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– ¡Sooo, sooo! -Darcy se inclinó y apretó la cara contra la ventanilla del carruaje, al oír que James contenía al caballo principal para que tomara la curva que los llevaría finalmente hasta Lambton a un paso más lento. Darcy conocía bien el temperamento de sus caballos, después de todo eran suyos, y sabía lo ansiosos que debían de estar desde que pasaron la última posada antes de Lambton; las ganas que tenían de regresar al establo que conocían tenía bien ocupado a James con las riendas. La capa de treinta centímetros de nieve brillaba, haciendo guiños a Darcy bajo un brillante pero frío sol de invierno, mientras el carruaje saltaba y se abría paso a través de los surcos marcados en el camino. La tarde estaba llegando a su fin cuando se acercaron al pueblo, y a pesar de la nevada que había caído por la mañana, Lambton era un hervidero de actividad, dedicado, a su manera, a sus pequeñas ocupaciones provincianas, con la misma seguridad que cualquier gran establecimiento de Londres.

Bajo el control del cochero, los caballos adoptaron un paso más tranquilo cuando entraron en la calle St. John y pasaron junto al lago del pueblo, ahora congelado. Sobre su helada superficie, varios muchachos mayores armados con escobas formaban una fila a cada lado del sendero que habían limpiado de nieve, esperando a que uno de sus compañeros lanzara una piedra. Antes de perderlos de vista, Darcy vio cómo la piedra describía una espiral y los otros muchachos frotaban furiosamente el hielo para ayudarla a deslizarse.

– Tremenda espiral ésa -comentó Fletcher, cuando se volvió a recostar, después de acompañar momentáneamente a su patrón en la ventanilla. Darcy resopló en señal de acuerdo, mientras fijaba su atención en los cambios que había sufrido el pueblo desde su partida a comienzos del otoño. Algunos techos recién reparados y unas cuantas fachadas blanqueadas eran las únicas diferencias, pero la nieve que llenaba las esquinas y colgaba de los aleros de las casitas y los antiguos establecimientos de Lambton enmarcaba una imagen tan querida a su corazón que sólo era superada por Pemberley.

Un grito procedente de la calle hizo que Darcy y Fletcher se giraran a mirar hacia delante. El caballero tuvo que hacer un esfuerzo para contener la sonrisa de curiosidad que le causó ver a los posaderos del Green Man y del Black's Head saliendo al mismo tiempo de la puerta de sus establecimientos a ambos lados de la calle. Desde hacía varios años se había convertido en un asunto de honor entre ambos ver quién era el primero en saludar a cualquier carruaje de la familia Darcy que pasara por el pueblo. El otoño pasado, cuando Darcy salió para Londres, Matling, del Black's Head, hizo salir a su esposa a todo correr, para que saludara con él, lo cual hizo que el viejo Garston, del Green Man, mirara con odio a su rival. Aquel día Darcy pudo ver otra vez a Matling y a su esposa, y al pasar les hizo un gesto con la cabeza en contestación al saludo de la pareja. Pero cuando Matling miró hacia los escalones del Green Man para sellar su victoria, el caballero vio que el placer que le había causado su mirada se desvanecía, reemplazado por una expresión de terrible odio.

– ¡Señor Darcy, mire, señor! -exclamó Fletcher con una voz casi ahogada por la risa, cuando se asomó por la ventanilla del otro lado. En las escalinatas del Green Man, en una fila organizada de mayor a menor, estaban todos los nietos del viejo Garston haciendo una reverencia, mientras el propio posadero saludaba desde atrás, radiante de dicha.

Los niños aclamaron a Darcy mientras éste sacudía la cabeza al ver hasta dónde llegaba la rivalidad de los posaderos y los saludaba. Cuando el carruaje dobló la esquina, se volvió a recostar contra el asiento, con una sonrisa similar a la de su ayuda de cámara. El cochero dejó que los caballos alcanzaran un poco de velocidad cuando llegaron al final de la fila de tiendas de St. John y giraron hacia la calle King. Momentos después pasaron junto al pozo del pueblo, cuyas puras aguas eran famosas por haber resistido la peste negra ciento cincuenta años atrás. Luego llegaron al sendero bordeado de árboles que subía la colina hasta la iglesia de St. Lawrence, en donde la torre y sus pináculos llevaban quinientos años resistiendo los embates del mundo y respondiendo al cielo por el bienestar de las almas de los Darcy desde hacía tres siglos. Después atravesaron el viejo puente de piedra sobre el Ere, que bordeaba sinuosamente los límites de Pemberley, y recorrieron las cinco millas que los separaban de la entrada al parque, a la máxima velocidad que permitía el camino.

– Será estupendo volver a casa, señor -dijo Fletcher mientras el caballero se volvía a asomar por la ventanilla, ansioso por ver finalmente las tierras de sus ancestros y su casa.

– Mmm -fue todo lo que respondió, cuando el carruaje se metió por el sendero que conducía a la imponente entrada que se abría justo en ese momento para recibirlo. El vigilante de la entrada saludó a los caballos y al cochero, y después de hacer una reverencia, se incorporó con una amplia sonrisa para saludar a los viajeros, antes de apresurarse a cerrar la verja de hierro forjado detrás de ellos.

– ¿Qué tiene Samuel en la gorra, Fletcher, un ramito de acebo? -preguntó Darcy, al mismo tiempo que agradecía la calurosa bienvenida del guarda.

– Eso creo, señor. Sí, indudablemente es acebo. Totalmente apropiado, debido a la época, señor.

– Ah, sí, claro… la época. -Darcy volvió a guardar silencio, absorto en el recorrido de la larga entrada. El sendero se abría camino lentamente a través del bosque que circundaba los extremos del parque. Diseñado un siglo atrás bajo la dirección del abuelo de Darcy, el sendero exigía a los visitantes que disminuyeran el paso de sus caballos hasta un trotecito ligero y luego recompensaba su paciencia con más de una encantadora vista de aquellos hermosos parajes y los riachuelos que formaban parte de la belleza natural de las tierras de Pemberley.

Los árboles inmensos que bordeaban el sendero estaban cargados de nieve. Bajo el sol del ocaso, proyectaban largas sombras de color lavanda sobre el sendero y el bosque que se extendía más allá, envolviendo el coche en una gélida quietud que contrastaba con la realidad de su paso implacable. Darcy abrió la ventanilla y respiró el aire tonificante, saboreando esos aromas ácidos que le resultaban tan familiares, como si fuera un buen vino. Ya casi estaban llegando. Momentos antes de que salieran del bosque en la cima de la colina, los caballos apresuraron el paso y su entusiasmo contagió a los ocupantes del carruaje. De repente, Pemberley apareció ante ellos.

Los sinuosos muros de la fachada occidental resplandecían con la luz rosada del atardecer, mientras que los rincones empezaban a volverse violetas, a medida que se alejaban del resplandor. A pesar de que la luz estaba a punto de desaparecer, las ventanas de Pemberley parecían reunir el fuego que aún quedaba. Encendidas con la luz de su propio esplendor, reflejaban los rayos dorados y rojizos sobre la nieve, y el efecto se veía increíblemente realzado por el reflejo de todo aquel paisaje sobre el lago congelado. Al verlo, Darcy sintió que el corazón le daba un brinco y el peso de las semanas anteriores pareció desaparecer.

Enseguida comenzaron a descender desde la cima de la colina. Los caballos, excitados por el deseo de llegar a casa, echaron a correr a un paso del que nadie en el coche quiso disuadirlos. Al llegar al llano, el golpeteo de sus cascos acompañado por el crujido del cuero y la madera y el sonido del vidrio era ensordecedor. Después de dar la última curva del sendero, los caballos y carruaje levantaron piedras y barro en sus ansias de llegar. Cuando alcanzaron la entrada de Pemberley Hall, Darcy pudo oír cómo James llamaba al caballo principal, mientras tiraba de las riendas para contener al resto de la reata. Los caballos disminuyeron el paso primero a un trote suave y luego a un paso ligero con las patas rígidas, hasta que finalmente se detuvieron con suavidad frente al arco de entrada del jardín privado de Pemberley.