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Ah, lector, tras mi sueñecito me sentí fresco como un niño; con el alma recién lavada y aclarada; acababa de cumplir, en realidad, sólo treinta y seis años, y podía dedicar el generoso resto de mis días a cosas mejores que a perseguir fuegos fatuos. Qué idea tan fascinante, la verdad; aceptar los consejos del destino para después, inmediatamente, abandonar esa habitación, irme para siempre y olvidar, y ahorrarle a mi pobre doble... Y, quién sabe, quizás al fin y al cabo no se me pareciese tanto, no podía verle más que la coronilla, y él dormía profundamente, vuelto de espaldas. Eso es lo que un adolescente, tras haber cedido una vez más a un vicio solitario y vergonzoso, se dice a sí mismo con desmesurada fuerza y claridad: «Esto se acabó para siempre, a partir de ahora mi vida será pura; el éxtasis de la pureza»; y así, tras haberlo dicho todo, tras haberlo vivido todo por adelantado y haberme llevado mi ración de dolor y placer, sentía ahora unos deseos supersticiosamente intensos de darle la espalda para siempre a la tentación.

Qué sencillo parecía todo; en esa otra cama dormía un vagabundo al que yo había cobijado por casualidad; sus pobres zapatos polvorientos estaban en el suelo, unidos por las puntas; su leal bastón yacía cuidadosamente dispuesto de través en la silla que sostenía su ropa, doblada con pulcritud proletaria. ¿Qué diablos estaba haciendo yo en esa habitación de aquel hotel pueblerino? ¿Qué motivos tenía para seguir perdiendo el tiempo allí? Y aquel olor sobrio y fuerte del sudor de un extraño, y ese cielo cuajado de la ventana, esa enorme mosca negra que se había sentado en la palangana... todo me repetía: levántate y vete.

Una mancha negra de barro mezclado con gravilla, no lejos del lugar de la pared en donde estaba el interruptor, me recordó un día de primavera en Praga. ¡Sí, podía raspar esa mancha hasta no dejar huella, ni la más mínima huella, ninguna huella! Anhelé el baño caliente que me hubiese dado en mi bella casa... aunque de inmediato tuve que hacerle una irónica corrección a ese pensamiento anticipa torio, ya que Ardalion había probablemente usado la bañera, aprovechándose de la autorización que a tal efecto le había dado su amable primo, como mínimo un par de veces durante aquella ausencia mía.

Bajé los pies, los deposité sobre una punta doblada de la alfombra; me peiné hacia atrás el pelo que se me caía sobre las sienes, utilizando para ello un peine de carey auténtico... en lugar de hacerlo con el de imitación que le había visto usar a aquel vagabundo; sin hacer el menor ruido, crucé la habitación y me puse el abrigo y el sombrero; alcé del suelo mi maleta, y, cerrando insonoramente la puerta a mi espalda, salí. Presumo que incluso si hubiese tenido la oportunidad de echarle una sola ojeada a la cara de mi dormido doble me habría igualmente ido; pero no experimenté deseo alguno de hacerlo, de la misma manera que ese adolescente más arriba mencionado no se digna, a la mañana siguiente, a dirigirle una sola ojeada a la fotografía que había adorado en la cama.

Flotando en una leve neblina de vértigo, bajé la escalera, me limpié los zapatos con una toalla del lavabo, volví a peinarme, pagué la habitación, y, seguido por los ojos adormilados del portero nocturno, pisé por fin la calle. Media hora más tarde ya me encontraba sentado en el vagón de un tren; un eructo con sabor a brandy viajaba conmigo, y en las comisuras de mis labios permanecían aún las huellas saladas de una tortilla deliciosa que me había tomado apresuradamente en el restaurante de la estación. Así, con este bajo tono esofágico, termina este vago capítulo.

6

Nada más sencillo de demostrar que la inexistencia de Dios. No es posible aceptar, por ejemplo, que un Yahserio, absolutamente sabio y todopoderoso, pueda dedicar su tiempo a cosas tan inanes como jugar con maniquíes, y —cosa más ilógica incluso— que limite su juego a esas espantosamente vulgares leyes de la mecánica, la química y la matemática, sin mostrar nunca —¡fíjense ustedes, nunca!— su cara, y que en cambio se permita subrepticios circunloquios y miraditas, o ese furtivo susurrar (¡y lo llaman revelaciones, claro!) verdades contenciosas, escondido tras algún que otro amable histérico.

Todo este asunto de lo divino es, supongo, una tremenda estafa de la que no son responsables los sacerdotes, desde luego; son los propios sacerdotes quienes son sus víctimas. La idea de Dios fue inventada en las horas oscuras del amanecer de la historia por un tunante no desprovisto de genio; rezuma demasiado a humanidad, la susodicha idea, como para que sea plausible su origen azur; con lo cual no quiero decir que sea fruto de la más crasa ignorancia; ese tunante al que me he referido era un experto en leyendas celestiales, y me pregunto de verdad cuál es la mejor variación del Paraíso: esa visión deslumbrante de unos ángeles con más ojos que Argos, siempre agitando sus alas, o ese espejo curvado en el que un profesor de física va empequeñeciéndose complacidamente, haciéndose cada vez más y más pequeño.

Hay otra razón por la cual no puedo, o no quiero, creer en Dios: el cuento de hadas que transmite su historia no es mío en realidad, sino que pertenece a unos extraños, a todos los hombres; está absolutamente empapado de los efluvios de millones de otras almas que, después de pasar un ratito dando vueltas en torno al sol, terminan estallando; pululan en él múltiples miedos primigenios; resuena en él un confuso coro de voces innumerables que pugnan por ahogarse mutuamente; lo oigo en los estruendos y jadeos del órgano, en el rugido del diácono ortodoxo, en el canturreo del cantor de la sinagoga, en los gemidos de los negros, en la florida elocuencia del predicador protestante, en los gongs y los tronidos y en los espasmos de las epilépticas; veo brillar a su través las pálidas páginas de todas las filosofías, a modo de espuma de olas que rompieron en la lejanía; y me resulta extraño, y odioso y absolutamente inútil.

Si no soy dueño de mi vida, ni sultán de mi propio ser, jamás la lógica de hombre alguno ni los éxtasis de nadie podrán forzarme a encontrar menos tonta mi absolutamente tonta actitud: la del esclavo del Dios; no, ni siquiera su esclavo, sino tan sólo una cerilla caprichosamente encendida y luego apagada de un soplido por un niño curioso, un niño que es el terror de sus juguetes. No hay, sin embargo, motivos para la ansiedad: Dios no existe, como tampoco existe nuestro más allá, ya que podemos librarnos de esta segunda pesadilla con la misma facilidad que de la primera. Así, imagínese el lector en el momento en que acaba de morir... y despertando luego por completo en un Paraíso donde, coronados de sonrisas, sus queridos difuntos acuden a darle la bienvenida.

A ver, que alguien me diga, por favor, qué garantía tiene de que todos esos queridos fantasmas son auténticos; que es realmente nuestra querida madre, en lugar de cierto pícaro demonio que sólo pretende engañarnos poniéndose la máscara de nuestra madre e imitándola con arte y naturalidad consumados. Ahí está el problema, ahí el horror; y más incluso en la medida en que esa espléndida interpretación seguirá eternamente; jamás, jamás, jamás, jamás, jamás nuestra alma podrá en ese otro mundo estar completamente segura de que los dulces y amables espíritus que la rodean no son enemigos disfrazados, y siempre, siempre, siempre permanecerá nuestra alma en la duda, temiendo a cada momento algún cambio espantoso, alguna malévola sonrisilla diabólica que desfigurará el querido rostro que se inclina sobre nosotros.