Выбрать главу

– Bonne chance, papá. -Lady Felicia cruzó rápidamente el salón hacia Chelmsford, que estaba junto a Darcy, y le estampó un beso en la mejilla. Fue una bonita imagen, pero debido a lo cerca que se encontraba, Darcy pudo ver la reacción inicial de sorpresa de Chelmsford, que enmascaró después con unas palmaditas en el hombro de su hija. Lady Felicia se apartó un poco para evitar el gesto de su padre, mientras que los otros caballeros susurraban exclamaciones de aprobación por ese despliegue de afecto. Darcy observó en silencio, totalmente perplejo.

– Esa es una ventaja muy injusta, Chelmsford -rugió Monmouth, bromeando detrás de él-. Yo no tengo ninguna rubia hermosa que me desee suerte de esa manera. -Chelmsford se rió con los demás, pero arrugó un poco el entrecejo cuando su hija se levantó de su reverencia.

Lady Felicia le sonrió a Monmouth con condescendencia.

– Milord, es verdad que no tiene usted una «rubia» hermosa, pero si se apresura, es posible que pronto pueda reclamar el favor de una dama de pelo oscuro.

– ¡Cuidado, Monmouth! -rezongó Manning por encima del coro de bromas de los caballeros por la imprudencia del vizconde-. No hay que tomarse esas palabras a la ligera, hay que estar alerta.

– Sí, tenga cuidado, milord, como lo tendré yo. -Lady Felicia se volvió hacia Darcy y lo retuvo unos instantes, mientras el resto de los caballeros se marchaban.

– ¿Milady? -preguntó él con cortesía, aunque el vello de la nuca se le erizó por la mirada que ella le lanzó. Sus ojos azules como el cielo lo atraparon desde el fondo de unas hermosas pestañas, al tiempo que la mano de la dama se apoyaba en su brazo.

– Como ya casi somos de la familia, señor Darcy, permítame desearle buena suerte a usted también. -La incredulidad de Darcy ante la audacia de la dama debió de resultar palpable, o tal vez ella sintió cómo le temblaba el brazo, porque lady Felicia enarcó una ceja y sonrió-. Pero tal vez usted no necesita que le desee suerte -murmuró, aproximándose más a él- y conoce bien su camino.

Un segundo después lady Felicia había desaparecido, para reunirse con las otras mujeres, pero la sensación de calidez de su mano y de la mirada que le había lanzado permaneció con Darcy. Luego dio media vuelta y abandonó el salón, pero se sentía tan aturdido que no pudo avanzar. No había esperanza de error o posibilidad de negarlo; lady Felicia había dejado muy claro que lo único que deseaba de él no era un flirteo amoroso. ¡Por Dios, pobre Alex! La idea lo dejó paralizado. Por eso no le resultó sorprendente que su primo hubiese estado a punto de liarse a puñetazos cuando Richard había lanzado aquella broma. ¡Alex lo sabía! ¿Acaso conocía la «propensión» de su prometida antes de proponerle matrimonio? ¡Seguramente no! Darcy apretó los labios mientras miraba hacia atrás por el corredor. ¿Cómo era posible que sus tíos se hubiesen dejado engañar de esa manera? Entrecerró los ojos. A todos los demás talentos de lady Felicia, había que añadir entonces el de ser una actriz consumada.

– ¡Darcy! -Monmouth dobló la esquina de repente, en sentido contrario-. ¿Vienes, mi buen amigo? Ya te he reservado una silla. -Su antiguo compañero de cuarto se detuvo y lo miró con atención-. ¿Pasa algo? ¡Por Dios, tienes una cara!

Darcy miró a su compañero con contrariedad.

– N-no, Tris. Sólo ha sido un día muy largo.

– Ah, bueno. Claro, me refiero a que me alegra que no te pase nada malo. -Monmouth le dio unas palmaditas en el hombro-. Entonces, vamos. Será como en los viejos tiempos: tú y yo contra todos los demás ¿no es cierto? Aunque creo recordar que tú pasabas mucho tiempo con ese otro muchacho después de nuestro primer año. ¿Quién era? El que ganó todos los premios cuando nos graduamos.

– Brougham -contestó Darcy, mientras los recuerdos suavizaban su expresión.

– Ah, sí… ¡Brougham! Conde de Westmarch, ¿no es cierto? ¿Qué fue de él?

– Ah, todavía anda por ahí. Por lo general, se codea con el grupo de los Melbourne, pero nos vemos de vez en cuando. -En ese momento llegaron a la biblioteca y otro criado lujosamente ataviado les abrió la puerta.

– ¡El grupo de los Melbourne! -silbó Monmouth-. Con razón no me sorprende que nunca lo haya visto. Mi padre me desheredaría si alguna vez me atreviera a…

– ¡Monmouth, Darcy! -tronó la voz de Sayre alrededor de ellos-. ¡Daos prisa!

Darcy miró a su alrededor al entrar al salón, con más curiosidad por ver la biblioteca de Sayre que las mesas de cartas. Asombrado, miró a un lado y a otro de la estancia.

– Pensé que era tu biblioteca, Sayre.

– Y lo es, viejo amigo. -Sayre levantó fugazmente la vista de las cartas que estaba barajando.

– Entonces, ¿dónde están los libros? -Darcy señaló las estanterías vacías.

– ¡Los vendí! -contestó lord Sayre-. Y obtuve una buena suma por ellos. ¿Quién habría pensado que alguien los querría lo suficiente como para pagar por ellos? -Soltó una carcajada-. Mejor tener el efectivo en mi bolsillo que todas esas rancias antigüedades que no me servían para nada en las estanterías.

– ¡Los vendiste! Sayre, ¿acaso no había unos manuscritos muy antiguos entre la colección? -Darcy miró con asombro a lord Sayre.

– Es posible… es probable. Traje a un tipo para que los tasara y fue lo suficientemente tonto como para dejarme ver su entusiasmo con lo que había encontrado. Le saqué mil más. -Sayre comenzó a disponer las cartas-. ¿Comenzamos, caballeros?

La última carta se jugó a las tres de la mañana y Darcy salió contento por haber sido capaz de mantener su juego, a pesar de lo cansado que estaba, y haber terminado con una ganancia de veinte guineas. Aunque no había jugado tan bien como solía hacerlo, confesó mientras bostezaba y arrojaba las monedas de oro sobre la cómoda.

– ¡Mmm! -resopló Fletcher, ayudándole a quitarse el traje-. ¡Un juego mejor del que lord Sayre esperaba, sin duda! Si me disculpa usted, señor -añadió rápidamente, antes de ir hasta el aguamanil para echar el agua caliente de la jarra.

– No, continúe, Fletcher -lo animó Darcy, tratando de contener otro bostezo-. Ya ha tenido usted toda una noche y espero que se haya formado algunas opiniones.

El ayuda de cámara volvió a colocar la jarra con cuidado, antes de girarse hacia su patrón.

– A lord Sayre le habría convenido prestar atención a los consejos del viejo Polonio, señor. Pues los hábitos de su señoría no sólo han embotado «el filo de la economía» sino que son una amenaza para todo su patrimonio.

Darcy asintió con la cabeza con gesto reflexivo.

– Hinchcliffe me dijo lo mismo antes de que saliéramos de Londres, y hoy he visto evidencias de eso con mis propios ojos. ¡Ha vendido toda su biblioteca, Fletcher!

– ¿Su biblioteca, señor? -En el rostro del sirviente se vio reflejada una expresión de sorpresa moderada-. Eso tiene sentido. ¿Ha visto usted ya la galería, señor Darcy? Todos los marcos dorados han sido retirados, vendidos, según he podido comprobar, y han sido reemplazados por marcos de madera pintada.

– No es oro todo lo que reluce -pensó Darcy en voz alta, paseándose por la habitación. Al llegar a la ventana, se inclinó contra el marco y se quedó mirando la noche iluminada por la luz de la luna-. También vi su colección de armas y es realmente impresionante. Me atrevería a decir que está intacta.

– Sí, eso es cierto, pero según mis informaciones, es la única parte de las propiedades de lord Sayre, ya sea aquí o en Londres, que no ha sufrido saqueos.

– Mmm. -Darcy reflexionó sobre la información de Fletcher-. Sin embargo esta noche sacó una de sus espadas más valiosas y la jugó a las cartas. La cantidad que perdió no llegó hasta ese punto, pero… ¿Cómo? ¿Qué es eso? -Darcy se enderezó y aguzó la vista tratando de ver en la oscuridad.