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»El actor interpreta su papel, y la cámara toma su imagen; queda por hacer una escena insignificante; el protagonista, por ejemplo, tiene que pasar por tal sitio al volante de su coche; pero no puede hacerlo, está en cama, constipado. No hay tiempo que perder, de modo que su doble ocupa su lugar y pasa volando en coche por el sitio determinado previamente (es magnífico que sepas conducir, por cierto), y cuando finalmente se proyecta la película no hay ni un solo espectador que se entere de la sustitución. Cuanto mayor es el parecido, mayor es también el precio que se paga. Existen incluso empresas cuya finalidad consiste precisamente en proporcionarles fantasmas a las grandes estrellas del cinematógrafo. Y la vida de tales fantasmas es magnífica, dado que cobran un sueldo fijo pero no tienen que trabajar más que de forma ocasional, y tampoco han de hacer gran cosa: ponerse exactamente la misma ropa que el héroe, y pasar a gran velocidad en un coche elegante, ocupando el lugar del protagonista. ¡Y ya está! Por supuesto, el sobresaliente no tiene que hablar de su trabajo con nadie; menudo jaleo se organizaría si algún reportero se enterase de tal estratagema y el público supiera que parte de la interpretación de su actor favorito ha sido falsificada. Ahora debes de comprender por qué razón me mostré tan deliciosamente sorprendido cuando encontré en ti una copia perfecta de mí mismo. Este era uno de mis sueños más acariciados. Piensa en todo lo que significa para mí, sobre todo ahora que ha comenzado un rodaje y yo, que poseo una salud muy débil, he de interpretar el papel principal. Si me ocurriese algo, podrían llamarte inmediatamente a ti, y entonces llegas tú y...

—A mí no me llama nadie, ni llego a ningún sitio —me interrumpió Félix.

—¿Por qué me hablas de este modo, querido amigo? —le dije yo, transmitiéndole una leve reprimenda a través del tono.

—Porque —dijo Félix— no está bien que le tome usted el pelo a un pobre. Al principio le creí. Pensé que iba a ofrecerme un trabajo honrado. He tenido que hacer un gran esfuerzo para llegar hasta aquí. Mire mis suelas, en qué estado se encuentran... Y ahora, en lugar de trabajo... No, no me interesa.

—Me temo que se ha producido algún malentendido —le dije con suavidad—. Lo que te estoy ofreciendo no es en absoluto degradante ni complicado. Firmaremos un contrato. Te pagaré cien marcos al mes. Permíteme que te lo repita: el trabajo es ridículamente sencillo; un juego de niños. Ya sabes, todos los niños se divierten representando el papel de soldado, de fantasma, de aviador. Piénsatelo bien. Cobrarás un sueldo mensual de cien marcos sólo por ponerte, muy raras veces, tal vez sólo una vez al año, mi ropa, la misma que llevo ahora. Mira, ¿sabes qué deberíamos hacer? Fijemos una cita y ensayemos una escena, sólo para ver qué tal va...

—No sé nada de nada respecto a todo eso de lo que usted está hablando, y no tengo ganas de enterarme —objetó Félix con una entonación bastante grosera—. Pero le diré una cosa, mi tía tenía un hijo que hacía de bufón en las ferias. Bebía mucho y le gustaban las chicas, y mi tía tenía el corazón destrozado por su culpa. Hasta que un día, gracias a Dios, se le saltaron los sesos tras fallar en su intento de agarrarse a un trapecio primero, y a las manos de su esposa después. Todo eso de los cinematógrafos y los circos...

¿Hablamos exactamente así? ¿Estoy siguiendo con fidelidad mis recuerdos, o tal vez mi pluma ha perdido el paso y su danza se aleja irremisiblemente de lo que dijimos? Hay matices demasiado literarios en este diálogo, cosas con resabios de aquellas otras conversaciones de bares de cartón piedra en las que tan a gusto se sentía Dostoyevski; como sigamos así un rato más, pronto podremos oír el sibilante susurro de la falsa humildad, el aliento entrecortado, las repeticiones de adverbios rituales... y luego seguiría todo lo demás, todos esos adornos místicos tan queridos por el famoso autor de novelas policíacas de ambientación rusa.

Lo cual casi me atormenta; es decir, no solamente me atormenta sino que me confunde, muchísimo, y me resulta fatal; fatal, sí, pensar que en cierto sentido he actuado como un presuntuoso a la hora de enjuiciar el poder de mi pluma (¿reconoce el lector la modulación de esta última frase?). Sí, fácilmente. En cuanto a mí, creo recordar admirablemente bien ese diálogo con Félix, con todas sus indirectas, y con su vsyu podnogotnuyu, «su subungularidad», el secreto oculto debajo de la uña (por decirlo con la jerga de la sala de torturas en la que las uñas solían ser arrancadas, y con uno de los términos preferidos, subrayado por la letra cursiva, de nuestro experto nacional en malarias del alma y aberraciones del amor propio humano). Sí, recuerdo ese diálogo, pero soy incapaz de verterlo aquí con exactitud, algo me atasca, algo caliente y horrible y del todo insoportable, algo de lo que no puedo librarme porque es tan pegajoso como esa serpentina de papel matamoscas que hemos pisado, descalzos, al entrar en una habitación completamente a oscuras. Y en la que, encima, no logramos encontrar la luz.

No, nuestra conversación no fue tal como ha quedado registrada aquí; es decir, tal vez las palabras sí fueran exactamente ésas (otra vez esa respiración boqueante, entrecortada). Pero no he logrado añadir, o no me he atrevido a hacerlo, los ruidos especiales que las acompañan; pues hubo extraños desvanecimientos o coagulaciones de los sonidos; y luego, insisto, esos murmullos, esos susurros y, de repente, una voz inexpresiva que pronunciaba con la mayor claridad:

—Venga, Félix, otra copa.

El dibujo de flores pardas en el empapelado; una inscripción que manifestaba hoscamente que la casa no se hacía responsable de los objetos perdidos; los círculos de cartulina que servían de base a la cerveza (con una suma garabateada apresuradamente en uno de ellos); y la lejana barra en la que bebía un hombre con las piernas enroscadas y envuelto en humo; tales fueron las notas que comentaban nuestro discurso, tan carentes de significado, no obstante, como las que aparecen en los márgenes de los espantosos libros de Lydia.

Si el trío sentado junto a la cortina rojo sangre, muy lejos de nosotros, se hubiera dado la vuelta para mirarnos, sus tres callados y morosos integrantes habrían visto: al hermano afortunado con el hermano desafortunado; uno con bigote y el cabello aseado, el otro bien afeitado pero con necesidad de un buen corte de pelo (esa melena fantasmal que le caía a todo lo largo del pescuezo); cara a cara, ambos con la misma cara; los codos de ambos apoyados en la mesa, el puño en el pómulo. Así nos reflejaba el neblinoso y, a juzgar por todas las apariencias, enfermo espejo, embriagadamente torcido, con una vena de locura, un espejo que se habría partido sin duda si hubiese reflejado por casualidad un solo semblante auténticamente humano.

Así, por tanto, seguimos sentados, y así seguí haciendo sonar mi persuasiva y monótona voz: soy un mal orador, y la frase que fui desgranando palabra por palabra no fluyó con la agilidad que tiene sobre el papel. Es más, resulta imposible de hecho transcribir mis incoherencias, todo ese trompicamiento y enrevesamiento de palabras, la tristeza del encadenamiento de sus frases subordinadas que han perdido a las que las regían y han terminado perdiéndose, y todo ese atropellado farfullar que proporciona un sostén, o un espantoso abismo, a las palabras; pero mi mente trabajaba mientras tan velozmente, y perseguía a su presa a un ritmo tan regular, que la impresión que me ha dejado la marcha de mis propias palabras no es en absoluto enrevesada. De todos modos, mi objeto seguía estando lejos de mi alcance. La resistencia de aquel individuo, típica de una persona de inteligencia limitada y humor timorato, tenía que ser quebrada por el procedimiento que fuera. Tan seducido estaba yo por la natural grandeza del tema, que pasé por alto no sólo la posibilidad de que a él le desagradase, sino incluso la de que pudiera asustarle, con tanta naturalidad como había resultado atractiva para mi fantasía.