Orlovius, en quien la miopía era una forma de estupidez, se acercó al retrato tanto como pudo, y después de haberse subido las gafas a la frente (¿para qué las llevaba? No eran más que un estorbo), se quedó muy quieto, con la boca entreabierta, mirando jadeante el retrato como si fuese un apetitoso plato que estaba a punto de comer. «Es de la escuela moderna», dijo finalmente en un tono de repugnancia, y pasó a su vecino, al que comenzó a examinar con la misma atención concienzuda, pese a que no era más que un vulgar grabado presente en todos los hogares berlineses: «La isla de los muertos.»
Y ahora, querido lector, imaginemos un despacho muy pequeñito, situado en el sexto piso de una casa impersonal. La mecanógrafa se había ido; me encontraba solo. Un alto y nublado cielo se asomaba por la ventana. Un calendario mostraba en la pared un enorme nueve negro, bastante parecido a la lengua de un toro: el 9 de septiembre. Encima de la mesa yacían las preocupaciones de la jornada (en forma de cartas de los acreedores) y entre ellas se encontraba una caja de bombones de chocolate, simbólicamente vacía, con aquella dama de lila que me fue infiel. No había nadie por allí. Le quité la funda a la máquina de escribir. Reinaba un completo silencio. En cierta página (luego destruida) de mi agenda había una dirección, escrita con letra de semianalfabeto. Mirando a través de aquel tembloroso prisma alcancé a ver una ceja arqueada, una oreja sucia; boca abajo, una violeta que colgaba de un ojal; un dedo de negra uña apretada sobre mi lápiz de plata.
Recuerdo, me sacudo de encima ese aturdimiento, vuelvo a guardarme la agenda en el bolsillo, saco las llaves, estaba a punto de cerrar e irme... ya me iba, pero de repente me detuve, con el corazón latiéndome alocadamente... No, irse era imposible... Regresé al despacho y me quedé un rato junto a la ventana, mirando la casa de enfrente. En ella se habían encendido ya las lámparas que iluminaban los libros mayores, y un hombre de negro, con una mano a la espalda, caminaba de un lado para otro, presumiblemente dictándole una carta a una secretaria a la que yo no podía ver. Una y otra vez el hombre reaparecía, y en una ocasión incluso se detuvo ante la ventana, pensó un momento, y luego se volvió y siguió dictando, dictando, dictando.
¡Inexorable! Encendí la luz, me senté, me apreté las sienes. De repente, con furia enloquecida, sonó el teléfono; pero fue por error; se habían equivocado de número. Y luego hubo una vez más silencio, con la sola excepción del leve golpeteo de la lluvia que aceleraba la llegada de la noche.
4
«Querido Félix: Te he encontrado trabajo. Ante todo, tenemos que sostener tú y yo un monólogo a una voz y arreglar las cosas. Como casualmente tengo que ir a Sajonia en viaje de negocios, te sugiero que vengas a reunirte conmigo en Tarnitz, que confío no esté muy lejos de tu actual residencia. Infórmame sin tardanza de si este plan encaja con los tuyos. En caso afirmativo, yo mismo te diré el día, la hora y el lugar exacto, y te remitiré el dinero que pueda costarte el desplazamiento. La vida viajera que suelo llevar me impide tener una residencia fija, de modo que lo mejor será que remitas tu respuesta a la oficina de correos (siguen las señas de una oficina de Berlín) con la palabra "Ardalion" en el sobre. Por ahora, adiós. Espero noticias tuyas.» (Sin firma.)
Aquí, ante mí, tengo la carta que finalmente escribí ese 9 de septiembre de 1930. No recuerdo ahora si la palabra «monólogo» fue un desliz o un chiste. Está mecanografiada en un magnífico papel azul de carta con una fragata por filigrana; pero actualmente se encuentra arrugadísima y con las esquinas manchadas; vagas huellas de sus dedos, quizá. Y se diría que yo no soy su remitente, sino su destinatario. Pues bien, así tenía que ser a largo plazo, pues ¿acaso no hemos intercambiado posiciones él y yo?
Se encuentran en mi poder otras dos cartas escritas en papel similar, pero todas las contestaciones han sido destruidas. Si todavía las tuviese, si tuviera, por ejemplo, esa tan idiota que, con despreocupación maravillosamente calculada, le mostré a Orlovius (para después destruirla, como todas las demás), podría adoptar ahora una técnica narrativa epistolar. Un método muy antiguo en el que antaño se produjeron grandes logros. De X a Y: «Querido Y», y arriba aparece, infaliblemente, la fecha. Las cartas van y vienen, como en un reñido ir y venir de la pelota sobre la red. El lector cesa muy pronto de prestarles la menor atención a las fechas, y, en realidad, ¿qué le importa a él que determinada carta fuese escrita el 9, o el 16, de septiembre? Hacen falta las fechas, no obstante, para mantener la ilusión.
Y así sigue todo, X escribiéndole a Y, y éste al primero, página tras página. A veces mete baza alguien exterior, que añade su propia contribución a la correspondencia, pero sólo para explicarle al lector (sin mirarle nunca, como no sea en algún que otro guiño) cierto acontecimiento que, por razones de plausibilidad o similares, ni X ni Y habrían podido contar.
También ellos escriben con circunspección: todos esos «te-acuerdas-de-cuando» (seguidos de detallados recuerdos) no aparecen ahí tanto por refrescarle la memoria a Y como para proporcionarle al lector la referencia precisa... de manera que, en conjunto, el efecto producido es bastante divertido, y esas fechas pulcramente inscritas y perfectamente innecesarias, son, como ya he mencionado, especialmente graciosas. Y cuando finalmente Z mete baza de golpe y porrazo con una carta dirigida a su propio corresponsal (porque esas novelas hablan implícitamente de un mundo formado solamente por corresponsales) contándole que X o Y han muerto, o diciéndole lo afortunada que ha sido su unión, el lector acaba pensando que, en lugar de todo eso, mejor hubiera sido recibir la vulgar carta del recaudador de impuestos. Como norma, siempre he destacado por mi excepcional sentido del humor; que va de la mano con mi magnífica imaginación; maldita sea la fantasía que no vaya acompañada por el ingenio.
Un momento. Estaba copiando esa carta, y ahora resulta que ha desaparecido.
Ya puedo continuar; había caído bajo la mesa.
Una semana más tarde llegó la contestación (ya había ido cinco veces a correos, y tenía los nervios de punta): Félix me informaba que aceptaba agradecido mi sugerencia. Como suele ocurrir con la gente carente de cultura, el tono de esa carta no tenía ni la más mínima relación con el que él empleaba en una conversación corriente: su voz epistolar era un falsete tembloroso que a veces se deslizaba hacia una elocuente afonía, mientras que en la vida real hablaba en un presumido tono de barítono que a veces se hundía en un didáctico timbre de bajo.
Volví a escribirle, incluyendo esta vez un billete de diez marcos, y pidiéndole que se reuniera conmigo el 1 de octubre, a las cinco de la tarde, junto a la estatua ecuestre de bronce situada al final del bulevar que empieza a la izquierda de la estación ferroviaria de Tarnitz. No recordaba yo ni la identidad del jinete de ese bronce ecuestre (algún vulgar y mediocre Herzog, me parece), ni tampoco el nombre del bulevar, pero un día, atravesando Sajonia en el automóvil de un amigo, me quedé un par de horas encallado en Tarnitz mientras mi acompañante intentaba poner una complicada conferencia telefónica; y como siempre he poseído una memoria tipo cámara fotográfica, capté y fijé ese paseo, esa estatua y otros detalles, en realidad era una foto de tamaño muy pequeño; aunque si supiera el modo de ampliarla se podrían discernir incluso los rótulos de las tiendas, pues poseo un aparato de calidad admirable.