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En contraste, la señorita Farnsworth era una espléndida belleza, moldeada dentro de los patrones clásicos. Alta como su madre, se movía con una seguridad que daba testimonio de su reputación de ser una excelente amazona y cazadora. Una verdadera Diana, la señorita Farnsworth parecía como si acabara de salir de los bosques y los campos del Olimpo. En eso era un complemento perfecto para su prima. La celebrada belleza de lady Felicia era el resultado de la combinación entre la flor y nata inglesas y los ancestros noruegos. A la luz del sol o los candelabros, no importaba, su cabello tenía un magnífico aspecto dorado y sus ojos brillaban con el más claro tono azul. Cuando Darcy se concentró en la interpretación del piano, recordó lo encantado que se había sentido cuando habían sido presentados, hacía casi un año, y su posterior retiro de la corte de pretendientes, varios meses después. Lady Felicia era hermosa, de eso no cabía duda. Su gusto y su aire refinado eran exquisitos. Ella era la consorte perfecta para un hombre distinguido. Pero Darcy había renunciado a su lugar en la fila; ahora era la prometida de su primo, y aunque todavía podía reaccionar ante su belleza, Darcy se dio cuenta, de repente, que no lamentaba haberse apartado. Él quería una esposa y una señora para Pemberley, no una consorte, y en especial no una en la que no pudiera confiar cuando estaba fuera de su vista.

Lady Sylvanie era la única de las jóvenes que no estaba encantadoramente agrupada con las otras para la contemplación de los caballeros. Después de revisar rápidamente el salón, Darcy la encontró en un rincón, medio escondida detrás Trenholme, que le daba la espalda al salón. Era obvio que entre ellos se desarrollaba una acalorada discusión, pues Darcy reconoció enseguida los signos de un hombre al que le han tendido una trampa. Beverley Trenholme nunca se había distinguido por manejar sus emociones de manera estoica. Ahora se balanceaba hacia delante y hacia atrás, como cuando estaba agitado, pero Darcy no podía culparlo, porque el vaivén le permitía ver intermitentemente a la dama. Mientras observaba el frío desprecio con que lady Sylvanie parecía escuchar las palabras de su hermanastro, Darcy recordó la primera impresión que había tenido al verla. Había pensado que era como una princesa de las hadas. Tenía el pelo negro, recogido en una trenza que le rodeaba la cabeza como una corona, aunque unos cuantos mechones oscuros se habían soltado y ahora jugueteaban delicadamente sobre su rostro etéreo. Sus ojos color gris humo miraban a través de Trenholme como si él no estuviera frente a ella, empeñado en demostrar su punto de vista. La mirada de la dama parecía fija en otra parte, más allá de su hermano o dentro de sí misma, Darcy no estaba seguro. Concluyó que no se trataba de un hada infantil, sino de las pertenecientes a esa clase de hadas temibles y más tradicionales, a las que los hombres deben tratar con precaución.

Consciente de que no debía ser testigo de una riña familiar, decidió desviar la mirada, pero en ese momento los ojos de lady Sylvanie se cruzaron con los suyos. Una lenta sonrisa se dibujó en los labios de la dama. Al ver el cambio en la expresión de su hermana, Trenholme dio media vuelta y la expresión de enfado de sus rasgos fue reemplazada por una sonrisa de incomodidad, al ver la cara de sorpresa de Darcy. Mirando por encima del hombro, Trenholme dijo algo que hizo que ella se riera, antes de abandonarla bruscamente justo donde estaba. Lady Sylvanie entrecerró una vez más los ojos, avanzó hacia un asiento que estaba junto a lady Chelmsford y, sin mirar más a Darcy, pareció concentrar toda su atención en el dueto.

Las últimas notas de la pieza se dispersaron finalmente por el salón y fueron recibidas con un entusiasta aplauso por parte de los caballeros y las damas por igual. Darcy se sumó al aplauso, pero el implacable recuerdo de la presentación de otra dama frente al piano moderó su reacción. Mientras las dos intérpretes agradecían la admiración de su audiencia, Darcy no pudo evitar comparar sus exageradas reverencias con la sencilla inclinación de Elizabeth Bennet, que había agradecido el aprecio de sus oyentes con tan dulce sinceridad. La interpretación de Elizabeth no había sido mejor en su ejecución, admitió Darcy, pero su expresión musical había despertado en él una profunda respuesta, que la de lady Felicia no había alcanzado a evocar. Darcy cerró los ojos, dejándose atravesar por aquel placentero recuerdo.

Una súbita cascada de risa femenina le hizo abrir los ojos rápidamente, sintiendo una oleada de calor que le subía por el cuello. ¿Acaso alguien había notado su desliz hacia la ensoñación? No, lo que había causado la risa había sido un comentario de Poole. Darcy volvió a cerrar los ojos y esta vez se llevó los dedos a las sienes para masajearlas. ¿Es que no había nada que no se la recordara, o simplemente había perdido por completo la razón? ¡Estás aquí para encontrar un antídoto para sus encantos, no para fortalecerlos, hombre! Levantó la vista hacia el grupo de mujeres que tenía frente a él. ¿Acaso la mujer que podía curarlo se encontraba entre ellas? Suspiró suavemente, sintiendo otra vez los efectos del viaje. Tal vez sólo necesitaba descansar y un poco de tiempo para conocerlas. Quizás, en ese momento, ella asumiría gentilmente la apariencia de una de las damas presentes. Sólo podía esperar que así fuera.

– Un delicioso regalo -dijo lord Sayre, felicitando a sus invitadas-, tan delicioso como cualquier concierto que yo, o estas paredes, hayamos tenido el privilegio de escuchar, estoy seguro. ¿No estás de acuerdo, Bev? -Se dirigió a su hermano, que ya no mostraba ninguna señal de su inquietante entrevista con lady Sylvanie.

– ¡Un privilegio, en efecto! -comentó Trenholme, ofreciendo su brazo a la señorita Farnsworth, mientras su hermano hacía lo propio con lady Felicia, acompañándolas hasta el diván.

– Entonces, ¿servimos ya el té? -Sayre miró a su mujer-. ¿Milady?

– Sí, Sayre, ya te entiendo -respondió lady Sayre, dejando escapar un delicado resoplido-, y te prometo no sugerir que escuchemos más música por esta noche. -Enarcó una ceja y les hizo una seña a los criados-. Beban su té, señoras, que los caballeros tienen sus propios planes para esta noche. -Luego se oyeron susurros de decepción que provenían del grupo de las damas y que fueron respondidos con elaboradas disculpas por parte de los caballeros. Darcy aceptó su té y los bizcochos en silencio, con la esperanza de que la pequeña rebelión de lady Sayre contra los planes de su esposo para pasar la noche jugando ganara alguna influencia. La idea de una noche de apuestas altas y juego temerario le resultaba espantosa.

– Milady. -La voz de Sayre se alzó por encima de las de los demás-. ¿Puedo sugerir que las damas aprovechéis la separación de esta noche para planear las actividades de mañana? Prometo que estaremos a vuestras órdenes, sea lo que sea que decidáis. ¿No es así, caballeros? -La oferta fue secundada con entusiasmo por los hombres y aceptada con seriedad por las damas.

– Entonces no permitas que sea una noche muy larga -replicó su esposa, haciendo una mueca de satisfacción-, o vuestra promesa valdrá muy poco por la mañana, querido.

Sayre permitió a los caballeros suficiente tiempo para hacerles justicia a los dulces, antes de excusarlos a todos de la compañía de las damas para llevarlos al ambiente más vigorizante de su biblioteca. Mientras se preparaba mentalmente para las batallas que le esperaban, Darcy se levantó con los demás e hizo una reverencia. Las damas les desearon buena suerte con dulces sonrisas cargadas de impotencia.