se sirvió un poco de brandy, se lo tomó y dejó que su mente vagara hasta que se percató de la invitación de lord Sayre. Allí comenzaría a concentrarse en prestar atención a sus obligaciones. ¡Era un lugar tan bueno como cualquiera! Se sirvió otro brandy y, levantando el vaso en honor a la desconocida a la cual en aras del deber tomaría como esposa, dio un sorbo y luego arrojó el vaso a las llamas.

– ¡Señor Darcy! -La partida de cartas había terminado y Bingley, Hurst y el resto se habían acercado al refrigerio que acababan de traer los criados, lo cual le dio a la señorita Bingley la oportunidad de susurrarle de manera disimulada-: ¡Voy a visitar a la señorita Bennet el sábado! ¿Qué me aconseja usted, señor?

Darcy se llevó el oporto a los labios y bebió lentamente todo el contenido del vaso. Luego, levantándose, miró a la dama con un aire de superioridad y dijo:

– Haga con la señorita Bennet lo que mejor le parezca. No deseo volver a oír ese nombre nunca más.

Cuando James, el cochero, logró hacer que la desigual reata de caballos que se vieron obligados a alquilar en la última posada se detuviera por fin bajo el pórtico de Norwycke, Darcy ya estaba completamente agotado y comenzaba a arrepentirse de su impetuosa decisión de aceptar la invitación de Sayre para pasar unos días en el castillo. El viaje se había visto plagado de incidentes, entre otros, la rotura del eje posterior del carruaje. Los caminos cubiertos de nieve habían dificultado el trayecto, haciéndolo más largo de lo habitual; cuando el caballero llegó, ya estaban encendidas las luces del pórtico del antiguo castillo, al igual que las del enorme vestíbulo, donde Darcy esperó a que fueran a avisar a Sayre, que estaba en mitad de la cena.

– ¡Darcy, querido amigo! -gritó el anfitrión tan pronto como entró-. ¡Qué viaje tan desagradable has debido soportar! ¡Y ésta es tu primera visita a Norwycke! ¡Debes permitirme que te compense por eso!

Darcy le hizo una inclinación a su anfitrión.

– Sayre, soy yo el que debe disculparse por interrumpirte la cena y apartarte de…

– Shhh, shhh, Darcy, no digas más. ¡Dos viejos compañeros no necesitan tratarse con tanta ceremonia! Estoy seguro de que estás hambriento y la mesa está servida. Permite que un criado te muestre tus habitaciones y, por favor, baja cuando estés listo -le aseguró Sayre con una sonrisa, haciéndole señas a uno de los sirvientes.

Seguido por Fletcher, Darcy acompañó al lacayo hasta una habitación grande y lujosamente decorada, que daba a un pequeño jardín cerrado, cubierto ahora de nieve. Más allá del jardín reinaban las sombras de la noche, pero el caballero supuso que el foso que había cruzado al venir se extendería también hacia el este. Apenas tuvieron tiempo de detenerse a observar las comodidades de la habitación, cuando el sonido de los baúles contra el suelo del vestidor reclamó la atención de Fletcher. Rápidamente aparecieron jarras de agua caliente y toallas calientes, testimonio de la discreta eficiencia de su ayuda de cámara, y Darcy sintió renacer en su pecho la esperanza de estar en vías de olvidar la desazón y la inquietud de los últimos días, y poder, al fin, mirarlas con cierta perspectiva.

¡Perspectiva! repitió Darcy, sentándose para permitir que Fletcher comenzara a quitarle la incipiente barba que había aparecido después de aquella larga jornada de viaje. Buscó con los dedos inconscientemente en el bolsillo de su chaleco, pero no encontró nada. ¿Qué? Ya estaba comenzando a enderezarse, cuando se detuvo, pero no antes de que la navaja de Fletcher le pellizcara la barbilla.

– ¡Ay, señor! -gritó el ayuda de cámara con angustia, apretando rápidamente una toalla contra el corte.

– ¡Maldición! -exclamó Darcy, salpicando crema de afeitar a todas partes, cuando apartó al ayuda de cámara y tomó él mismo la toalla. Luego miró la mancha rojo brillante sobre la tela. Apretando la toalla una vez más contra su barbilla, suspiró y se desplomó otra vez en la silla-. ¡Un final perfecto para semejante día! -Durante un momento se limitó a mirar al techo, luego se dirigió a su ayuda de cámara y dijo-: ¿Se puede hacer algo, Fletcher?

El sirviente le dio un golpecito en el corte y le puso un pequeño esparadrapo, mientras estudiaba la herida con consternación.

– No es profunda, señor, y curará rápidamente, pero no puedo decir si podremos sacar el adhesivo antes de que usted baje a cenar.

Darcy hizo una mueca.

– Después de llegar tan tarde, tengo que bajar. Negarme a acompañarlos sería una afrenta para Sayre y el resto de sus invitados. -Darcy volvió a adoptar la postura adecuada para el afeitado-. Termine, Fletcher. Si el esparadrapo ha de quedarse donde está como testimonio de mi estupidez, entonces, que así sea. -El ayuda de cámara le lanzó una mirada curiosa. Agarró la taza de la crema de afeitar y la brocha, pero no dijo nada. La había llamado estupidez, y estupidez era. ¡Por supuesto que los hilos ya no estaban en su bolsillo! Reposaban en el joyero, en donde él los había guardado para tenerlos lejos. ¿Cómo es posible que hubiese permitido que se convirtieran casi en un talismán, en un endemoniado amuleto de la suerte? ¡Dios mío, no permitas que me vuelva más estúpido de lo que soy!

Perspectiva. Darcy organizó sus pensamientos y esta vez se remontó al momento en que había salido de la ciudad el día anterior y la tensión que marcó la despedida de su hermana. Desde el instante en que él había anunciado su repentina decisión de dejarla sola durante una semana para disfrutar de la compañía de gente que apenas conocían, Georgiana se sintió desconcertada. A partir de entonces y hasta el día en que se marchó, Georgiana luchó noblemente con su desilusión y le dedicó sonrisas decididas, lo cual lo hizo sentir todavía más culpable por abandonarla. Tal vez ésa había sido la razón por la cual comenzó a enumerar la lista de planes que su tía tenía para distraerla, y de que mencionara la promesa de Brougham de pasar a visitarla. En ese punto, Georgiana perdió la compostura.