Guiñó un ojo y habló con evasiva oscuridad:
—Cada rata tiene su casa, pero no todas las ratas fuera se arrastran.
En alemán el final también rimaba; no era la primera vez que me fijaba en su tendencia a los dichos más insípidos; y era absolutamente inútil estrujarse los sesos tratando de adivinar cuál era la idea que había tratado de expresar.
—Se acabó. No hay nada para vosotros —dijo, haciendo un aparte con los gorriones—. También me gustan las ardillas. —(Ese guiño otra vez)—. Va bien que los bosques tengan muchas ardillas. Me gustan porque están en contra de los terratenientes. Y los topos también.
—¿Y los gorriones? —pregunté con la mayor amabilidad del mundo—. ¿También están «en contra», como tú dices?
—Los gorriones son los mendigos del reino de las aves, unos auténticos mendigos callejeros —repitió una y otra vez, apoyándose con ambas manos en el bastón y haciéndolo oscilar lateralmente. Era obvio que se tenía por un polemista extraordinariamente astuto. No, no era un simple tonto, era un tonto de la variante melancólica. Incluso su sonrisa era taciturna: me daba náuseas de sólo mirarla. Y no obstante le miré, ávidamente. Me interesaba sobremanera observar el modo en que nuestra notable semejanza se rompía con los movimientos de su cara. En caso de que llegara a la ancianidad, pensé, sus sonrisas y sus muecas terminarán por erosionar por completo nuestra similitud, tan perfecta ahora cada vez que se le congela la cara.
Hermann (en tono juguetón):
—Ah, de manera que eres un filósofo.
Aquello pareció ofenderle un poco.
—La filosofía es un invento de los ricos —objetó con profunda convicción—. Y todo lo demás también son inventos: la religión, la poesía... ¡Oh, doncella, cuánto sufro! ¡Ay, mi pobre corazón desdichado! Ahora bien, la amistad es otra cosa. Sí, la amistad y la música son otra cosa.
»Le diré una cosa —prosiguió, dejando el bastón y hablándome con cierto apasionamiento—: Me gustaría tener un amigo que estuviese siempre dispuesto a compartir conmigo su rebanada de pan, que me legase un pedazo de tierra, una casita de campo. Sí, me gustaría tener un amigo de verdad. Trabajaría para él como jardinero, y luego su jardín pasaría a ser mío, y siempre recordaría a mi querido amigo con lágrimas de agradecimiento. Tocaríamos juntos el violín, o bien él la flauta y yo la mandolina. En cuanto a las mujeres... a ver, dígame una sola que no engañe a su marido.
—¡Cierto! ¡Ciertísimo! Qué placer el oírte hablar. ¿Fuiste de pequeño a la escuela?
—Sólo una temporada muy corta. ¿Y qué se puede aprender en la escuela? Nada. ¿De qué les sirven las lecciones a los tipos listos? Lo principal es la Naturaleza. La política, por ejemplo, no me interesa. Y hablando en general... el mundo, sabe, es una porquería.
—Conclusión que me parece perfectamente lógica —dije—. Sí... una lógica impecable. Bien, escúchame, listo, devuélveme ahora mismo mi lápiz, venga.
Esto hizo que se enderezase y adoptase la actitud mental que a mí me convenía.
—Se lo olvidó en la hierba —balbució, muy desconcertado—. No sabía si volvería a verle.
—¡Conque me lo robaste y luego lo vendiste! —exclamé, e incluso descargué una patada en el suelo.
Su reacción fue notable: primero sacudió la cabeza, negando el latrocinio, y luego, inmediatamente, hizo gestos de asentimiento, admitiendo haber llevado a cabo la transacción. Se concentraba en él todo el ramillete de la estupidez humana.
—Así te confundas —dije—. La próxima vez actúa con más circunspección. Bien, de todos modos, lo pasado pasado está. Toma un cigarrillo.
Se tranquilizó y suspiró al ver que se me había pasado el ataque de ira; y comenzó a mostrar su gratitud:
—Gracias, oh, gracias. Pues sí, la verdad, ¡es increíble que nos parezcamos tanto! Cualquiera podría suponer que mi padre pecó con su madre de usted.
Y se puso a reír lisonjeramente, muy satisfecho con su propio chiste.
—Al grano —dije yo, fingiendo un repentino soplo de seriedad—. No te he invitado a que vengas aquí solamente para disfrutar de los etéreos placeres de una charla intrascendente. En mi carta te hablaba de la ayuda que pienso prestarte, del trabajo que te había encontrado. En primer lugar, no obstante, déjame que te formule una pregunta. Tu respuesta debe ser sincera y precisa. Dime, ¿quién crees que soy?
Félix me examinó, luego se volvió al frente y se encogió de hombros.
—No es un acertijo —proseguí, pacientemente—. Sé muy bien que no puedes conocer en modo alguno mi identidad. Dejemos en todo caso a un lado la posibilidad que tan ingeniosamente acabas de mencionar. Nuestra sangre, Félix, no es la misma. No, mi buen amigo, no es la misma. Nací a mil leguas de tu cuna, y nada mancha el honor de mis padres, y supongo que lo mismo ocurre con el de los tuyos. Tú eres hijo único: también yo lo soy. En consecuencia, ni en tu vida ni en la mía puede aparecer esa criatura misteriosa que es ese hermano perdido durante largos años tras haber sido robado por los gitanos. Ningún lazo nos une; no tengo compromiso alguno contigo, fíjate bien en lo que digo, ningún compromiso en absoluto; si tengo intención de ayudarte lo hago siguiendo solamente mi libre voluntad. Tenlo bien en cuenta, por favor. Y ahora, permíteme que vuelva a preguntarte: ¿qué supones que soy? ¿Qué opinión te has formado de mí? Porque te habrás formado algún tipo de opinión, ¿no te parece?
—Quizá sea usted un actor —dijo Félix en tono vacilante.
—Si te he entendido bien, amigo mío, con eso quieres decir que la primera vez que nos encontramos estuviste pensando: «Ah, seguro que éste es uno de esos de la farándula, uno de los más brillantes, uno de esos tipos de cara graciosa y ropa carísima, un famoso.» ¿Acierto?
Félix detuvo por completo la punta del pie, con la que había estado alisando la gravilla, y su rostro adoptó una expresión notablemente tensa.
—No pensé nada —dijo enfurruñado—. Simplemente pude ver que... bueno, que usted sentía cierta curiosidad por mí, sólo cosas así. Y, oiga, ¿cobran mucho dinero ustedes, los actores?
Una leve acotación: la idea que me había dado me pareció sutil; el singular rodeo dado por él terminó entrando en contacto con la parte más importante de mi plan.
—Aciertas —exclamé—. Aciertas. Sí, soy un actor. Un actor del cinematógrafo, para ser más precisos. Sí, exacto. ¡Lo has explicado magnífica, excelentemente! ¿Qué más dirías de mí?
Noté aquí que, en cierto modo, le había decaído el ánimo. Mi profesión parecía haberle decepcionado. Se quedó como estaba, fruncido el ceño con expresión entristecida, sosteniendo el cigarrillo a medio fumar entre el índice y el corazón. De repente alzó la cabeza, parpadeó.
—¿Y qué clase de trabajo quieres ofrecerme? —preguntó, abandonando su anterior dulzura zalamera.
—Despacio, despacio. Todo a su debido tiempo. ¿No te había preguntado qué otras cosas llegaste a pensar de mí? Anda, contéstame, por favor.
—Ah, bueno... Sé que le gusta a usted viajar. Eso es todo.
Entretanto se iba acercando la noche; los gorriones habían desaparecido hacía un buen rato; el monumento parecía más alto y tenebroso. Tras un árbol negro asomó silenciosamente la luna, sombría y carnosa. Una nube la cubrió, al pasar, con un velo, tras el que lo único visible era su regordeta barbilla.