—Bien, Félix, empieza a oscurecer, y esto está cada vez más tétrico. Apuesto a que tienes hambre. Venga, vamos a comer un poco y seguiremos charlando mientras nos tomamos una jarra de cerveza. ¿Te parece bien?
—Sí —dijo Félix en un tono ligerísimamente más animado, y luego añadió sentenciosamente—: «Las tripas vacías no tienen orejas.»
(Sigo traduciendo sus adagios; en alemán, todos ellos tenían tintineantes rimas.)
Nos pusimos en pie y caminamos hacia las luces amarillentas del bulevar. Al caer la noche, casi había perdido yo conciencia de nuestro parecido. Félix caminaba con aire gacho a mi lado, aparentemente sumido en sus pensamientos, y su forma de caminar era tan gris como él.
Le pregunté:
—¿Habías estado antes en Tarnitz?
—No —repuso—. No me gustan las ciudades. Yo y los que somos como yo nos cansamos enseguida de las ciudades.
La enseña de un bar. En una ventana, un barril guardado por un par de barbudos duendes de terracota. Tan buena como cualquier otra. Entramos y elegimos una mesa del rincón más apartado. Mientras me quitaba el guante, observé el local con ojo atento. No había más que tres personas, y ninguna de ellas nos prestó la menor atención. Se aproximó el camarero, un hombrecillo pálido con quevedos (no era la primera vez que veía a un camarero quevédico, pero no logré recordar dónde ni cuándo había visto al anterior). Mientras esperaba que hiciéramos el pedido, el camarero me miró primero a mí, y luego a Félix. Naturalmente, debido a mi bigote, nuestro parecido no le saltó a la vista; pues, en efecto, me había dejado crecer un bigote precisamente con la intención de no llamar indebidamente la atención cuando estuviese con Félix. Hay, me parece, un sabio pensamiento en alguna página de Pascal que dice así: dos personas que se parecen mutuamente no ofrecen ningún interés por separado, pero provocan toda una conmoción cuando se presentan simultáneamente. No he leído nunca a Pascal ni recuerdo en dónde pellizqué esta cita. ¡Ah, qué maravillas de prestidigitación hacía yo en mis años jóvenes, y cómo disfrutaba con ellas! Por desgracia, no era el único que exhibía máximas recién robadas. Una vez, en una fiesta de San Petersburgo, comenté: «Hay sentimientos, dice Turguenev, que sólo la música puede expresar.» Al cabo de unos cuantos minutos llegó otro invitado que, en mitad de una conversación, citó la misma frase, tomada del programa de un concierto, cierta vez en que le vi escabullirse hacia la sala de espera de los actores. El, y no yo, hizo el ridículo, por supuesto; de todos modos, aquello produjo en mí cierta incomodidad (aunque encontré cierto alivio preguntándole maliciosamente qué le había parecido la gran Viabranova), de modo que decidí abandonar el territorio de la alta cultura. Todo esto no es una evasiva sino una digresión; y subrayo que no es, en absoluto, una evasiva; nada temo, y pienso decirlo todo. Habría que admitir que ejerzo un control exquisito no sólo sobre mí mismo sino también sobre el estilo de mi escritura. Cuántas novelas escribí de joven: así, por las buenas, como quien no quiere la cosa, y sin la menor intención de publicarlas. He aquí otra frase célebre: un manuscrito publicado, dice Swift, es como una prostituta. Un día (estando en Rusia) le di a leer un manuscrito mío a Lydia, pero diciéndole que era obra de un amigo; lo encontró aburrido y no lo terminó. Hasta la fecha, mi caligrafía le resulta prácticamente desconocida. Tengo, en cifras exactas, veinticinco clases de caligrafía, la mejor de las cuales (es decir, la que uso más a menudo) posee las características siguientes: es redonda y diminuta, con las curvas agradablemente rollizas, de manera que cada palabra parece un pastelillo de fantasía recién sacado del horno; también tengo una letra que es una cursiva rápida, afilada y maliciosa, el garabateo de un jorobado garboso, con sobreabundancia de abreviaturas; y una letra de suicida en la que cada letra es un dogal y cada coma un gatillo; y la que más valoro: grande, legible, firme y absolutamente impersonal; tal como escribiría la mano abstracta que sale del sobrehumano puño de camisa que solemos ver representado en los indicadores y en los libros de texto de física. Fue con esa letra ( hand) como comencé a escribir el libro que ahora se ofrece al lector; pronto, sin embargo, la pluma se me desbocó: este libro está escrito en mis veinticinco letras entremezcladas, de modo que el desconocido tipógrafo o mecanógrafo, o la persona por mí elegida, ese escritor ruso al que le será remitido mi manuscrito cuando llegue el momento, pensarán que fue escrito entre varias personas; y es también probabilísimo que algún experto, algún furtivo cara de rata descubra en esta orgía cacográfica señal segura de alguna anormalidad psíquica. Tanto mejor.
Bien... Acabo de mencionarte a ti, mi primer lector, tú, conocido autor de novelas psicológicas. Las he leído, y las he encontrado muy artificiales, aunque no del todo mal construidas. ¿Qué sentirás, lector-escritor, cuando inspecciones mi historia? ¿Placer? ¿Envidia? O incluso... ¿quién sabe...? Es posible que utilices mi indefinida mudanza para publicar mis cosas como tuyas... como fruto de tu propia y hábil... sí, te lo concedo, hábil y experimentada imaginación; y dejándome a mí a la intemperie. No me costaría demasiado prevenir con ciertas medidas semejante insolencia. Otra cuestión es si voy o no a tomarlas. ¿Y si me pareciese adulador por tu parte que me robases lo que es mío? El robo es el mayor cumplido que se le puede hacer a cualquier cosa. Y ¿sabes lo más divertido de todo? Doy por supuesto que, tras haber tomado la decisión de efectuar ese agradable latrocinio, suprimirás las frases más comprometedoras, precisamente las que ahora estoy escribiendo, y, más aún, modificarás ciertos fragmentos a tu gusto (idea que ya no me resulta tan placentera) de la misma manera que el ladrón de automóviles vuelve a pintar el coche que roba. Y, en relación con esto, voy a permitirme el lujo de contar un cuentecillo, que, sin duda, es el más divertido que conozco. Hace unos diez días, es decir en torno al 10 de marzo de 1931 (medio año ha volado repentinamente: una caída en un sueño, una carrera en las medidas del tiempo), una persona, o unas personas, que pasaban por el camino o atravesaban el bosque (esto último, creo, quedará establecido a su debido tiempo), divisaron, en su margen, y tomaron ilegalmente posesión de un automóvil azul de tal marca y tal potencia (omito los detalles técnicos). Y, de hecho, esto es todo.
No pretendo que esta anécdota cautive a todo el mundo: su sentido no es en absoluto evidente. Me hizo partirme de risa, a mí, porque yo estaba en el ajo. Y puedo añadir que no me la contó nadie, y que tampoco la he leído en ninguna parte; lo que hice fue, en realidad, deducirla por medio de ciertos razonamientos hechos a partir del simple dato de la desaparición del automóvil, dato que los periódicos han interpretado horriblemente mal. ¡Retrocede otra vez, tiempo!
—¿Sabes conducir? —Esa fue, lo recuerdo bien, la pregunta que le formulé de repente a Félix, cuando el camarero, que no había notado nada especial en nosotros dos, puso una limonada delante de mí y una jarra de cerveza delante de Félix, tras lo cual, y con la mayor vehemencia, mi borroso doble sumergió en la espuma su labio superior.
—¿Cómo? —emitió él, con un gruñido beatífico.
—Te he preguntado si sabes conducir automóviles.
—¡Vaya que sí! Una vez fui amigo de un chófer que trabajaba en un castillo, cerca de mi pueblo. Un día, espléndido día, por cierto, atropellamos a una marrana. ¡Y menudos chillidos pegaba la bestia!