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– ¡Señor Darcy! -La lámpara descendió un poco y fue colocada sobre una mesa del corredor-. ¡Perdón, señor! Oí un ruido y como la biblioteca estaba a oscuras, no podía saber qué era. -Cuando sus ojos se acostumbraron por fin a la luz, el caballero pudo distinguir la figura de su mayordomo en el umbral, con uno de los lacayos más corpulentos detrás, armado con un leño de la chimenea-. Con todo ese asunto de Wapping, señor. Todas esas pobres almas asesinadas en sus lechos.

Darcy miró a su empleado con suspicacia.

– Está bien, Witcher. Es comprensible, supongo, ¡pero nosotros estamos bastante lejos de Wapping!

– Sí, señor. -Witcher bajó la cabeza-. Supongo que es la neblina, señor. Todo el mundo se pone nervioso cuando no puede ver lo que tiene a su alrededor. Es el tiempo ideal para cometer un crimen. -Le hizo una seña al lacayo para que volviera a su puesto y luego le hizo una reverencia a su patrón-. Discúlpeme otra vez, señor. ¿Quiere que le deje esta lámpara?

– No, puede llevársela. Buenas noches, Witcher.

– Lo mismo le deseo, señor Darcy. -El caballero esperó hasta que el viejo criado bajara las escaleras hasta el piso de la servidumbre, antes de comenzar a subir hacia su alcoba. El sueño sería la única manera de escapar a la penetrante incertidumbre que lo acechaba ese día.

– «Dormir», pero no «soñar», por favor, Dios mío -murmuró.

2

La mano de la providencia

Darcy se recostó contra los cojines verde oscuro de su carruaje, mientras dejaba atrás el peaje de Hampstead, desapareciendo de su vista entre la penumbra de la madrugada. Se desabrochó el abrigo sólo lo suficiente para poder meter la mano en el bolsillo del chaleco y sacar el reloj, que sostuvo a la luz del incipiente día. Eran las siete y cuarto, lo cual significaba que habían tardado menos de una hora en recorrer las calles de la ciudad y cruzar el peaje. Ahora los caballos tenían ante ellos un camino ancho y despejado. El látigo de su cochero resonaba en medio del amanecer, asegurándole a Darcy que James era muy consciente no sólo de las excelentes condiciones de viaje sino de la impaciencia de su amo por llegar a casa. El carruaje avanzaba con rapidez.

¡A casa! Darcy cerró los ojos y se dejó mecer por el balanceo del carruaje. Hasta que la partida no se hizo absolutamente inminente, apenas se había permitido pensar en Pemberley o en el viaje de regreso. Sin embargo, ahora podía pensar en ello, porque todos los obstáculos que se interponían en el camino por fin habían desaparecido el día anterior como por arte de magia.

Hinchcliffe le había presentado el último asunto de negocios hacia las once, dándole la oportunidad de tomar un almuerzo ligero y relajarse con un tonificante paseo por el parque antes de su cita con Lawrence. Aquella entrevista había salido sorprendentemente bien, y cuando Darcy salió de Cavendish Square en dirección a su club, tenía un contrato con el famoso artista para que hiciera los primeros bocetos del retrato de Georgiana una semana después de su vuelta a la ciudad. En la calle, una multitud de carruajes y lacayos alrededor de las puertas del club le había advertido a Darcy de que Boodle's debía estar lleno y casi da media vuelta al pensar en lo desagradable que sería llamar más la atención. Pero mientras se paseaba por los salones y las mesas de juego del club, todas las conversaciones parecían girar alrededor de un joven noble recién llegado del continente, cuyo discurso inaugural ante el Parlamento había enfurecido a la mayoría tory.

– Ese tipo es un lunático -afirmaba más de un miembro.

– O peor. -Era el comentario más común, acerca del apasionado pero imprudente discurso en defensa de los seguidores del mítico «General Lud» y sus ataques contra la maquinaria textil y en contra del decreto que pedía su inmediata ejecución.

– Le debe encantar vivir dando escándalos -afirmó lord Devereaux, al tiempo que arrojaba sobre la mesa los naipes en respuesta al rey de diamantes de Darcy-, porque también está camino de convertirse en la nueva mascota de lady Caroline… y la última humillación de Lamb. ¿Los vio usted en Melbourne House el viernes? -Darcy sintió que le picaban las orejas al oír la referencia a la escandalosa velada de su triunfo, o mejor, del triunfo de su ayuda de cámara.

– ¡Por Dios, claro que sí! ¡Qué espectáculo! -respondió sir Hugh Goforth-. Pensé que Lamb iba a expulsarlo por apoyar a su mujer en semejante despropósito. Si ella fuera mi esposa, ahora estaría bordando pañuelos bien encerrada en mi propiedad más remota y lord Byron estaría despertándose a esta hora en un barco en dirección a la India.

Un coro de exclamaciones expresaron su acuerdo con esa manera de proceder y el juego terminó casi enseguida. Darcy pidió su abrigo y se marchó poco después, sin que le hicieran ni una sola pregunta sobre el abominable nudo. Cuando la puerta de Boodle's se cerró detrás de él, dio gracias al cielo por el hecho de que las acciones del intrépido e imprudente lord Byron hubiesen desplazado con tanta rapidez su notoriedad ante los ojos del público.

La última cita del día era la que Darcy más temía. Su preocupación por la velada no podía haber sido más evidente. Mientras Fletcher lo preparaba con cuidado para la cena en la calle Aldford, se había visto obligado a susurrar discretas instrucciones para poder finalizar la tarea. Totalmente concentrado en la velada que tenía por delante, Darcy no se dio cuenta de su fúnebre apariencia hasta que entró en el salón de Bingley a la hora acordada y fue recibido por un par de miradas de asombro.

– ¿Qué ocurre, Darcy? ¡Ninguna mala noticia, espero! -exclamó Bingley, levantándose y dirigiéndose rápidamente hacia él, mientras su hermana se llevaba una mano al corazón y el pañuelo a los labios.

– ¿Malas noticias? -Darcy los miró a los dos con desconcierto-. ¡Creo que no! ¿Por qué pensáis eso?

– Por tu traje, Darcy. -Una expresión de burla reemplazó entonces el gesto de preocupación en el rostro de su amigo-. ¡Por un momento pensé que el rey había muerto! ¿En qué estaba pensando tu ayuda de cámara al convertirte en un enorme cuervo negro? -Bingley soltó una carcajada, dando una vuelta alrededor de Darcy para observar el efecto del traje.

En ese momento, Darcy bajó la mirada para fijarse en el negro absoluto de su atuendo y apretó los labios maldiciendo a Fletcher, pero ya no había nada que hacer. Al mal que no tiene cura, ponerle la cara dura, se recordó a sí mismo, pero el mensaje de su ayuda de cámara era muy claro.

– El señor Darcy no se parece en absoluto a un cuervo, Charles. -La señorita Bingley ya se había recuperado y avanzó hacia ellos-. Ésa es la moda de los caballeros ahora, vestir con discreta elegancia, a lo Brummell. El señor Darcy sólo se ha anticipado a la moda, y a ti te sentaría muy bien imitarlo, hermano. -Darcy se inclinó sobre la mano de la señorita Bingley y se sorprendió al sentir que ella le daba un ligero apretón como queriendo decirle algo, pero Darcy no sabía qué.

– Bueno, si no es un cuervo, entonces una corneja… ¡una corneja muy brummelliana, si quieres, Caroline! -Bingley se rió, pero la sonrisa de sus labios no se reflejó en sus ojos-. Pero ven, Darcy. La cena está lista y esta noche seremos sólo los tres. -Suspiró y se sumió en el silencio, mientras atravesaban el salón hacia el corredor.

– Debe estar asombrado de verme en la ciudad, señor Darcy -dijo la señorita Bingley con voz temblorosa, mirando nerviosamente a su hermano-. Charles se sorprendió muchísimo, pues pensaba que me había dejado bien instalada en Hertfordshire, lo cual, desde luego, es cierto. Pero resulta que yo no estoy tan enamorada del campo como mi hermano… Al menos, no de Hertfordshire. Y le pregunto a usted, señor, ¿qué iba a hacer yo sola con Louisa y Hurst como compañía? ¡Y en esta época! -Se rió, pero la risa le sonó falsa. Darcy notó que Bingley fruncía el ceño al oírla.