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Al cabo de una semana le invité a cenar. Se metió la punta de la servilleta por el cuello de la camisa. Mientras la emprendía con su sopa, expresó el disgusto que le inspiraba la evolución de los asuntos políticos. Lydia le interrogó despreocupadamente acerca de si podía haber una guerra, y entre quiénes. El la miró por encima de sus gafas, se tomó un tiempo para reflexionar (en tal disposición, más o menos, le entrevieron ustedes al comienzo de este capítulo) y finalmente contestó:

—Es duro de decir, pero creo excluida la guerra. Cuando yo era joven, tropecé con la idea de suponer sólo lo mejor —(prácticamente transformaba «mejor» en «pejor», tan brutal era su forma de pronunciar las consonantes)—. Una idea que sigo manteniendo siempre. Lo principal conmigo es el optimismus.

—Lo cual resulta especialmente práctico —dije, sonriendo— a la vista de su profesión.

Me miró con el ceño fruncido y contestó con la mayor seriedad:

—Pero es el pesimismus lo que nos proporciona clientes.

El final de la cena estuvo inesperadamente coronado por un té servido en vaso. Por algún inexplicable motivo, Lydia creyó que esa conclusión era un bello rasgo de ingenio. En cualquier caso, Orlovius parecía muy satisfecho. Mientras nos hablaba, solemne y lúgubremente, de su anciana madre, que vivía en Dorpat, alzó su vaso para revolver los restos de té a la manera alemana —es decir que, en lugar de utilizar una cucharilla, lo hizo imprimiéndole un movimiento circular a la muñeca— a fin de no desperdiciar el azúcar posado en el fondo.

El acuerdo que firmé con su firma fue, por mi parte, un paso curiosamente borroso e insignificante. En aquel entonces me sentía deprimido, silencioso, abstraído; incluso mi esposa, en absoluto observadora, notó que había cambiado, sobre todo debido a que hacerle el amor se había transformado en una sosa rutina tras aquella temporada de furiosa disociación. Cierta vez, en mitad de la noche (estábamos despiertos en la cama, y la habitación, aun con la ventana abierta de par en par, resultaba insoportablemente bochornosa), Lydia me dijo:

—Creo que trabajas más de la cuenta, Hermann; en agosto nos iremos a la costa.

—Oh —dije—, no es el trabajo solamente; lo que me mata de aburrimiento es, sobre todo, el hecho mismo de vivir en la ciudad.

En la oscuridad, ella no podía verme la cara. Al cabo de un minuto, Lydia prosiguió:

—Mira, acuérdate, por ejemplo, de tía Elisa. ¿Sabes aquella tía mía que vivía en Francia, en Pignan? ¿No existe una población que se llama Pignan?

—Sí.

—Bien, pues ya no vive allí, sino que ella y ese francés con él que se casó se han sido a Niza. Tienen una granja.

Y mi esposa bostezó.

—Se me está yendo mi chocolate al infierno —dije, y bostecé también.

—Todo se arreglará —murmuró Lydia—. Tienes que descansar, sólo es eso.

—No necesito descansar, sino cambiar de vida —dije, fingiendo suspirar.

—Cambiar de vida —dijo Lydia.

—Dime —le pregunté—, ¿no te gustaría que nos fuésemos a vivir a algún rincón soleado, no te resultaría una verdadera fiesta que me retirase de los negocios? Podría convertirme en un respetable rentier o algo así. ¿Qué te parece?

—Me gustaría vivir contigo en cualquier parte, Hermann. Podríamos decirle a Ardalion que se viniera con nosotros, y seguramente nos compraríamos un perro bien grande.

Un silencio.

—Bien; por desgracia, no vamos a irnos a ninguna parte. Estoy prácticamente arruinado. Supongo que no habrá más remedio que liquidar ese chocolate.

Un peatón rezagado pasó por la calle. ¡Choc! Y otra vez: ¡Choc! Probablemente golpeaba las farolas con su bastón.

—Adivina adivinanza. Una cosa que empieza por ese ruido; luego sigue una exclamación, y termina con lo que hace mi corazón ahora que todavía no he dejado de existir; y significa mi ruina.

El monótono crepitar del paso de un automóvil.

—¿Qué...? ¿No lo adivinas?

Pero la tonta de mi mujer ya se había dormido. Cerré los ojos, me volví hacia mi lado, intenté dormir también; sin éxito. Por entre la oscuridad, avanzando directamente hacia mí, con el mentón sobresaliente y sus ojos clavados en los míos, se me acercó Félix. Cuando ya estaba casi sobre mí se esfumó, y lo que vi ante mí no fue más que el largo y vacío camino por el que había venido. Hasta que, de nuevo, a lo lejos, apareció una forma, la de un hombre, golpeando con su bastón todos los troncos del camino; siguió aproximándose, cada vez más, con su paso majestuoso, mientras yo trataba de distinguir sus rasgos... Mas, oh asombro, mentón sobresaliente y sus ojos clavados en los míos... Pero se esfumó, como antes, en cuanto llegó junto a mí, o mejor dicho, pareció entrar en mí, y pasar a través de mi cuerpo, como si yo fuese una sombra; y luego no había otra cosa que el camino extendiéndose, largo, expectante, y de nuevo apareció una figura, y de nuevo era él.

Me volví del otro lado, y durante un rato todo permaneció oscuro y pacífico, una negrura imperturbable; después, gradualmente, se hizo perceptible un camino: el mismo camino, pero invertido; y apareció de repente ante mi propio rostro, como si saliera de mí, la parte posterior de una cabeza humana, y la bolsa que colgaba a su espalda; esta figura fue empequeñeciéndose lentamente, yéndose, yéndose, en un instante habría desaparecido... pero de repente se detuvo, miró hacia atrás, y volvió sobre sus pasos, de modo que sus rasgos fueron haciéndose cada vez más claros; y era mi propia cara.

Me volví otra vez y me tendí ahora boca arriba, y entonces, como a través de un cristal ahumado, vi sobre mí la extensión barnizada de un cielo azul negruzco, una faja de cielo rodeada por las formas arbóreas del ébano que iban empequeñeciéndose a ambos lados; pero cuando me tendí boca abajo vi correr a mis pies las piedras y el barro de un camino con briznas de heno, una rodera rebosante de agua de lluvia, y, en ese charco arrugado por el viento, el tembloroso travestí de mi cara; que, según pude notar conmocionado, carecía de ojos.

—Siempre dejo los ojos para el final —dijo Ardalion, evidentemente satisfecho de sí mismo.

Sostenía ante él, con el brazo estirado, el retrato al carboncillo que había comenzado a hacerme, y después inclinó la cabeza a un lado primero, luego al otro. Venía con frecuencia, y generalmente nos instalábamos en el balcón. Yo disfrutaba ahora de mucho tiempo libre: se me había ocurrido regalarme unas pequeñas vacaciones.

Lydia estaba también presente, enroscada en un sillón de mimbre, con un libro; una colilla de cigarrillo medio aplastada (mi esposa no las mataba nunca del todo) emitía desde el cenicero, demostrando así su tenaz deseo de agarrarse a la vida, un recto y delgado hilillo de humo: de vez en cuando un débilísimo soplo de viento lo doblaba y oprimía, pero enseguida volvía a recuperarse y ascendía otra vez tan recto y delgado como antes.

—No se le parece en nada —dijo Lydia, sin alzar, no obstante, la mirada del libro.

—Todavía puedo conseguirlo —replicó Ardalion—. Así, podándole esta aleta de la nariz; ya está arreglado. Bastante apagada la luz, esta tarde.