Выбрать главу

—Por favor, le importaría... —dijo la mujer con gafas que atendía el mostrador, y retrocedí y cerré bruscamente la puerta.

Justo encima de ella colgaba uno de los bodegones de Ardalion: una pipa sobre una tela verde, y dos rosas.

—¿De dónde demonios...? —pregunté riendo.

Al principio no me entendió. Luego respondió:

—Lo pintó mi sobrino... Un sobrino mío que murió hace muy poco tiempo.

Bueno, ¡así me condene! (pensé). Pues ¿acaso no había visto yo algo muy similar, o idéntico incluso, entre los cuadros de Ardalion? ¡Me he condenado!

—Ya entiendo —dije en voz alta—. ¿Tiene usted...?

Mencioné la marca que suelo fumar, pagué y salí.

Las cinco y veinticinco minutos.

Como no me atrevía a regresar al lugar fijado (dándole así al destino una oportunidad para modificar su programa), y como no sentía nada aún, ni fastidio ni alivio, estuve andando un buen rato calle abajo, alejándome de la estatua, pero el viento me sisaba el fuego, y tuve que cobijarme en un porche y allí ventilé el asunto de la ventolina: ¡qué juego de palabras! Desde el porche miré a dos niñas que jugaban a canicas; hacían rodar por turnos el orbe iridiscente, unas veces inclinándose para empujarlo con el dorso del dedo, comprimiéndolo otras entre los pies para soltarlo con un saltito, y todo esto con la intención de que la canica cayera en el interior de un agujerito del suelo, bajo un abedul con dos troncos; mientras observaba este juego concentrado, silencioso y minúsculo, me encontré no sé cómo pensando que Félix no podía venir sencillamente porque era un producto de mi imaginación, que siempre andaba en pos.de reflejos, repeticiones, máscaras, y que mi presencia en esa población remota era absurda e incluso monstruosa.

Recuerdo bien esa pequeña ciudad, y me siento extrañamente perplejo: ¿debería continuar dando ejemplos de esos aspectos suyos que, de una forma horriblemente desagradable, eran ecos de cosas que yo había visto en algún lugar hace muchísimo tiempo? Incluso ahora me parece que aquella ciudad estaba formada por acumulación de ciertas partículas residuales de mi propio pasado, pues en ella descubrí cosas que me resultaban notable y misteriosamente familiares: una casa baja de color azul pálido, contrapartida exacta de la que vi una vez en un suburbio de San Petersburgo; una tienda de ropa vieja en la que colgaban trajes que habían pertenecido a gente ya fallecida a la que yo conocí en tiempos; una farola callejera cuyo número (siempre me he fijado en los números de las farolas) era el mismo que el de la farola situada justo delante mismo de la casa de Moscú en la que yo me alojé; y, cerca de allí, el mismo abedul desnudo cuyo doble tronco se abría en horquilla por encima de su corsé metálico (ah, fue eso lo que me hizo mirar el número de la farola). Podría, si así lo decidiese, enumerar otras muchas muestras del mismo tipo, y hay entre ellas algunas tan sutiles, tan... ¿cómo decirlo...? tan abstractamente personales como para resultarle ininteligibles al lector, al que cuido y mimo como una devota enfermera. Tampoco estoy seguro de la excepcionalidad de los susodichos fenómenos. Todas las personas de mirada aguda conocen bien esos pasajes de su vida pasada que una voz anónima les vuelve a contar: combinaciones falsamente inocentes de detalles, que suenan vomitivamente a plagio. Dejémoslos pues a la conciencia del destino y regresemos, abatido el corazón que no quisiera abandonarlos, al monumento del final de la calle.

El viejo se había terminado la uva y desaparecido; la mujer que moría de hidropesía en su coche de ruedas había sido evacuada; no quedaba nadie por allí, con la sola excepción de un hombre que permanecía sentado en el mismo banco que un rato antes ocupara yo. Inclinado un poco hacia adelante, y con las rodillas algo separadas, les estaba echando migas a los gorriones. Su bastón, descuidadamente apoyado contra el banco junto a su cadera izquierda, se puso lentamente en movimiento en cuanto noté su presencia; comenzó a resbalar y cayó con un ruido seco en la gravilla. Los gorriones se fueron volando, trazaron una curva y se posaron en los matorrales vecinos. Tomé conciencia de que aquel hombre se había vuelto hacia mí.

Aciertas, inteligente lector.

5

Manteniendo la vista fija en el suelo, estreché su mano derecha con mi izquierda, recogí simultáneamente el caído bastón, y me senté a su lado en el banco.

—Llegas tarde —le dije, sin mirarle. El se rió. Todavía sin mirarle, me desabroché la chaqueta, me quité el sombrero, me pasé la palma por la frente. Me sentía acalorado de pies a cabeza. El viento había dejado de soplar en el manicomio.

—Le he reconocido inmediatamente —dijo Félix con un tono lisonjera y estúpidamente conspiratorio.

Miré el bastón que sostenían mis manos. Era un bastón recio y curtido, con una muesca alargada en su madera de tilo, y el nombre de su propietario grabado allí: «Félix tal y cual», y debajo la fecha, y luego el nombre de su pueblo. Lo dejé apoyado otra vez en el banco, y pensé fugazmente que, el muy pícaro, había venido a pie.

Por fin, reuniendo fuerzas, me volví hacia él. De todos modos, no le miré inmediatamente la cara; comencé mi labor por los pies y subí desde allí, tal como ocurre a veces en la pantalla cuando el cámara pretende hipnotizarte. Primero aparecieron unos grandes y polvorientos zapatos, gruesos calcetines que se arrugaban a la altura de los tobillos, luego unos pantalones azules con muchos brillos (los de pana se le debieron de pudrir) y una mano que sujetaba un pedazo de pan seco. Después una chaqueta azul sobre un suéter gris oscuro. Más arriba incluso ese cuello de camisa que ya conocía yo (y que ahora estaba relativamente limpio). Y allí me detuve. ¿Debía dejarle sin cabeza, o seguir construyéndole? Poniéndome a cubierto detrás de mi mano, miré su cara entre mis dedos.

Durante un momento tuve la impresión de que todo había sido un engaño, una alucinación; que jamás habría podido él ser mi doble, cómo iba a poder serlo aquel bobales con sus cejas enarcadas, su estúpida sonrisa expectante, que no sabía aún qué cara poner y, por eso, alzaba esas cejas, como para no arriesgar nada todavía. Durante un momento, como digo, pensé que se me parecía tanto como cualquier otro hombre. Pero luego, pasado el susto, regresaron los gorriones, uno de ellos brincó muy cerca de nosotros, y eso desvió su atención; sus rasgos volvieron a posarse y vi, una vez más, el portento que tanto me había sorprendido cinco meses atrás.

Les arrojó un puñado de migajas a los gorriones. El más próximo lanzó un aleteante picotazo, la migaja brincó hacia arriba y fue atrapada por otro pájaro, el cual voló inmediatamente lejos de allí. Félix se volvió de nuevo hacia mí con el servilismo expectante y rastrero de antes.

—Ese de ahí se ha quedado sin nada —dije, señalando a un pajarillo que, algo separado de los demás, hacía sonar su pico con desesperación.

—Es joven —observó Félix—. Mire, apenas tiene cola todavía. Me gustan los pajaritos —añadió con una sonrisa empalagosa.

—¿Estuviste en la guerra? —pregunté; y, varias veces seguidas, carraspeé, porque estaba muy ronco.

—Sí —contestó—. Dos años. ¿Por qué?

—Por nada. Muerto de miedo todo el tiempo, ¿eh?