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—¿Qué dices que está apagado? —quiso saber Lydia, alzando la mirada y sosteniendo un dedo en la línea interrumpida.

Permítaseme que interrumpa, también, esta escena, porque hay otro momento de mis días de ese verano que me parece, lectores míos, merecedor de su atención. De paso que pido disculpas por el desorden y desgobierno de mi relato, permítanme repetirles que no soy yo quien lo escribe, sino mi memoria, la cual tiene sus propios caprichos y reglas. Bien, véanme ahora rondando de nuevo por el bosque que hay junto al lago de Ardalion; en esta ocasión he venido solo, y no he utilizado el coche sino el tren (hasta Koenigsdorf) y el autobús (hasta el poste amarillo).

En el mapa suburbano que Ardalion se dejó olvidado una vez en nuestro balcón, todos los rasgos de la zona están claramente marcados. Supongamos que abro el mapa ante mí; podemos imaginar que Berlín, que queda fuera del mapa, se encuentra en un punto más o menos próximo a mi codo izquierdo. En el propio mapa, en su esquina sudoeste, y extendiéndose hacia el norte, como un pedazo de cinta métrica en blanco y negro, aparece la vía del ferrocarril, que, al menos desde un punto de vista metafísico, circula camino del puño de mi camisa y sigue corriendo en esa dirección hasta llegar a Berlín. Mi reloj de pulsera es el pueblo de Koenigsdorf, tras el cual esa cinta blanca y negra traza una curva y sigue hacia el este, en donde hay otro círculo (el botón inferior de mi chaleco): Eichenberg.

No hace falta, sin embargo, viajar de momento hasta tan lejos; nos apeamos en Koenigsdorf. Mientras la línea férrea tuerce hacia el este, su compañera, la carretera, la abandona y continúa sola hacia el norte, avanzando en línea recta hasta el pueblo de Waldau (la uña de mi pulgar izquierdo). Tres veces al día un autobús va y viene entre Koenigsdorf y Waldau (diecisiete kilómetros); y en Waldau, por cierto, se encuentra situada la oficina central de la empresa que se dedica a la venta de terrenos; un pabellón pintado de tonos alegres, una ondeante banderola de fantasía; numerosos indicadores amarillos: uno de ellos, por ejemplo, señala hacia la «playa para bañistas», aunque no hay nada que merezca el nombre de playa, apenas una ciénaga en la orilla del lago Waldau; otro señala «al casino», pero también este último se encuentra ausente, aunque está representado por un edificio que parece un tabernáculo y tiene una cafetería incipiente; un tercer indicador te invita a visitar «las pistas deportivas», y naturalmente acabas encontrando, recién erigida, una estructura complicadísima con aparatos de gimnasia, más bien parecida a una horca, pero no hay nadie que utilice ese armatoste, como no sea algún que otro píllete de la aldea, que se columpia un rato boca abajo, mostrando así el remiendo que lleva en el trasero; y alrededor de este lugar, en todas direcciones, se encuentran las parcelas; algunas de ellas ya han sido semivendidas y, los domingos, hombres gordos en traje de baño y gafas de concha se entregan con la mayor seriedad a la tarea de construir rudimentarias casetas; aquí y allá hasta hay quien acaba de plantar unas flores, o quien ha colocado una celosía rosa en la que se enlaza un rosal trepador.

No llegaremos, sin embargo, a Waldau, sino que abandonaremos el autobús a diez kilómetros justos de Koenigsdorf, en un punto donde un solitario poste amarillo queda a nuestra derecha. Por el lado este de la carretera aparece en el mapa un amplísimo espacio completamente punteado: el bosque; allí, en su corazón mismo, se encuentra el pequeño lago en donde nos bañamos, con, en su orilla oeste, extendidas en forma de abanico como unos naipes, doce parcelas de las cuales sólo hay una vendida (la de Ardalion, si podemos decir que está vendida).

Ya llegamos a la parte más emocionante. Se ha mencionado con anterioridad la estación de Eichenberg, que viene después de la de Koenigsdorf cuando uno viaja en dirección este. Ahora hay que formular una pregunta técnica: ¿se puede llegar a Eichenberg, partiendo de las proximidades del lago de Ardalion, si se quiere hacer el camino a pie? La respuesta es: sí. Tendríamos, para hacerlo, que rodear la orilla sur del lago y después desviarnos hacia el este a través del bosque. Tras una caminata de cuatro kilómetros, sin abandonar nunca el bosque, salimos a un camino rústico, uno de cuyos extremos conduce a no importa dónde, villorrios acerca de los cuales no vale la pena que nos preocupemos, mientras que el otro nos lleva a Eichenberg.

Mi vida entera ha quedado destrozada y deshecha, y, sin embargo, aquí estoy yo, como un payaso, haciendo juegos malabares con esas brillantes descripcioncillas, jugando con ese cómodo y coquetón pronombre que es el «nosotros», guiñándole el ojo al turista, al propietario de la casita campestre, al amante de la Naturaleza, ese pintoresco revoltillo de verdes y azules. Pero ten paciencia conmigo, lector. El paseo que daremos a continuación será tu magnífico premio. Estas conversaciones con los lectores son también una bobada. Apartes escénicos. El susurro elocuente:

—¡Baja la voz! Viene alguien...

Ese paseo. El autobús me dejó en el poste amarillo. Luego reanudó su camino, llevándose lejos de mí a tres mujeres viejas con vestidos negros con lunares blancos; un tipo con chaleco de terciopelo que viajaba con una guadaña envuelta en arpillera; una niña cargada con un gran paquete; y un hombre que, pese al calor, llevaba abrigo y sostenía sobre las rodillas una maleta voluminosa y aparentemente pesada: quizás un veterinario.

Encontré entre el euforbio y la hierba rastrera huellas de neumáticos: los neumáticos de mi coche, que habían botado y brincado varias veces por aquí, en nuestras diversas excursiones. Yo llevaba pantalón de golf o, como los llaman los alemanes, «knickerbockers» (la «k» no es muda). Entré en el bosque. Me detuve en el punto exacto donde mi esposa y yo estuvimos una vez esperando a Ardalion. Me fumé un cigarrillo allí mismo. Miré la pequeña bocanada de humo que se dilató lentamente en el aire, fue doblada por unos dedos fantasmagóricos, y se esfumó. Noté un espasmo en la garganta. Me fui hasta el lago y vi, en la arena, un arrugado envoltorio de película (Lydia había estado sacándonos instantáneas), negro y anaranjado. Rodeé toda la orilla sur del lago y luego tomé la dirección este a través del espeso pinar.

Al cabo de una hora me encontré con un camino vulgar y corriente. Lo tomé, y al cabo de otra hora llegué a Eichenberg. Subí a un tren lento. Regresé a Berlín.

Repetí varias veces este monótono paseo sin encontrarme jamás con ningún alma en el bosque. Sombrío y profundo silencio. Los terrenos junto al pequeño lago no encontraban comprador; en realidad, la empresa estaba fracasando. Cuando nos íbamos los tres a nadar un rato allí, nuestra soledad a lo largo de todo el día era tan perfecta que, si el cuerpo así te lo pedía, podías bañarte completamente desnudo; lo cual me recuerda que una vez, obedeciendo mis órdenes, y muy asustada, Lydia se quitó el bañador y, con no pocos y graciosos sonrojos, y abundantes y nerviosas risillas, posó en puros cueros ante Ardalion para que éste la retratase, y el primo se mostró repentinamente ofendido por alguna cosa, probablemente por su propia falta de talento, y, dejando bruscamente de dibujar, se largó a grandes zancadas, para irse a buscar hongos venenosos.

En cuanto a mi propio retrato, trabajó testarudamente en él, siguió dibujándolo hasta agosto, y entonces, tras comprobar que no era capaz de lograr su propósito en el honesto afán del carboncillo, pasó a la bonita bellaquería del pastel. Me fijé a mí mismo cierto límite temporaclass="underline" la fecha en la que Ardalion terminase el retrato. Por fin llegó el aroma a zumo de pera de la laca, el retrato fue enmarcado, y Lydia le dio a Ardalion veinte marcos alemanes, introduciéndolos previamente, por considerarlo más elegante, en un sobre. Aquella noche teníamos invitados, Orlovius entre otros, y todos nos pusimos en pie y miramos boquiabiertos: ¿qué miramos? El rojizo gesto horrorizado de mi rostro. No sé por qué les dio Ardalion a mis mejillas ese tono af rutado; en realidad son pálidas como la muerte. ¡Mirase como mirase, ninguno de los presentes logró encontrar ni el más remoto parecido! Qué absolutamente ridículo, por ejemplo, ese punto carmín del rabillo del ojo, o esa puntita de colmillo que aparecía debajo del retorcido labio burlón. Todo eso... contra un ambicioso fondo que insinuaba cosas que podían ser figuras geométricas o árboles para la horca...