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Mi carta fechada el «16 de sept.» está escrita a mano: la garabateé apresuradamente en correos, tan excitado por el hecho de haber recibido respuesta a «la mía del 9 del prste.», que no tuve paciencia para esperar hasta encontrarme ante una máquina de escribir. Además, no tenía motivos para avergonzarme de ninguna de mis diversas letras, pues sabía que tarde o temprano yo sería su receptor. Tras haber echado la carta al buzón sentí lo mismo que probablemente siente una gruesa hoja de arce, teñida de púrpura y cruzada por venas rojas, durante su lento planear desde la rama hasta el arroyo.

Unos pocos días antes del 1 de octubre estuve paseando casualmente con mi esposa por el Tiergarten; allí, en un puentecillo, nos detuvimos, apoyados los codos en la barandilla. Abajo, en la quieta superficie del agua, admiramos (haciendo, por supuesto, caso omiso del original) la réplica exacta del tapiz otoñal del parque, con su follaje multicolor, el azul glaseado del cielo, los oscuros perfiles de la balaustrada y nuestros rostros inclinados. Cuando caía alguna lenta hoja, subía a encontrarse con ella, desde las profundidades oscuras del agua, su inevitable doble. El encuentro era insonoro. La hoja bajaba girando sobre sí misma, y girando sobre sí misma ascendía, anhelante, su exacto, bello y letal reflejo. Me sentí incapaz de arrancar la mirada de esos inevitables encuentros.

—Vamos —dijo Lydia, y suspiró—. Otoño, otoño —dijo al cabo de un rato—. Otoño. Sí, estamos en otoño.

Ya llevaba puesto su abrigo de piel con manchas de leopardo. Yo me rezagué, y estuve atravesando las hojas caídas con mi bastón.

—Sería maravilloso estar en Rusia en estos momentos —dijo ella (emitía frases así a comienzos de primavera y los días más bellos del invierno: el verano era la única estación que no causaba efecto alguno sobre su imaginación).

—... No hay felicidad en la tierra... Pero hay paz y libertad... Un destino envidiable he ansiado conocer. Durante mucho tiempo anhelé, cansado esclavo...

—Venga, cansado esclavo. Hoy cenaremos pronto.

—... volar hacia un lugar... Probablemente te aburrirías allí, Lydia... ¿No crees que echarías de menos Berlín, e incluso las bobadas de Ardalion?

—Pues claro que no. Yo también ardo en deseos de ir a algún lugar con... Con sol, con mar y olas. Una vida cómoda y agradable. No entiendo por qué tienes que criticarle siempre.

—... Ya es hora, amor mío, ya es hora... El corazón me pide reposo... Qué va. No le critico. Por cierto, ¿qué podríamos hacer con ese monstruoso retrato? Es un insulto para la vista. Día tras día pasa revoloteando...

—Mira, Hermann, gente a caballo. Estoy segura de que esa mujer cree ser una gran belleza. Venga, camina de una vez. Arrastras los pies como un crío malhumorado. La verdad es que le tengo mucho aprecio. Hace tiempo que tengo ganas de darle un montón de dinero para que pueda ir de viaje a Italia.

—...un destino envidiable... Durante mucho tiempo he anhelado... Hoy en día Italia no le serviría de nada a un mal pintor. Quizá sirviese de algo hace mucho, mucho tiempo. Durante mucho tiempo anhelé, cansado esclavo...

—Pareces dormido, Hermann. Anda, despabílate, por favor.

Bien, quiero ser absolutamente franco: no sentía yo en esos momentos ansias especiales de descanso; pero tal había sido últimamente el tema de discusión corriente entre mi esposa y yo. Apenas nos encontrábamos solos cuando, con brutal tenacidad, yo desviaba la conversación hacia el «lugar remoto de puro júbilo», como en el poema de Pushkin.

Entretanto iba contando los días con impaciencia. Había aplazado la cita hasta el 1 de octubre porque quería darme una oportunidad de cambiar de opinión; y, por mucho que me empeñe, incluso hoy creo que si hubiese cambiado de opinión, si no hubiese ido a Tarnitz, Félix seguiría esperando no lejos del duque de bronce, o tumbado en un banco próximo, dibujando con el bastón, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, los arcos iris terrestres que dibuja todo hombre provisto de bastón y sin nada que hacer (¡nuestra eterna sujeción al círculo en el que estamos todos aprisionados!). Sí, así habría seguido él hasta hoy mismo, y yo seguiría recordándole con angustia y pasión enloquecidas; una muela horriblemente dolorosa, y nada con que arrancarla; una mujer a la que no podemos poseer; un lugar que, debido a la peculiar topología de las pesadillas, se mantiene angustiosamente fuera de nuestro alcance.

La víspera de mi partida, Ardalion y Lydia hacían pacientes solitarios mientras yo caminaba de un lado a otro y me inspeccionaba en todos los espejos. En esa época aún tenía unas magníficas relaciones con los espejos. Durante los últimos quince días me había dejado crecer el bigote, lo cual afeaba mis rasgos. Sobre mis labios exangües se erizaba un borrón rojo parduzco, con una obscena muesca central. Tenía la sensación de llevarlo pegado con cola; y a veces era como si se me hubiese aposentado encima del labio superior un animalillo cosquilloso. Por la noche, medio dormido, me manoseaba de repente la cara, y mis dedos no la reconocían. De modo que, como iba diciendo, me pasaba el rato caminando de un lado para otro, fumando, y desde cada psique especular del piso me miraba, con ojos a la vez aprensivos y serios, un individuo apresuradamente constituido. Ardalion, con camisa azul y corbata escocesa de imitación, sacaba sonoramente una carta tras otra, como un tahúr tabernario. Lydia estaba sentada de lado a la mesa, con las piernas cruzadas, la falda por encima del borde de las medias, y exhalaba el humo de su cigarrillo hacia arriba, con el labio inferior más salido que el superior, y fijando con la vista las cartas de la mesa. Era una noche negra y borrascosa; cada cinco segundos, resbalando por los tejados, nos llegaba el pálido haz de la Torre Emisora de radio: un brusco temblor luminoso; la mansa chifladura de un faro giratorio. A través de la estrecha ventanita abierta del baño llegaba, procedente de alguna ventana situada al otro lado del patio, la voz cremosa de un locutor. En el comedor, la lámpara iluminaba mi espantoso retrato. Ardalion, con su camisa azul, seguía sacando sonoramente las cartas, una tras otra; Lydia permanecía sentada con el codo apoyado en la mesa; del cenicero se elevaba el humo. Salí al balcón.

—Cierra la puerta, hay corriente —me llegó la voz de Lydia desde el comedor. El viento racheado hacía parpadear y temblar las estrellas. Volví a entrar.

—¿Adonde se nos va la más bella criatura de la casa? —preguntó Ardalion sin dirigirse a ninguno de nosotros dos.

—A Dresde —contestó Lydia.

Ahora estaban jugando a durachki, al títere.

—Dale mis recuerdos a la Sixtina —dijo Ardalion—. No, me parece que ésa no la puedo matar. Veamos. Así.

—Haría mejor yéndose a la cama, está muerto de cansancio —dijo Lydia—. Eh, tú, no tienes derecho a manOscar el mazo. Me parece muy poco honesto de tu parte.