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– ¿Milord Brougham? -repitió Georgiana-. ¿Por qué lord Brougham se comprometería a hacer eso? -Lo miró con una expresión que Darcy no logró entender-. Hermano, no le habrás pedido que esté pendiente de mí, ¿verdad? ¡Dime que no has hecho semejante cosa!

– No, querida, él se ofreció a hacerlo cuando le conté mis planes de aceptar la invitación de Sayre. Como sabes, él también vivió en la misma residencia y recibió la misma invitación.

En ese momento Georgiana se alejó y dijo en voz baja y contenida:

– Me sorprende que lord Brougham no asista. Ese tipo de reuniones son, según entiendo, bastante afines a su afabilidad natural.

– ¡Georgiana! -Sorprendido al oír el tono de su hermana, Darcy la reprendió-: Lord Brougham ha sido un buen amigo durante muchos años y, aunque no apruebo la manera en que vive su vida, nadie puede acusarlo de otra cosa que de desperdiciar una valiosa inteligencia. Es indigno de tu parte que lo veas con malos ojos, aún más cuando él ha accedido a proteger tus intereses.

– ¿Proteger mis intereses? -repitió Georgiana, con las mejillas encendidas por el tono de regañina de Darcy-. No entiendo a qué te refieres.

– Siendo una muchacha de buena familia, no hay razón para que entiendas -le respondió Darcy con tono tajante e irritado, producto más de su propio sentimiento de culpa que de una falta cometida por su hermana. La mirada de dolor que ella le lanzó lo hizo contenerse y reprenderse-: Georgiana, por favor, perdóname, no quise…

– ¿Él está enterado? -susurró Georgiana, al tiempo que Darcy le tomaba las manos entre las suyas.

– ¡No, no me refiero a eso!

– Entonces, ¿a qué? -Georgiana se atrevió a mirarlo, pero Darcy no supo qué responder y sólo miró con tristeza sus manos entrelazadas-. Fitzwilliam, debes decirme a qué te refieres. ¿Cómo está protegiendo mis intereses lord Brougham?

– Por razones que, según puedo deducir, tienen que ver con nuestra larga amistad -confesó Darcy con tono vacilante-, él no ha querido exponer tu «entusiasmo» ante la clase alta.

– Mi «entusiasmo» -repitió Georgiana con voz débil, retirando sus manos de las de su hermano-. Ya veo. -Se levantó del diván y se dirigió al piano-. ¿Y cómo es que lord Brougham conoce mi «entusiasmo»? ¿Acaso lo has discutido con él?

– No, nunca hemos hablado de ello. -Darcy también se levantó, pero guardó la distancia que ella parecía querer mantener entre ellos.

– Entonces, ¿cómo…?

– ¡Tu libro! ¿No recuerdas el primer día que vino? Yo pensé que lo había olvidado, pero mientras tú tocabas para nosotros, Brougham lo miró con mucha discreción. Su reacción fue bastante reveladora.

Georgiana le dio la espalda y deslizó los dedos por encima de la reluciente madera del piano, en medio de un silencio cargado de temor.

– Entonces, ¿yo te avergüenzo, hermano? -exclamó finalmente-. Lo que mi obstinada imprudencia y el engaño de Wickham no pudieron hacer, han conseguido hacerlo mis inclinaciones religiosas. Y lord Brougham conspira contigo para esconderle al mundo mis rarezas.

– No, Georgiana… No, querida, no me avergüenzo. -Darcy luchó por encontrar las palabras-. Me siento incómodo, me preocupa adónde pueda conducir esto… Oh, no lo sé -concluyó con tono de frustración, sabiendo que sus palabras no podrían reparar el daño que habían causado. Pero lo intentó de nuevo, imprimiendo a su voz toda la sinceridad que poseía-. Debes creerme cuando te digo que conozco el mundo en el cual nos movemos, y que éste no es nada tolerante con aquellos que se salen de los límites aceptados. Un día, muy pronto, tú tomarás tu lugar en ese mundo, tal como te corresponde. Y yo no estaría cumpliendo la promesa que le hice a mi padre, ni te estaría demostrando mi amor, si no hiciera todo lo posible por asegurarme de que tu deber y tu felicidad coincidan. -Al oír aquellas palabras, Georgiana suspiró profundamente y se estremeció. Darcy sintió que el corazón le dolía al verla, pero se plantó con firmeza, totalmente convencido de la certeza de sus palabras.

– Creo que te entiendo, Fitzwilliam, y debes saber que agradezco tu interés -susurró Georgiana cuando finalmente se volvió hacia él, con los ojos brillantes por las lágrimas. Entonces Darcy se le acercó, la abrazó, y le dio un beso en la frente-. ¡Pero, lord Brougham, hermano! -insistió Georgiana, apoyada con el pecho de su hermano-. Es un hombre tan frívolo y su conversación no es más que un cúmulo de elaboradas naderías.

– Así es, y sin embargo, a veces eso sólo es una apariencia -le advirtió Darcy-. Dy es mucho más que lo que la sociedad conoce y he descubierto que, escondidas entre esas «naderías», con frecuencia hay «cosas» valiosas. -Le acarició la barbilla-. No lo subestimes, querida. Como mínimo, su aprobación te abrirá puertas que tal vez algún día quieras cruzar. -Georgiana no pudo esconder la duda que le causó la última afirmación de Darcy, pero no dijo nada más.

Mientras Fletcher borraba con hábiles y suaves movimientos de brocha y navaja la sombra de barba que había aparecido durante el día, Darcy volvió a pensar en las lágrimas de su hermana. Georgiana lo había acusado de sentirse avergonzado por su causa y esa acusación lo había acechado durante todo el trayecto, lo mismo que las razones que le habían impulsado a emprender ese viaje. Porque, a pesar de lo que le había dicho a la señorita Bingley y de la promesa que se había hecho a sí mismo y que había sellado con brandy, el rostro de Elizabeth Bennet y su voz seguían presentes en sus pensamientos. Darcy se había desprendido del marcador de páginas como un primer paso en el proceso de restablecer el orden de su vida, pero todavía lo buscaba en momentos de distracción, tal como acababa de suceder. Desde la noche en que había decidido buscar esposa, se había consolado con el pensamiento, perfectamente razonable y lógico, de que su incapacidad para alejar de su mente a Elizabeth Bennet sólo se debía a que todavía no había encontrado a la mujer apropiada. Cuando lo hiciera, la otra se desvanecería, o tal vez sería eclipsada por completo. Pero, tal como había expresado Shakespeare a través de las astutas palabras del viejo rey Juan, ése había sido un «tibio consuelo». Para un hombre que siempre se había preciado de su capacidad de autocontrol, esta debilidad de la voluntad, esta falta de control sobre sus propias facultades parecía un tormento enviado directamente desde el infierno.

Para acabar de menoscabar su seguridad, la mirada de preocupación de Georgiana se había sumado ahora a la mirada pensativa de Elizabeth. ¡Claro que tenía razón en su apreciación! Cuando Fletcher terminó, le pasó una toalla limpia y caliente. Darcy la apretó contra su cara y se quitó lentamente los restos de crema de afeitar, reflexionando sobre una idea. Se levantó de la silla, se quitó el chaleco y la camisa y fue hasta el aguamanil lleno de agua caliente para completar su aseo. ¿Acaso Georgiana era capaz de ver en su corazón con más claridad que él mismo? ¿Tal vez su incomodidad con la devoción de su hermana se debía más a las consecuencias sociales que ésta podía acarrear que a sus propias e inquietantes dudas sobre el hecho de que esa devoción estuviese ingenuamente mal enfocada?

Formó un cuenco con las manos e, inclinándose sobre el aguamanil, se echó agua en la cara y el pecho. El golpe del agua caliente fue estimulante, al igual que la vigorosa aplicación de la toalla que Fletcher le dejó a mano. ¡Había estado pensando demasiado y eso era claramente peligroso! Lo que su mente y su cuerpo necesitaban era acción, actividad, no esas reflexiones interminables, que giraban siempre sobre sí mismas. Había venido a encontrar una buena esposa, o al menos a iniciar seriamente la búsqueda de una, y a divertirse. ¡Así que, a ello!