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Cuando, tras haberse puesto el camisón limpio que saqué de mi maleta, se metió en cama, me senté a sus pies y fijé sobre él una mirada francamente burlona. No sé qué debió de pensar él, pero esa anormal higiene le había ablandado, hasta el punto de que, impulsado por cierta tímida efusión que, a pesar de todo su repulsivo sentimentalismo, era un ademán de auténtica ternura, me dio unos golpecitos en la mano y dijo (traduzco literalmente) :

—Es usted un buen tipo.

Sin reducir la tensión de mis mandíbulas, experimenté verdaderos estremecimientos de risa; hasta que, imagino, la expresión de mi rostro le pareció rara, pues se enarcaron sus cejas e inclinó la cabeza. Dejando de contener mi regocijo, le enchufé un cigarrillo en los labios. A punto estuvo de asfixiarse.

—¡Serás tonto! —exclamé—. ¿No has comprendido que si te hice venir aquí era por algún asunto importante, por algo importantísimo? —Y, sacando de mi cartera un billete de mil marcos, estremecido aún de risa, lo agité ante sus narices de necio.

—¿Es para mí? —preguntó, y se le cayó el pitillo encendido; era como si sus dedos se hubiesen separado involuntariamente, preparándose para cazar el billete al vuelo.

—Vas a quemar la sábana —dije (riendo, riendo)—. ¡O tus maravillosos pellejos! Pareces emocionado, ya veo. Sí, este dinero será tuyo, e incluso lo recibirás por adelantado, si aceptas el plan que voy a proponerte. ¿Cómo es que no te has dado cuenta de que estaba parloteando sobre las películas sólo para probarte, y que no soy en absoluto un actor, sino un astuto empresario? En pocas palabras, el asunto es el siguiente: tengo intención de realizar cierto negocio, y existe una pequeña posibilidad de que, más adelante, alguien se entere de lo que hice. Pero todas las sospechas quedarán inmediatamente borradas tan pronto como se presente la irrebatible prueba consistente en el hecho de que, justo cuando la susodicha operación estaba llevándose a cabo, yo me encontraba muy lejos de aquel lugar.

—¿Un robo? —preguntó Félix, y en su rostro aleteó una mirada de extraña satisfacción.

—Veo que no eres tan estúpido como yo había creído —proseguí, bajando sin embargo la voz hasta reducirla a un susurro—. Es evidente que hace ya mucho tiempo que te olías que en todo esto había algún chanchullo. Y ahora te alegras de no haberte equivocado, de la misma manera que cualquier persona se alegra cuando ve que se confirma la exactitud de lo que había deducido de antemano. Los dos tenemos una notable debilidad por los objetos de plata: eso fue lo que pensaste, a que sí. O tal vez lo que en realidad te satisfizo fue ver que, al fin y al cabo, resulto no ser un bromista que pretendía tomarte el pelo, ni tampoco un soñador medio chiflado, sino alguien que sólo pretende hacer negocios de los de verdad.

—¿Es un robo? —volvió a preguntar Félix, con renovada vida en sus ojos.

—En cualquier caso, es un acto ilegal. Conocerás los detalles a su debido tiempo. Antes, permíteme que te explique qué quiero que hagas. Tengo un coche. Vestido con mi ropa, te sentarás al volante de ese coche e irás con él a cierto lugar. Eso es todo.

Cobrarás mil marcos (o, si lo prefieres, doscientos cincuenta dólares) por ese divertido paseo.

—¿Mil? —repitió Félix, haciendo caso omiso del cebo de la otra divisa—. ¿Y cuándo me los dará?

—Todo ocurrirá de la manera más natural, querido amigo. Cuando te pongas mi chaqueta encontrarás en ella mi cartera, y en la cartera, el dinero.

—¿Qué tendré que hacer luego?

—Ya te lo he dicho. Pasear en coche. Yo me esfumaré. A ti, en cambio, te verán, y te tomarán por mí; regresarás y... bueno, yo también regresaré, una vez logrado mi propósito. ¿Quieres que sea más exacto? De acuerdo. A cierta hora atravesarás en coche un pueblo en el que mi cara es muy conocida; no tendrás que hablar con nadie, será cuestión de pocos minutos. Pero pagaré generosamente por esos pocos minutos, porque me proporcionarán la maravillosa oportunidad de estar en dos sitios a la vez.

—Le pillarán con las manos en la masa —dijo Félix—, y entonces la policía me perseguirá a mí; se sabrá todo en el juicio; usted acabará cantando de plano.

Me reí:

—Sabes una cosa, amigo, me encanta ver lo rápidamente que has aceptado la idea de que soy un maleante.

Félix replicó diciendo que no le gustaban las cárceles; que las cárceles minaban la juventud de las personas; y que no había nada comparable a la libertad y el canto de los pájaros. Habló con bastante apresuramiento y sin la más mínima señal de enemistad. Al poco rato adquirió una actitud meditabunda, con el codo sobre la almohada. La habitación estaba silenciosa, maloliente. Apenas un par de pasos o un solo salto separaban su cama de la mía. Bostecé y, sin desnudarme, me tendí a la manera rusa, encima (y no debajo) de las plumas. Una pintoresca ocurrencia me hacía cosquillas: Félix podía, durante la noche, matarme y robarme. Estirando el pie hacia fuera y lateralmente, y arrastrando el dedo gordo por la pared, logré alcanzar el interruptor; resbalé y fallé; estiré el pie un poco más, y encendí la luz con el talón.

—¿Y si todo fuese una mentira? —dijo su voz sorda, rompiendo el silencio—. ¿Y si no le creo?

No moví ni un pelo.

—Una mentira —repitió Félix al cabo de un minuto.

Seguí sin mover ni un pelo, y por fin comencé a respirar con el ritmo desapasionado del sueño.

El estaba escuchando, seguro. Yo le escuché escuchar. El me escuchó escucharle escuchando. Sonó un ruido seco. Noté que no estaba pensando en absoluto lo que creía estar pensando; intenté atrapar mi conciencia en el momento de dar el traspié, pero terminé confundiéndome a mí mismo.

Soñé un sueño odioso, una pesadilla triple. Primero aparecía un perro pequeño; pero no era simplemente un perro pequeño; un perro pequeño y de risa, muy pequeño, con los diminutos ojos negros de la larva de un escarabajo; y el resto completamente blanco, y más bien frío. ¿Carne? No, no parecía tenerla; más bien grasa o gelatina, o incluso la materia de una lombriz blancuzca que, además, tuviera esa superficie ondulada que suele recordarme a los corderitos pascuales de mantequilla que se hacen en Rusia, la imitación llevada a sus más repugnantes extremos. Un ser de sangre fría al que la Naturaleza había retorcido de forma que pareciese un perro pequeño, con su cola y sus patas, todo tal como tiene que ser. Yo insistía en seguir mi camino, y él en cruzárseme; cuando me tocó, noté como una descarga eléctrica. Desperté. En las sábanas de la cama contigua a la mía se encontraba, enroscado, como una larva blanca que se hubiera desvanecido, aquel mismo pseudoperro espantoso... Solté un gruñido de asco y abrí los ojos. Flotaban sombras por todas partes; en la cama de al lado no había más que esas anchas hojas de lampazo que, a causa de la humedad, suelen crecer en los cabezales de las camas. Alcancé a ver, en esas hojas, las delatoras manchas de una naturaleza cenagosa; miré de más cerca; allí, pegado a un gordo tallito, estaba sentado, pequeño, sebosamente blancuzco, con sus ojillos como botones negros... hasta que, por fin, me desperté del todo.

Nos habíamos olvidado de correr las cortinas. Se me había parado el reloj. Debían de ser las cinco o cinco y media. Félix dormía envuelto en la colcha de plumas, vuelto de espaldas; sólo se le veía la oscura corona de su pelo. Un despertar misterioso, un amanecer misterioso. Evoqué nuestra conversación, recordé que no había sido capaz de convencerle; y una idea, nueva y magníficamente atractiva, me dominó.