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– Porque -dijo, al oír que la puerta se cerraba detrás de ellas- espero enviarlas a la cama tan pronto como sea posible, para que nosotros podamos comentar a divertirnos de verdad. -El comentario de lord Sayre fue captado inmediatamente por todos, y Darcy no fue la excepción. En la universidad, Sayre era un jugador empedernido y su inclinación por los juegos de cartas era considerada casi una adicción. Según parecía, los años que habían transcurrido desde entonces no habían saciado su gusto por los juegos de azar. Aquélla sería una larga noche.

El salón de armas era, en efecto, el antiguo arsenal del castillo, que había sido adaptado para exhibir la colección de armas de su dueño, desde picas, pasando por espadas y sables, hasta armas de fuego, en medio de una atmósfera marcada por una decoración que se ajustaba estrictamente a la idea masculina de la comodidad. Los criados que los estaban esperando trajeron el brandy y el whisky, así como una selección de puros y cigarros. Darcy rechazó el tabaco y consideró durante un instante el brandy, pero luego lo reemplazó por un pequeño vaso de oporto. Si iban a jugar, deseaba tener pleno dominio de sus facultades. El juego de esa noche podía comenzar de manera cordial, pero pronto adquiriría un carácter más agresivo. Las bebidas fuertes y el tabaco podían ser una peligrosa distracción.

– Darcy, ¿ya has visto los sables? -le preguntó Monmouth, llamando su atención hacia una pared dedicada al arte de los artesanos de espadas. Era una colección impresionante. Las elegantes armas y sus espléndidas empuñaduras brillaban a la luz de las velas, y prácticamente parecían suplicar que las sacaran de la vitrina para evaluar su contrapeso y probar su peligrosidad. Darcy pasó el dedo por una espada particularmente hermosa que procedía de España, creada por uno de los fabricantes más famosos, cuyo nombre era casi una leyenda-. Una belleza, ¿no es cierto? -comentó Monmouth, soltando una carcajada-. Yo estaba presente cuando Sayre se la ganó al joven Vasingstoke. Su abuelo, el antiguo barón, trató de recuperarla, pero Sayre no quiso desprenderse de ella. Eso le costó a Vasingstoke un mes desterrado al campo, según recuerdo. -Darcy dejó escapar un silbido. La colección del barón era legendaria, pero aun así, aquélla debía ser una valiosa pieza.

– Te gusta ese sable, ¿verdad? -Sayre se acercó a ellos con evidente orgullo. Al ver el gesto de asentimiento de Darcy, señaló el arma-. ¡Tómalo! Dime qué opinas. -Casi sin poder creérselo, Darcy alzó la mano y lo sacó con cuidado de su lugar en la vitrina. La empuñadura pareció deslizarse en su mano, y sus dedos se cerraron sobre ella con un ajuste perfecto, mientras que las bandas plateadas de la guarnición parecían acentuar la belleza letal del arma. Lo levantó con reverencia, flexionando los músculos y tendones de la mano y el antebrazo, y lo inclinó lentamente hacia delante, observando cómo jugaba la luz de las velas sobre el filo y probando su exquisita elasticidad.

– Vamos, Darcy -lo instó Trenholme, mientras los demás se congregaban a su alrededor-. ¡Muéstranos lo que se puede hacer con esa belleza! Mi hermano nunca fue buen espadachín. Me gustaría verlo como se supone que debe ser, ¡en acción!

Sonriendo ante semejante expectativa, Darcy ejecutó unos movimientos sencillos. La espada flotó y luego cortó el aire, mientras los lances tradicionales hicieron que el arma sonara de una forma particular. Perfecto, pensó Darcy, o tan cercano a la perfección como puede ser cualquier cosa elaborada por la mano del hombre.

– ¡Demasiado tímido! -se burló Manning.

– ¡Muéstranos algo más que ejercicios de principiante, Darcy! -gritó Poole.

Darcy suspendió el ejercicio, puso el sable sobre una mesa con suavidad y comenzó a desabrocharse la chaqueta. Con una sonrisa pícara, Monmouth se le acercó por detrás y le ayudó a sacársela. Después de liberar un brazo, se quitó la otra manga y arrojó la prenda sobre una silla, recuperando el sable. Se adaptó a su mano tan suavemente como antes y se dio cuenta de que jamás había soñado con la perfección de su equilibrio. Se alejó del grupo y comenzó a blandir el arma en arcos cada vez más amplios, para estirar los músculos de la espalda y la parte superior de los brazos.

– Debería tener un contrincante -observó Chelmsford, pero nadie hizo ademán de ofrecer sus servicios. En lugar de eso, el silencio invadió el salón, mientras los caballeros esperaban con ansiedad el primer movimiento. Darcy respiró profundamente varias veces para serenarse, mientras repasaba los pasos del ejercicio que se había inventado recientemente para practicar. Hacía más de una semana…

Comenzó lentamente con movimientos clásicos que le ayudaron a calentar los músculos y fueron acelerando el ritmo de su corazón. Luego el ritmo y la complejidad de las fintas fue aumentando, hasta que la espada se convirtió sólo en una confusa sombra, mientras él avanzaba y retrocedía en su combate con un enemigo invisible. El arma respondía a sus más mínimos deseos, convirtiéndose en una extensión de su cuerpo. Darcy se exigió un poco más.

Gritos de «¡Bien hecho!» y «¡Buena exhibición!» fueron invadiendo lentamente su concentración. Era hora de terminar. Tras avanzar hacia su anfitrión, Darcy disminuyó la marcha, y haciendo una espléndida maniobra, lanzó el sable al aire. Lo agarró, se lo puso sobre el brazo doblado y le ofreció la empuñadura a Sayre, que lo miraba con ojos desorbitados. Lord Sayre tomó el arma después de hacer una inclinación, mientras el resto de los asistentes palmeaban a Darcy en la espalda y las exclamaciones de admiración resonaban contra los arcos de piedra del viejo arsenal.

– ¡Demonios, Darcy! -exclamó Sayre, mirándolo con ojos sorprendidos-. Pensé que estos siete años habrían disminuido la velocidad de tu brazo. Desde luego, con semejante espada… -Dejó la frase sin terminar. Darcy volvió a ponerse la chaqueta y comenzó a abrochársela.

– Termina lo que ibas a decir, Sayre. «Con semejante espada…», ¿qué? -insistió Monmouth.

– Es sólo una idea. -Sayre no iba a permitir que lo apresuraran-. Tal vez te gustaría tener la oportunidad de adquirir el arma, ¿no es cierto, Darcy?

La pregunta disparó las sospechas de Darcy, así que contestó con indiferencia.

– ¿Me la estás ofreciendo en venta, Sayre?

– ¡Oh, no! ¡No en venta, Darcy! -Su anfitrión lo miró con malicia-. ¡Si quieres tener la espada, debes ganármela!

Los caballeros entraron en el salón de lady Sayre atraídos por el sonido de un dueto musical. Al ser el último en entrar, Darcy se detuvo en el umbral, porque la escena que tenía ante sus ojos había sido cuidadosamente planeada. Lady Felicia estaba sentada al piano, con la señorita Avery a su lado para pasar las páginas, mientras la señorita Farnsworth estaba detrás de ellas, acariciando con el arco las cuerdas de un violín. La música era dulcemente melancólica, un lamento popular, y con las intérpretes agrupadas con tanto encanto, resultaba ideal para deleitar los sentidos.

Era una imagen deliciosa, admitió Darcy mientras buscaba una silla. A pesar de ser un veterano en las campañas de salón, no era inmune a la belleza y la elegancia; y las damas presentes poseían ambas cualidades de sobra. Todas eran mujeres bien parecidas. Lady Chelmsford, la mayor, todavía era atractiva; y su hermana, lady Beatrice, parecía más bien la hermana mayor de la señorita Farnsworth y no su madre. Lady Sayre había sido declarada una «belleza» durante su primera temporada por los miembros de la alta sociedad que todavía tenían entrada en Almack y se le atribuía el hecho de poner de moda el pelo rojo. A pesar de que habían transcurrido seis años desde su triunfo y su matrimonio, sus oscuros ojos, su esbelta figura y aquellos labios gordezuelos y coquetos todavía eran más que capaces de producir estremecimientos en un hombre.

Darcy dirigió su atención a las damas más jóvenes. La señorita Avery, la hermana más joven de lady Sayre, era una copia de ella, pero en otro tono. También poseía el cabello Avery, pero imitaba a su hermano en el hecho de ver el mundo a través de unos ojos verdes como los campos. Pero la diferencia más obvia estaba en su manera de ser. Mientras que sus hermanos miraban el mundo con seguridad y complacencia, la señorita Avery lo hacía con tal timidez que uno podía pensar que no estaba muy segura de ser bienvenida. Esa inseguridad se veía exacerbada por la impaciencia que despertaba en su hermano y una desafortunada tendencia a tartamudear. Darcy notó que era una muchacha muy joven e impresionable. Estaba tan agradecida con lady Felicia por su intervención durante la cena que ya parecía adorarla y no podía despegar los ojos de ella.