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Lo más gracioso de todo era que, pese a su pobreza, se las había arreglado para comprar un pedazo de tierra, a tres horas de Berlín; mejor dicho, había logrado pagar una entrada de cien marcos, y se despreocupó del resto; de hecho, jamás tuvo intención de desembolsar ni un solo céntimo más, pues consideraba que esa tierra, fertilizada por su primer pago, había pasado a ser suya desde ese momento hasta el día del juicio. Medía de largo, aquel terreno, como dos pistas y media de tenis, y desembocaba en un lago bastante bonito. Un par de inseparables abedules con el tallo en forma de Y (o un par de parejas, si contamos también sus reflejos) crecía en esa orilla; junto con varios matorrales de aliso negro; algo más lejos se elevaban cinco pinos, y aún más allá, tierra adentro, comenzaba un brezal, cortesía del bosque cercano. El terreno no estaba vallado, por falta de dinero con el que pagar la operación. Yo abrigaba sospechas de que Ardalion esperaba que sus dueños respectivos vallasen antes las dos parcelas vecinas, con lo cual quedarían automáticamente legitimados los límites de su propiedad, y obtendría de paso la necesaria valla de forma gratuita; pero esos terrenos vecinos seguían esperando comprador. En las orillas de ese lago no había mucho negocio pues se trataba de un sitio húmedo, infestado de mosquitos y alejado del pueblo; tampoco había ninguna pista que lo uniese a la carretera, ni nadie sabía tampoco cuándo sería construida esa pista.

Fue, lo recuerdo bien, una mañana de domingo, mediado junio, cuando, cediendo a la arrobada elocuencia de Ardalion, fuimos por primera vez a ver su terreno. De camino hacia allí nos paramos a recogerle. Me pasé un buen rato haciendo mec - mec, con la vista fija en su ventana. Ventana que dormía profundamente. Lydia se llevó las manos a los labios y gritó con voz trompetera:

— ¡ Ardally -o-o!'

En una de las ventanas más bajas, justo sobre el cartel del bar (que, por su aspecto, insinuaba que Ardalion le debía dinero al local) un visillo fue violentamente apartado, y un notable con pinta de Bismarck y ataviado con un batín con brochaduras de pasamanería se asomó a mirar provisto de una trompeta de verdad.

Dejé a Lydia en el automóvil, que ahora ya había dejado de latir, y subí a llamar a su primo. Le encontré dormido. Dormía en su bañador de una pieza. Ardalion se levantó de la cama y, con silenciosa rapidez, procedió a calzarse las sandalias, ponerse una camisa azul y unos pantalones de franela; luego agarró una cartera provista de un sospechoso bulto en mitad de su mejilla, y descendimos. La expresión solemne y soñolienta de Ardalion no contribuía precisamente a añadirle encantos a su rostro de carnosa nariz. Le acomodamos en el asiento trasero descubierto.

Yo no conocía el camino. El dijo conocerlo tan bien como el Padrenuestro. Tan pronto como salimos de Berlín perdimos el rumbo. El resto del paseo consistió en ir preguntando.

—¡Feliz perspectiva para el terrateniente! —exclamó Ardalion cuando, al mediodía, pasamos por Koenigsdorf y luego, acelerando más, cruzamos una carretera que dijo conocer—. Ya te avisaré cuando tengas que torcer. ¡Ah, mis viejos árboles, yo os saludo!

—No hagas el tonto, Ardy —le dijo plácidamente Lydia.

A ambos lados se extendían unos baldíos de la variedad arena-y-brezo, con algún que otro pino joven de vez en cuando. Luego, más adelante, el paisaje cambiaba un poco; teníamos ahora a nuestra derecha un sembrado corriente, con un borde oscuro y boscoso a cierta distancia. Ardalion volvió a alborotar. En el lado derecho de la carretera crecía un poste de color amarillo muy vivo, y en ese punto se ramificaba en ángulo recto una pista apenas discernible, el fantasma de una carretera en desuso, que más adelante expiraba entre lampazo y avena.

—En este recodo hemos de torcer —dijo Ardalion dándose muchos aires, y luego, con un repentino gruñido, cayó proyectado sobre mí, pues yo había aplicado los frenos.

¿Sonríes, amable lector? Sí, ¿acaso hay algo que te lo impida? Un día agradable de verano y un pacífico paisaje campestre; un artista tan tonto como bienhumorado y un poste junto a la carretera... Ese poste amarillo... Erigido por el vendedor de las parcelas, perfectamente visible en su brillante soledad, hermano errante de esos otros postes pintados que, diecisiete kilómetros más lejos, camino del pueblo de Waldau, guardaban como centinelas unas hectáreas más tentadoras y caras, ese poste amarillo llegó a convertirse posteriormente para mí en una idea fija. Claramente recortado y amarillo en mitad del paisaje borroso, se alzó a partir de entonces en mis sueños. Y su posición sirvió para orientar mis fantasías. Todos mis pensamientos revertían al poste, y el poste comenzó a brillar, fiel faro, en la oscuridad de mis especulaciones. Hoy tengo la sensación de que, cuando lo vi por vez primera, lo reconocí: me resultó tan familiar como una cosa futura. Tal vez me equivoco; tal vez la mirada que le eché fue del todo indiferente, y mi única preocupación consistió en no rozarlo con el guardabarros al describir la curva; de todos modos, cuando hoy lo recuerdo no consigo separar ese primer encuentro de su más maduro desarrollo.

El camino, tal como ya he indicado, se perdía, se borraba; el auto crujió, enfadado, al rebotar en los baches; frené y me encogí de hombros.

—Sugiero, Ardy —dijo Lydia—, que lo dejemos correr y nos vayamos a Waldau; ¿no dijiste que allí había un lago muy grande con una cafetería o algo así?

—De eso nada —replicó excitadamente Ardelion—. En primer lugar, porque por ahora la cafetería no es más que un proyecto, y en segundo lugar porque yo también tengo un lago. Vamos —prosiguió, dirigiéndose a mí—, pon en marcha este cacharro. No te arrepentirás.

Frente a nosotros, en un terreno algo más elevado, y a una distancia de unos noventa metros, comenzaba un pinar. Lo miré y... bueno, juro que tuve la misma impresión que si ya lo conociese. Sí, eso es, ahora consigo expresarlo con claridad: tuve sin duda esa extraña sensación; no he añadido este detalle posteriormente. Y ese poste amarillo... Qué significativamente me miró cuando volví la vista hacia él... como diciéndome: «Estoy aquí, a tu servicio...» Y esos pinos que me miraban con una corteza que parecía una tensa y rojiza piel de serpiente, y ese pellejo verde, erizado del revés por el viento; y ese abedul desnudo al borde del bosque (vamos a ver, ¿por qué he escrito «desnudo»? No había llegado todavía el invierno, el invierno era aún remoto), y el día tan balsámico y casi desprovisto de nubes, y las tartamudeantes cigarras tratando celosamente de decir algo que empezaba por z... Sí, no hay engaño posible: todo aquello tenía un significado.

—¿Te molesta que te pregunte... por dónde quieres que vaya? No veo ningún camino.