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—Oh, no seas tan quisquilloso —dijo Ardalion—. Adelante, hijo, sigue recto al frente, desde luego. Por allí, por esa abertura. En cuanto lleguemos al bosque, no queda más que una corta carrera hasta mis posesiones.

—¿No sería mejor apearse e ir andando? —propuso Lydia.

—Tienes toda la razón —repliqué yo—. A nadie se le ocurriría, ni soñando, robar un coche nuevo abandonado en un sitio como éste.

—Sí, demasiado riesgo —admitió ella enseguida—, pero lo mejor sería que siguierais adelante vosotros dos —(Ardalion soltó un gruñido)— para que él te enseñara la parcela, y mientras tanto yo os espero aquí, y cuando regreséis nos vamos todos a Waldau, y allí podríamos nadar en el lago y sentarnos en la terraza de alguna cafetería, ¿no os parece?

—¿Serás bruta? —dijo Ardalion, tomándoselo muy a pecho—. ¿No comprendes que quería recibiros en mis tierras? Os reservaba una bonita sorpresa. Y ahora me has ofendido. Muchísimo.

Yo puse el coche en marcha, diciendo al mismo tiempo:

—Bien, si tenemos algún accidente, la reparación la pagas tú.

Las tremendas sacudidas me hicieron saltar en el asiento, y junto a mí Lydia también brincaba, y lo mismo hacía atrás Ardalion, que iba diciendo:

—Muy pronto (brinco) llegaremos al bosque (brinco) y entonces (brinco-brinco) con los brezos (brinco) será más cómodo (brinco).

Logramos entrar en el bosque. Primero nos quedamos atascados en un profundo arenal, el motor rugió y las ruedas patinaron; finalmente logramos salir de allí con grandes esfuerzos; después las ramas bajas comenzaron a rozar la carrocería del coche y arañar su pintura. Algo parecido a un camino apareció por fin, y seguimos avanzando unas veces con un sordo crujido de brezos, y otras trazando meandros por entre excesivamente próximos troncos.

—Más a la derecha —dijo Ardalion—, un poco más a la derecha. Bien, ¿qué me decís del olor de los pinos? ¿No es magnífico? Ya os lo había dicho. Absolutamente magnífico. Para aquí; iré a investigar un poco.

Se apeó y se alejó, acompañando cada paso de un inspirado meneo de los cuartos traseros.

—Eh, espérame. Voy contigo —exclamó Lydia, pero su primo se alejaba a toda vela, y enseguida quedó oculto tras el denso sotobosque.

El motor hizo un último clic y enmudeció.

—Qué sitio tan misterioso —dijo Lydia—. Me moriría de miedo si estuviese completamente sola. Aquí podrían robarte, asesinarte... cualquier cosa.

¡Un lugar solitario, muy solitario! Los pinos susurraban levemente, había nieve por todas partes, aunque en algunas calvas asomaba, negra, la tierra. ¡Qué absurdo! ¿Cómo podía haber nieve en junio? Habría que tacharlo, si no estuviera mal el borrar; pues el verdadero autor no soy yo, sino mi impaciente memoria. Entiéndanlo ustedes como gusten; no es cosa que me concierna a mí. Y también el poste amarillo llevaba puesto un gorro de nieve. De este modo reverbera el futuro en el pasado. Pero ya basta: que el día veraniego vuelva a quedar enfocado: salpicaduras de luz solar; las sombras de las ramas cruzándose sobre el coche azul; una pina en el estribo, ese estribo en el que cierto día se encontrarán los objetos más inesperados; una brocha de afeitar.

—¿Vendrán el martes? —preguntó Lydia.

—No —repliqué—, el miércoles por la noche.

Silencio.

—Confío —dijo mi esposa— en que esta vez no lo traigan.

—Aunque lo trajeran... No tienes por qué preocuparte.

Un silencio. Pequeñas mariposas posándose sobre tomillo.

—Oye, Hermann, ¿estás completamente seguro de que era el miércoles?

(¿Vale la pena revelar el sentido oculto? Estábamos hablando de naderías, aludiendo a un matrimonio conocido, a su perro, un mal bicho que captaba la atención de todos los presentes en las fiestas; a Lydia sólo le gustaban «los perros grandes con pedigree»; al pronunciar «pedigree» le temblaban las aletas de la nariz.)

—¿Por qué no regresa? —dijo ella—. Seguro que se ha perdido por ahí.

Me apeé del coche y di una vuelta completa a su alrededor. La pintura estaba rayada por todos lados.

Sin nada mejor que hacer, Lydia se consagró a la abultada maletita de Ardalion: empezó palpándola, luego la abrió. Me alejé unos pasos (no, no: no consigo recordar a qué le daba vueltas en la cabeza); observé unas cuantas ramitas partidas que yacían a mis pies; y después regresé. Lydia se había sentado en el estribo, y silbaba. Encendimos sendos pitillos. Silencio. Ella soltaba el humo de una forma peculiar, lateralmente, con los labios sesgados.

Nos llegó desde muy lejos el lujurioso y desgañitado grito de Ardalion. Al cabo de un minuto apareció en un claro, blandió los brazos, llamándonos. Fuimos hacia él en coche, despacio, circunnavegando los troncos. Ardalion caminaba delante de nosotros, dando grandes zancadas, con aire resuelto y eficiente. Algo produjo un destello: el lago.

Ya he descrito su parcela. Fue incapaz de mostrarme sus límites exactos. Midió, con grandes y pesados pasos, los metros, para luego detenerse, y mirar atrás, doblando en parte la pierna que sostenía su peso; después sacudió la cabeza, como diciendo que no, y se fue hacia un tocón en el que hizo algún tipo de marca.

Los dos abedules enlazados se miraban a sí mismos en el agua; flotaba en su superficie alguna pelusa, y los juncos brillaban al sol. La sorpresa que Ardalion nos había prometido resultó ser una botella de vodka que, sin embargo, Lydia había logrado esconder; luego ella se puso a reír y retozar, exactamente igual que una pelota de croquet con su traje de baño beige con dos listas, una roja y otra azul, justo en el centro. Cuando, tras haberse cansado de montar sobre la espalda de Ardalion mientras él nadaba («¡Cuidado con pellizcarme! ¡Mira que te tiro!»), después de muchos gritos y salpicaduras, salió del agua, sus piernas adquirieron un aspecto muy peludo, pero en cuando se secaron sólo se vio un poco de luminoso vello. Antes de tirarse de cabeza Ardalion se persignaba; tenía en la barbilla una cicatriz fea y grande, resultado de la guerra civil; cada vez que saltaba al agua, le brincaba, en el hueco que se le formaba bajo la pechera de su repulsivamente fofo bañador, la cruz de plata estilo mujikque llevaba pegada a la piel.

Lydia se untó dócilmente de crema y se tendió boca arriba, poniéndose así a disposición del sol. A poca distancia, Ardalion y yo nos instalamos cómodamente a la sombra de su mejor pino. Sacó de su encogida maleta un bloc y unos lapiceros; y al poco rato vi que me estaba dibujando a mí.

—Tienes una cara difícil —dijo, entornando los ojos.

—¡Oh, quiero verlo! —exclamó Lydia sin mover ni un miembro.

—Un poco más alta la cabeza —dijo Ardalion—. Así, gracias.

—¡Oh, quiero verlo! —volvió a exclamar ella al poco rato.

—Primero tienes que decirme dónde has metido el vodka —murmuró Ardalion.

—Nada de nada —dijo ella—. No pienso permitir que bebas mientras estés cerca de mí.

—¡Esta mujer está chiflada! ¿Habrá que suponer, viejo amigo, que la ha enterrado? De hecho, lo que yo pretendía era escanciar para vosotros la copa de la amistad.