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– A sus órdenes, milady. -Darcy le apretó los dedos un momento y se inclinó sobre su mano, pero no le ofreció ningún saludo más personal. Cuando se volvió a sentar, entre los caballeros se escuchó un clamor de decepción general, pero la actitud de complacencia con la que Darcy recibió las protestas hizo que los caballeros prefirieran no hacer más comentarios. Manning comenzó a repartir las cartas para la siguiente ronda.

A medida que transcurría la velada y el juego se ponía más interesante, las ganancias de Darcy fueron aumentando de manera significativa. No ganó todas las rondas, pero, en general, superó con creces a los demás en el número de monedas que Fletcher tuvo que recoger de la mesa. También logró enviar a su ayuda de cámara a hacer varios «encargos», pero Fletcher volvió todas las veces sin ninguna otra noticia acerca del niño perdido o las actividades de la criada de lady Sylvanie, que parecía haber desaparecido. Si querían descubrir algo, parecía que tendría que ser a través de Sylvanie y eso lo dejaba solo en semejante tarea.

Uno por uno, los otros hombres fueron abandonando el juego para dedicarse a flirtear con las damas o a observar la partida, que se había reducido ahora a Sayre, Manning y Darcy. A veces, Trenholme se sentaba con ellos, pero estaba tan nervioso al ver todo lo que su hermano estaba perdiendo y sentía tanto odio hacia su hermanastra que pronto regresaba a la mesa a servirse otra copa y luego le daba una vuelta al salón con pasos cada vez más vacilantes. Finalmente Manning pidió un descanso, al cual accedió Darcy con gusto. Se levantó y se estiró tratando de aliviar la tensión de sus músculos. Lady Sylvanie, que se había levantado durante la última ronda y había estirado las piernas dando una vuelta al salón, vino a buscarle y lo llevó hacia la ventana a la que él se había asomado hacía un rato. La luna estaba ahora en el cielo y brillaba, redonda y austera, como la dama que los antiguos habían imaginado.

– Hay luna llena -observó lady Sylvanie con voz suave-. Incluso ella está a nuestro favor esta noche.

– Señora -comenzó a decir Darcy, adoptando un tono lacónico-, ¿cuál puede ser el interés de la luna en la diversión demasiado mortal de esta noche? Sólo somos un grupo de hombres que juegan una simple partida de cartas.

– Los hombres nunca hacen nada «simple», señor Darcy. Ya lo entenderá usted… a su debido tiempo -respondió ella.

– Pero usted quería que yo viera la luna llena. ¿Por qué? ¿Tiene eso algún significado? -insistió Darcy. Si ella creía que eso era un augurio, una señal para actuar, tenía que saberlo.

– ¿Acaso nunca ha oído que la luna llena bendice a los amantes a los que acaricia con sus rayos, señor Darcy? -Soltó una risa ronca-. Pero lo había olvidado, usted probablemente descartó hace años esa noción tan poco matemática.

El giro hacia el romanticismo no lo estaba llevando a ninguna parte, pensó él.

– No he oído ninguna mención a la espada de Sayre, milady. ¡Tal vez lo que quedará descartado esta noche son sus ideas! -Señaló con el dedo el pedazo de lino que tenía sujeto a la solapa. Lady Sylvanie apretó los labios, molesta, durante un momento, pero luego recuperó la compostura, esbozando una sonrisa forzada.

– Todavía no ha perdido lo suficiente, pero no falta mucho -dijo ella con convicción, mirándolo directamente a los ojos-. Usted ha visto a Trenholme, ¡cómo se pasea y se preocupa! En menos de una hora pondrá la espada sobre la mesa.

Darcy examinó el rostro de la dama, en busca de alguna señal que indicara que escondía un secreto más oscuro que la simple creencia en el contenido de un amuleto envuelto en lino y la fuerza de su propio deseo. Pero la mujer que tenía frente a él no se acobardó ante aquella atenta inspección.

– Venga -susurró ella finalmente-. Sayre está a punto de comenzar.

Después de acompañar a la dama de vuelta a su silla, Darcy ocupó su puesto y tomó el mazo de cartas, mientras les hacía una señal con la cabeza a Manning y a Sayre, que se sentaron enseguida para recibirlas. Manning tuvo muy mala suerte en las dos primeras rondas. Mientras jugaban, continuamente le lanzaba miradas de soslayo a lady Sylvanie. Luego volvía a mirar las cartas que tenía en la mano, con la mandíbula apretada. Finalmente, después de apostar mucho dinero a un fluxus sólo para perder frente al chorus de Darcy, arrojó las cartas sobre la mesa, invitó a Darcy y a Sayre a «matarse el uno al otro, si eso era lo que querían», y se retiró para dedicarse al pasatiempo mucho más agradable de permitir que la afectuosa lady Felicia le curara las heridas.

– Ahora sólo quedamos los dos -dijo Sayre. Buscó un nuevo paquete de naipes y se lo lanzó a Darcy, que lo tomó, pero no hizo ningún ademán de sacarlas del envoltorio.

– Si quieres declarar un empate, yo no tengo nada que objetar -dijo Darcy. Al oírlo, Trenholme, que ya desprendía un fuerte olor a whisky, se sentó pesadamente en el asiento de Manning, rogándole a su hermano que aceptara, pero Sayre no quiso.

– ¿Empate, Bev? ¿Cuándo has visto a un Sayre declarando un empate? -contestó lord Sayre con desprecio y le dio la espalda. Al oír la negativa de su hermano, una mirada asesina cruzó el rostro de Trenholme. Se levantó de la silla tambaleándose y se marchó, para reconcomerse de rabia en un rincón del salón.

– Entonces, Darcy -dijo Sayre con una sonrisa tan falsa como su buen espíritu-, no quiero oír nada más sobre abandonar la mesa de juego sin tener un ganador. -Señaló el reducido montón de monedas que había junto a él-. Creo que todavía me queda suficiente para acabar con una exitosa victoria. Pero como ya es tarde y las damas se están cansando, me inclino ante la necesidad de llevar el asunto a feliz término. Propongo un juego distinto y apuestas más altas. ¿Qué dices?

Darcy vaciló. Sus ganancias eran significativas. Sumándoles sólo la cuarta parte del efectivo que tenía, estaba seguro de que podría poner a Sayre de rodillas, pero ¿con qué propósito? La ruina de Sayre podía ser el objetivo de Sylvanie, pero lo único que Darcy quería de él era la espada. ¡La espada! ¡Ésa era la solución! Miró a lady Sylvanie. Sus ojos, que lo invitaban a aceptar la propuesta de Sayre, fue lo que lo hizo decidirse. Darcy iba a actuar y, con esa estrategia, terminaría con esta farsa en sus propios términos.

– Acepto tu propuesta, pero con la condición de que yo diga qué apostamos. -Se hizo tal silencio en el salón, que pareció como si Darcy hubiese gritado su oferta.

El entusiasmo del anfitrión se evaporó y fue reemplazado por un recelo que se extendió a su esposa y su hermano, que abandonó el rincón en el que estaba para colocarse al lado de Sayre.

– ¿Qué propones, Darcy?

– Puedes elegir el juego que quieras y yo apostaré la totalidad de las ganancias de esta noche -dijo e hizo una pausa. Una exclamación de asombro recorrió el salón- contra tu espada española.

– ¡No! -gritó lady Sylvanie, pero Darcy no le hizo caso y mantuvo los ojos fijos en Sayre.

– ¿Qué dices? -dijo Darcy para presionar a Sayre.

Con todos los ojos fijos en él, a lord Sayre le tembló momentáneamente la barbilla, pero exclamó al fin:

– ¡Hecho! -Una ola de entusiasmo recorrió a la concurrencia, mientras Sayre le ordenaba a uno de los criados que fuera enseguida a la armería y trajera la espada a la biblioteca. Luego se dirigió de nuevo a Darcy y dio un golpe en la mesa con la mano-. Piquet -anunció.

– De acuerdo. -Darcy abrió el nuevo paquete de cartas y se las pasó a Monmouth, que retomó su puesto a la izquierda de Darcy. Rápidamente se retiraron todos los 2, 3, 4 y 5 y el mazo pasó a manos de Poole, para que lo barajara. Mientras un rumor de especulaciones se extendía por el salón, Darcy vio que Fletcher regresaba de su último «encargo». Se disculpó, dirigiéndose rápido hacia las estanterías vacías, mientras le hacía señas a su ayuda de cámara-. ¿Noticias? -preguntó, tan pronto como Fletcher estuvo a su lado.