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Una risa discreta e íntima, que procedía de la dama sentada a su lado, volvió a atraer la atención de Darcy a la presencia en el grupo de lady Felicia. La prometida de su primo. Ciertamente era una mujer hermosa, y Darcy sabía que poseía todos los talentos que se esperaban de una dama. Esa noche le había demostrado que también poseía una naturaleza compasiva. ¿Acaso Darcy había renunciado demasiado prematuramente a cortejarla? Tal vez se había equivocado al creer que ella requería, la admiración de múltiples pretendientes. Algo que alcanzó a ver con el rabillo del ojo llamó su atención y al bajar la mirada encontró que el fleco del delicado chal de gasa de lady Felicia había caído sobre la manga de su chaqueta y ahora estaba enredado en el botón de su puño. Ella no parecía haberlo notado. Darcy levantó la mano y desenredó con suavidad los delicados hilos, pero no alcanzó a terminar antes de que ella lo descubriera. Lady Felicia buscó los ojos de Darcy y el significado de su silenciosa expresión fue evidente para él.

Darcy retiró la mano del fleco, dejando que el chal cayera entre ellos como un velo, mientras lady Felicia le daba las gracias en voz baja. Una serie de conversaciones se desarrollaban alrededor de él, pero su atención parecía concentrarse en lo que acababa de ocurrir. Tomó su copa y le dio un sorbo generoso, fingiendo escuchar a los demás. Él no era ningún corderito ingenuo; Darcy comprendió perfectamente lo que lady Felicia quería decirle. Ella, la mismísima prometida de su primo, lo había invitado a embarcarse en un flirteo amoroso.

Esas relaciones eran comunes en la alta sociedad y todos los que participaban en ellas, así como sus fachas, las valoraban por las ventajas políticas y sociales que conllevaban. Una vez dicho eso, en la práctica, el flirteo amoroso era el refugio de aquellos que deseaban evitar las intrigas del mercado del matrimonio y el alivio de aquellos que habían sucumbido a sus tediosos resultados. Las reglas del flirteo eran extremadamente precisas y todo el mundo reconocía abiertamente sus límites; pero, como toda arma de doble filo, aquel juego también contemplaba el ofrecimiento de incentivos para sobrepasar esos límites.

La primera experiencia de Darcy en ese campo tuvo lugar al comienzo de su segundo año en la universidad. Poco después de cumplir los diecinueve años, el padre de Darcy lo hizo venir a Erewile House desde Cambridge, debido a los rumores acerca de cierta dama que se había interesado por él. Aunque se conocían hacía muy poco y su relación no había progresado hasta el punto de un flirteo reconocido (con franqueza, hasta ese momento, Darcy no había entendido qué era lo que la dama buscaba), la imprudencia de estar en compañía de ella le fue expuesta por su padre con toda claridad. Después de la advertencia de su progenitor y aliviado al saber que no había pasado a formar parte de las filas de inmaduros amantes que eran la presa preferida de la dama, Darcy regresó a Cambridge sabiendo un poco más sobre el mundo y, en consecuencia, más prevenido contra la parte femenina de él.

Desde luego, la invitación de aquella ávida dama no fue la única que Darcy tuvo que soportar. Su fortuna, su posición social y su figura llamaron la atención desde el comienzo y, al principio, fue difícil ser el objeto de tanta admiración femenina. Pero el modelo que Darcy había adoptado desde que se sentaba en las rodillas de su padre, el recuerdo del amoroso y respetuoso ejemplo de sus padres y su propia inteligencia natural habían logrado, en general, controlar las pasiones de la juventud. Ah, claro que Darcy había experimentado el deseo y el enamoramiento varias veces. Pero una vez que pasaba la primera oleada de sentimiento, el objeto de su interés perdía importancia invariablemente, después de hacer un cuidadoso examen de su estructura mental y la corrección de su conducta, o de explorar las profundidades de la dama en el impredecible mar de la bondad femenina. Luego estaban, además, las fortunas que se esperaba que su dinero reparara, las reputaciones que su posición debía crear o restaurar y la influencia que su apellido debía conceder. Todas estas expectativas, y muchas otras, yacían delicadamente encubiertas bajo el movimiento de un abanico, la exhibición de un tobillo o la profundidad de un escote. Para Darcy se había vuelto desagradable, y más tarde insultante, el hecho de saber que él mismo, su personalidad, era lo que menos les interesaba a las damas.

En ese momento de desilusión con la vida, Dyfed Brougham se cruzó en su camino. Siendo ya conde al entrar en la universidad, Dy había experimentado las mismas insatisfacciones con las mujeres elegibles de su círculo y un día fue a parar a la taberna en la que estaba Darcy, para expresar su decepción emborrachándose como una cuba. Consciente de ser el único estudiante que estaba en la taberna en ese momento, Darcy levantó la vista de su vaso de cerveza cuando el camarero le trajo un vaso y una botella enviados por un muchacho que luego se desplomó en el asiento de enfrente y se presentó con cinismo como el «joven y rico conde». Aunque no se puede decir que se emborracharan, sí lograron animarse mutuamente a través del descubrimiento de una gran afinidad mental, y cuando salieron del local no sólo se iban apoyando físicamente para regresar tambaleándose a sus dormitorios, sino de una forma más profunda. Desde ese día, acordaron entre ellos que la lucha por los encantos femeninos era menos importante que la competencia académica que acababan de comenzar.

Más tarde, después de la muerte de su padre, Darcy tuvo que asumir la responsabilidad de encargarse de Pemberley y cuidar a Georgiana, lo que significó el fin de la pequeña incursión en la alta sociedad que había iniciado al regresar de la universidad. Hacía dos años que había hecho un esfuerzo consciente por volver, pero encontró que las cosas no habían cambiado mucho. Las caras eran distintas, pero todo lo demás era exactamente igual a como siempre había sido. Tal vez incluso peor, debido a que la guerra en el continente se había llevado a muchos jóvenes de la alta sociedad, lo que había provocado una competencia cada vez más desesperada entre las damas. De nuevo, Darcy se sintió decepcionado. Hasta que…

Miró de reojo a la mujer que tenía a su lado. Lady Felicia era el epítome de lo que se consideraba perfecto entre las damas de su posición social. Se había comprometido con su primo y estaba destinada a convertirse en una de las mujeres más influyentes de su mundo. Lo tenía todo a su alcance, si es que no lo poseía ya. ¡Sin embargo, eso no significaba nada! ¡El honor -ni el de ella, ni el de Darcy ni el de su primo- entraban en consideración! La dama deseaba flirtear con él. ¿Con él en concreto o le serviría cualquier hombre de la mesa? Darcy miró al resto de los invitados. Si él no mordía el anzuelo, ¿se atrevería ella a alentar a alguien más? Recordó la inquietud de Alex después del anuncio de su compromiso y la inexplicable rabia que le produjo la broma de su hermano Richard. Se preguntó entonces si habría encontrado por casualidad la explicación del extraño comportamiento de su primo. Y más aún, si debería guardar silencio mientras la dama ponía en ridículo a su primo.

El dilema que le planteaba aquella situación hizo que el resto de la cena le pareciera insípida, pero como su cuerpo necesitaba alimentarse, Darcy degustó un plato tras otro. Después de la cena, los caballeros fueron invitados a pasar al salón de armas de Sayre para tomarse un brandy y fumar, mientras que lady Sayre sugirió que las damas se retiraran al ambiente más femenino de un salón que estaba en otras dependencias del castillo, en el piso superior. Con un revuelo de abanicos y chales, las damas se levantaron e hicieron su reverencia ante los caballeros. Éstos se inclinaron a su vez, y Sayre les prometió que no las harían esperar mucho.