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– Pero, u-usted no ha entendido bien. -Lady Sylvanie hizo el esfuerzo de controlar el temblor de la voz, pero Darcy no pudo saber si se debía a la rabia o al miedo.

– ¿Acaso algún hombre es capaz de entender? -replicó Darcy con astucia y luego suavizó la voz para insistir-: Vamos, lady Sayre está bajo los cuidados de su doncella y del resto de la servidumbre. Quédese conmigo y cuando haya ganado la espada, podrá ir a donde quiera. ¿O ya no tiene fe en su talismán… o en la fuerza de su deseo? -El desafío del caballero pareció atizar el fuego de lady Sylvanie, pero esa llama se enfrentó con una incomodidad que ella no pudo ocultar.

– ¡Darcy! -La llamada de Sayre impidió que Darcy siguiera insistiendo. Al girarse hacia el salón, vio que Sayre ya estaba sentado a la mesa-. Estamos listos para comenzar, si eres tan amable. -Sin poder resistir la atracción del juego o la naturaleza de las apuestas, los otros caballeros habían tranquilizado sus conciencias con el miedo de sus damas y estaban otra vez reunidos alrededor de la mesa, para mirar la partida en primera fila.

– ¿Milady? -Darcy le ofreció el brazo de una manera que indicaba que no aceptaría una negativa-. Parece que nuestra presencia es requerida con urgencia. -Se obligó a mantener el control para no revelar la fría incertidumbre que le oprimió el pecho al ver que ella vacilaba. Fletcher todavía no había vuelto y si Sylvanie se negaba a acompañarlo, sin duda se evaporaría y se refugiaría en el mismo rincón del castillo en el que se ocultaba su desaparecida dama de compañía. Una fugaz sonrisa fue el único indicio del profundo alivio que sintió cuando la dama puso la mano sobre su brazo.

– Señor Darcy -aceptó ella, pronunciando su nombre con cierta reserva y con la mandíbula apretada. Darcy la condujo a su silla, detrás de él y a su derecha. Le hizo una reverencia y luego se volvió hacia el grupo, hizo un gesto de asentimiento a Sayre y ocupó su sitio. Radiante a la luz de las velas, el sable español reposaba entre los dos, sobre la mesa, envuelto en la funda de seda que lo había protegido durante su viaje por el castillo. Al lado del arma estaba la bolsa de Darcy, prácticamente llena gracias a las ganancias de la noche.

– ¿Comenzamos? -Darcy miró a Sayre a los ojos, sintiéndose muy complacido al ver que el otro se intimidaba. El hombre estaba muy nervioso. ¿Cómo no estarlo? Una turba exaltada avanzaba hacia su propiedad; la lealtad de sus empleados era incierta; sus finanzas estaban en bancarrota; sus familiares lo odiaban; sus tierras habían sido el escenario de actos viles y anticristianos; su esposa estaba destrozada en la habitación de arriba; y ahora, una de sus posesiones más valiosas reposaba sobre la mesa de juego. Por un momento, Darcy sintió hacia su oponente un sentimiento de compasión que tendió a suavizar su actitud, pero luego Sayre tomó las cartas y la expresión de codicia que se apoderó de su rostro una vez tuvo en la mano el instrumento de su propia destrucción sirvió de acicate a Darcy. Si Sayre estaba dispuesto a sacrificarlo todo por su pasión, que así fuera. Él guardaría su simpatía para aquellos miembros de la casa que la merecían. Se preguntó durante un instante cuántos de los criados podrían pedirle que se los llevara a Pemberley.

El ruido de la puerta hizo que Darcy levantara la cabeza y con el rabillo del ojo vio, con alivio, que Fletcher regresaba de su «encargo».

– Perdón, señor -dijo, tomando el lugar acostumbrado, a la izquierda de Darcy. Luego añadió-: Discúlpeme, señor, esto parece haberse caído. -Se agachó y pareció como si recogiera algo del suelo-. Una moneda, señor Darcy. Que estaba perdida -Fletcher se levantó y puso una reluciente guinea de oro sobre la mesa-, y Shylock en la puerta. Tendré más cuidado, señor. -Darcy asintió, metiendo la moneda en la bolsa. El mensaje de Fletcher era claro. La multitud se había reunido a causa del niño perdido y no estaba dispuesta a aceptar más que sangre por sangre. Darcy bajó la vista hacia el talismán de lady Sylvanie, que todavía llevaba sujeto a la solapa. No quería tener nada que ver con eso. Cualquiera que fuera el resultado del juego, la dama no debería pensar que había sido gracias a su poder. De manera deliberada, Darcy le dio un tirón al alfiler y el talismán cayó en su mano, al tiempo que se oía un iracundo resoplido de frustración que procedía desde atrás.

– Señora. -Darcy se giró y, con una sonrisa fría, desvió el fuego de los furiosos ojos de lady Sylvanie, antes de dejar caer el pedazo de lino entre sus manos. Al mirar nuevamente hacia la mesa, le hizo una señal a Monmouth, que ya estaba listo para echar la moneda a cara y cruz-. Cara -dijo, al mismo tiempo que metía su mano, por iniciativa propia, en el bolsillo del chaleco, buscando los hilos de bordar. Bondad y razón.

Darcy ganó el sorteo y tomó el mazo, lo barajó y se lo ofreció a Sayre para que cortara. Una vez cumplida esa formalidad, comenzó a repartir las cartas de tres en tres, hasta que cada uno recibió doce. Dejó a un lado el resto, tomó sus cartas y, tras identificar rápidamente los triunfos, series y palos que tenía, eligió qué cartas iba a descartar, cerró el abanico y miró a Sayre con una ceja levantada.

Al otro lado de la mesa, separado por la bolsa y la espada, Sayre organizó sus cartas en medio del pesado silencio de todos los caballeros que los rodeaban. Se pasó la lengua por los labios resecos, se mordió el labio inferior y luego el superior, antes de anunciar:

– Blancas. -Tosió y luego volvió a repetir-: B-blancas. -Trenholme soltó un gruñido suave desde el fondo, lo que provocó una orden tajante de su hermano para que «dejara ya de balbucear». Darcy asintió en señal de aceptación y le anotó a Sayre 10 puntos, en compensación por su insólita falta de figuras. Sayre examinó sus cartas con cuidado y, apretando la mandíbula, descartó unas y tomó del mazo otras para reemplazarlas. Una, dos… Darcy no se sorprendió en absoluto al ver que Sayre cambiaba la mitad de la mano y esperó a que dispusiera las nuevas cartas con una mirada de desinterés. Cuando lo hubo hecho, tomó las siguientes dos cartas del mazo y, tal como le correspondía, las miró y volvió a ponerlas, encima. Relajándose un poco, se recostó contra el asiento.

– Darcy -dijo con tono amable, invitándole a hacer lo mismo. Darcy puso sus descartes sobre los de Sayre y tomó tres cartas nuevas del mazo. Tras fijarse rápidamente en su valor, las colocó sobre las otras que tenía en la mano. Enseguida levantó la última carta del mazo, la memorizó y volvió a ponerla sobre la mesa.

– ¿Cuál es tu apuesta? -La voz de Darcy atravesó el salón, resonando entre las estanterías vacías.

– Cuarenta y ocho. -Sayre lo miró fijamente, después de poner sobre la mesa su combinación de picas. La atención del salón pasó entonces de las cartas que había sobre la mesa junto a Darcy.

– Cincuenta y uno -contestó Darcy, desplegando su combinación de diamantes.

– Gana el cincuenta y uno -dijo Monmouth jadeando-. Caballeros, los dos tenéis cinco puntos. -Darcy recogió sus cartas y esperó la siguiente jugada de Sayre.

– Seis cartas, el as es la más alta -anunció Sayre y las desplegó frente a él.

– Una cuarta -anunció Monmouth-. Cuatro puntos para Sayre, para un total de nueve.

– Lo mismo. -Darcy desplegó su combinación, para que Sayre la viera. Lord Sayre examinó las cartas con ojo experto y frunció el ceño.

– Nadie gana -informó Monmouth-, pero Darcy tiene una quinta que vale quince puntos, para un total de veinte. ¿Caballeros?

– Un catorce de damas. -Sayre lanzó cada reina como si ellas tuvieran la culpa de la deficiencia previa de su juego.

– De jotas. -Darcy mostró sus cartas.

– Gana Sayre. -Monmouth miró a Darcy con preocupación y anotó 14 puntos más para Sayre-. Veintitrés. -Más que con aire de triunfo, Sayre sonrió con alivio y enseguida se apresuró a sacar un trío adicional, que le daba tres puntos más-. Entonces son veintiséis. -Monmouth contabilizó los puntos de Sayre-. Contra los vein…