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—Ha sido sin querer —dijo Ardalion—. Anda, no te enfades, gatita. ¿Y cuánto tiempo estará fuera?

—Y esta otra también, Ardy, esta otra también, por favor, tienes que matarla.

Y así siguieron durante un buen rato, hablando unas veces de las cartas y otras de mí, como si yo no estuviese presente, como si sólo fuera una sombra, un fantasma, un imbécil; y esa antigua broma suya, que hasta entonces me había dejado indiferente, me pareció ahora estar cargada de significado, como si en efecto sólo mi reflejo estuviese allí, y mi verdadero cuerpo se encontrara muy lejos.

La tarde del día siguiente me encontraba en Tarnitz. Llevaba conmigo una maleta, que me quitaba libertad de movimientos, pues pertenezco a esa clase de hombres que detestan llevar cosas, lo que sea; me gusta, en cambio, exhibir unos caros guantes de cervato, y separar los dedos, y balancear libremente los brazos mientras avanzo con paso ágil, abiertas hacia fuera las puntas relucientes de mis elegantes zapatos, pequeños en relación con mi talla y adornados con polainas gris rata, pues las polainas son como los guantes, en el sentido de que le confieren al caballero que las lleva una prestancia melosa, comparable a esa especial distinción característica de los más caros artículos de viaje.

Adoro las tiendas en donde venden aromáticas y crujientes maletas; adoro la virginidad de la piel de cerdo bajo la funda protectora; pero divago, divago sin parar, y es que quizá lo que pretendo es divagar... da igual, sigamos, ¿dónde estaba? Ah, sí, resuelto a dejar la maleta en el hotel. ¿En qué hotel? Atravesé la plaza, mirando a mi alrededor no solamente en busca de un hotel, sino tratando igualmente de recordar el sitio, pues ya había pasado una vez por allí y recordaba aquel bulevar y el edificio de correos. No tuve tiempo, sin embargo, de ejercitar mi memoria. Repentinamente mi visión quedó saturada por el rótulo de un hotel, su entrada, un par de laureles en sendas bañeras verdes a uno y otro lado de las puertas... pero ese indicio de lujo terminó resultando engañoso, pues en cuanto entrabas te aturdía el puñetazo del hedor procedente de la cocina; un par de hirsutos papirotes bebían cerveza en la barra, y un viejo camarero, puesto en cuclillas y agitando la punta de su servilleta bajo el sobaco, hacía rodar por el suelo a un cachorro de blanca tripa que, él también, agitaba la cola.

Pedí una habitación (añadiendo que tal vez mi hermano pasara la noche conmigo) y me dieron una bastante grande, con un par de camas y una jarra de agua muerta en una mesa redonda, como en las farmacias. Cuando el botones se fue, me quedé allí más o menos solo, pues me zumbaban los oídos y me invadía una sensación de sorpresa extraña. Mi doble se encontraba probablemente en la misma población que yo; ya estaba esperándome, quizás, en esta misma población; en consecuencia, yo estaba representado por dos personas. De no ser por mi bigote y mi ropa, el personal del hotel podía quizá... pero a lo mejor (proseguí, saltando de idea en idea) sus rasgos se habían alterado y ahora ya no se parecían a los míos, y mi viaje hasta allí había sido en vano. «¡Dios mío, por favor!», dije con fuerza, y no logré entender, ni yo mismo, por qué lo había dicho; pues ¿acaso todo el sentido que mi vida poseía a estas alturas radicaba en el hecho de poseer un vivo reflejo? Entonces, ¿por qué había mencionado el nombre de un Dios inexistente, por qué había brillado en mi mente el destello de necia esperanza, el deseo de que mi reflejo se hubiese distorsionado?

Me acerqué a la ventana y miré afuera: abajo había un espantoso patio, y un tártaro de redonda espalda con gorro bordado le mostraba una alfombrita azul a una mujer frescachona y descalza. Y bien, yo conocía a esa mujer y reconocí también al tártaro, y las malas hierbas de la esquina del patio, y el vórtice de polvo, y la suave fuerza del viento del Caspio, y el cielo pálido, mareado de tanto mirar pesquerías.

En ese momento llamaron a mi puerta, y entró una muchacha con la almohada adicional y el orinal limpio que yo había pedido, y cuando me volví otra vez a la ventana ya no estaba el tártaro al que antes había visto sino que ocupaba su lugar algún vendedor ambulante de aquella zona, un hombre con tirantes, y la mujer había desaparecido. Pero mientras miraba comenzó de nuevo ese proceso de fusión, de construcción, esa elaboración de un recuerdo definido; y reaparecieron, muy agrupadas, las malas hierbas de la esquina, y otra vez estuvo allí la pelirroja Christina Forsmann, a quien yo había conocido carnalmente en 1915, acariciando con los dedos la alfombrita del tártaro, y voló la arenilla, y no pude descubrir cuál era el meollo en torno al cual se habían formado todas esas cosas, y en dónde estaba exactamente el germen, la fuente: de pronto entrevi la jarra de agua muerta y en la loza decía «caliente», como cuando juegas a encontrar objetos escondidos; y casi con toda probabilidad habría acabado encontrando la nimiedad que, notada inconscientemente por mí, había puesto en marcha de pronto el motor de mi memoria (o, también, no la habría encontrado, y la explicación, simple y en absoluto literaria, hubiera sido que todo lo que había en la habitación de ese hotel alemán de provincias, incluida la vista, se parecía fea y remotamente a algo visto en Rusia siglos antes), si no hubiera sido porque me acordé de mi cita; lo cual hizo que me pusiera los guantes y me apresurase a salir.

Pasé frente a correos, y bajé por el bulevar. Soplaba un viento brutal que perseguía las hojas —¡corred, tullidas!— de través por toda la calle. A pesar de mi impaciencia, mantuve mi actitud observadora de siempre, estuve fijándome en las caras y los pantalones de los transeúntes, en esos tranvías que, comparados con los de Berlín, parecían de juguete, en las tiendas, en un sombrero de copa gigantesco pintado en una pared desconchada, en los rótulos, en el nombre de un pescadero: Carl Spiess, que me recordó a un tal Carl Spiess al que conocí en ese pueblo del Volga que hay en mi pasado, y que también vendía anguilas asadas.

Al final, cuando ya estaba llegando al otro extremo de la calle, vi que el caballo de bronce se ponía de manos y utilizaba la cola como soporte, al igual que un pájaro carpintero, y si el duque que lo montaba hubiese estirado el brazo más enérgicamente, el conjunto del monumento que se elevaba a la luz tenebrosa del ocaso hubiese podido pasar por el de Pedro el Grande en la ciudad que él fundó. En uno de los bancos, un viejo comía uvas que iba sacando de un cucurucho de papel; en otro banco estaban sentadas un par de ancianas señoras; una enorme vieja inválida permanecía recostada en una silla de ruedas, escuchando la conversación de las dos anteriores, emocionadísimos y redondos los ojos atentos. Dos veces y hasta tres di la vuelta alrededor de la estatua, observando de paso la serpiente que se enroscaba bajo ese casco trasero, esa leyenda en latín, esa fuerte bota con la negra estrella en la espuela. Lo siento, no había en realidad ninguna serpiente; era solamente un caprichoso préstamo que le tomaba al zar Pedro... cuya estatua, por lo demás, lleva borceguíes.

Me senté luego en un banco vacío (había media docena en total) y me miré el reloj. Las cinco y tres minutos. Los gorriones daban saltitos en la hierba. En un macizo ridículamente redondeado crecían las flores más repugnantes del mundo; las jarillas de jardín. Transcurrieron diez minutos. No, mi agitación se negó a permanecer sentada. Además, se me habían acabado los cigarrillos y sentía unas ansias frenéticas de fumar.

Torcí por una calle lateral y pasé ante una negra iglesia protestante con fingidos aires de antigüedad, y divisé un estanco. La campanilla automática siguió sonando después que yo hubiese entrado, como si me hubiera dejado la puerta abierta: