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Por este motivo estoy dispuesto a aceptarlo todo, venga lo que venga; el membrudo verdugo con su sombrero de copa, seguido luego del zumbido hueco de la vacía eternidad; pero me niego a sufrir los tormentos de una vida sin final, no quiero esos fríos perritos blancos. Déjenme suelto, no pienso soportar ni la más mínima muestra de ternura, se lo advierto, pues todo es engaño, un zafio truco de prestidigitador. No confío en nada ni en nadie, y cuando el ser más querido que he conocido en este mundo se reúna conmigo en el próximo, y sus conocidos brazos se extiendan para abrazarme, emitiré un aullido de puro terror, me desplomaré en el césped paradisíaco, retorciéndome... ¡Ay, cómo voy a saber qué haré! No, que ningún extraño pueda colarse en el país de los bienaventurados.

De todos modos, pese a mi falta de fe, no soy por naturaleza un ser triste ni malvado. Cuando regresé a Berlín desde Tarnitz, e hice inventario de las pertenencias de mi alma, disfruté como un crío de las pequeñas pero indudables riquezas allí encontradas, y tuve la sensación de, renovado, refrescado, liberado, estar entrando, como suele decirse, en una nueva etapa de mi vida. Tenía una esposa con seso de pajarito pero aún atractiva y que me adoraba; un bonito piso; un estómago acomodaticio; y un coche azul. Había en mí, así lo sentí, un poeta, un escritor; y poseía, además, grandes posibilidades comerciales, aunque era cierto también que el negocio no funcionaba muy bien. Félix, mi doble, no me parecía más que una curiosidad inofensiva, y, posiblemente, habría hablado de él con mis amigos caso de haberlos tenido. Jugué con la idea de abandonar el chocolate y emprender otra cosa; la publicación, por ejemplo, de caros volúmenes de lujo dedicados a tratar exhaustivamente de las relaciones sexuales tal como nos son reveladas en la literatura, el arte, la ciencia... en pocas palabras, me sentía pletórico de fieras energías que no sabía en qué emplear.

Una noche de noviembre destaca en especial sobre todas las demás: al llegar a casa procedente de la oficina no encontré allí a mi esposa; me había dejado una nota diciendo que estaba en el cine. No sabiendo qué hacer, me puse a caminar de un lado a otro por las diversas habitaciones, haciendo chasquear de vez en cuando los dedos; luego me senté a la mesa de mi despacho con intención de escribir un brillante fragmento de prosa, pero apenas si logré arrancarle unos cuantos babeos a mi pluma, y dibujar unas cuantas narices goteantes; de modo que me puse de nuevo en pie y salí, porque tenía una aguda necesidad no sé exactamente de qué: de tener algún tipo de relación con el mundo, ya que mi propia compañía, demasiado excitante y sin finalidad alguna para tal excitación, me resultaba insoportable. Me obligué a ir a casa de Ardalion, ese despreciable saltimbanqui de vigoroso carácter. Cuando finalmente me abrió la puerta (por miedo a los acreedores, vivía encerrado en su habitación) supe con sorpresa que no tenía ni idea de por qué había ido a verle.

—Lydia está aquí —dijo, dándole vueltas a alguna cosa que tenía en la boca (y que luego resultó ser un chicle)—. Se encuentra muy mal. Ponte cómodo.

Tendida en la cama de Ardalion, medio vestida (a saber, descalza y sin más ropa que el camisón), Lydia estaba fumando.

—Oh, Hermann —dijo ella—, qué buena idea has tenido. Gracias por venir. Me pasa algo en la barriguita. Siéntate aquí. Ahora me encuentro mejor, pero en el cine me he sentido horriblemente mal.

—Y en mitad de una película buenísima —se quejó Ardalion mientras urgaba su pipa y esparcía su contenido por el suelo—. Lleva media hora así, repanchigada como la ves ahora. Imaginaciones de mujeres, eso es todo. Está fuerte como un roble.

—Dile que contenga su lengua —dijo Lydia.

—Oye —dije, volviéndome hacia Ardalion—, tal vez esté confundido, pero ¿no pintaste tú una vez un cuadro con una pipa de brezo y dos rosas?

Ardalion emitió un sonido que los novelistas poco escrupulosos con la exactitud suelen representar así: «H'm.»

—No que yo sepa —contestó—. Me parece, amigo, que has estado trabajando más de la cuenta.

—Adivina adivinanza —dijo Lydia, tendida en la cama y con los ojos cerrados—. Empieza por un sentimiento fieramente romántico. Luego, una fiera salvaje. Y es también una fiera salvaje o, en último extremo, un pintor de brocha gorda. ¿Adivinas lo que es?

—No le hagas caso —dijo Ardalion—. En cuanto a lo de la pipa y las rosas, no, no lo recuerdo. Pero búscalo tú mismo si quieres.

Sus pintarrajos colgaban de las paredes, se amontonaban desordenados sobre la mesa y en un rincón. Todo lo que había en la habitación estaba cubierto de plumosos amontonamientos de polvo. Examiné los chafarrinones bermejos de sus acuarelas; repasé varios grasientos pasteles abandonados en una silla desvencijada...

—Primero —le dijo Ardor-león a su bella prima, en una de sus horrísonas bromas— tendrás que aprender a deletrear mi nombre.

Abandoné la habitación y me fui al comedor de la patrona. Aquella anciana señora, muy parecida a una lechuza, se hallaba sentada en una butaca gótica situada sobre una pequeña tarima y al lado de la ventana, y estaba zurciendo una media apoyándose en un champiñón de madera.

—... ver los cuadros —dije.

—Por supuesto —contestó ella graciosamente.

Justo a la derecha del aparador hallé lo que estaba buscando; resultó, sin embargo, que no eran exactamente dos rosas, y que tampoco era del todo una pipa, sino un par de grandes melocotones y un cenicero de cristal.

Regresé sumido en un estado de irritación aguda.

—Y bien —dijo Ardalion—, ¿lo has encontrado?

Negué con la cabeza. Lydia ya se había introducido en su traje y zapatos, y estaba alisándose el cabello ante el espejo, con el cepillo de Ardalion.

—Qué raro... debo de haber comido algo —dijo, haciendo ese numerito suyo consistente en angostar un poco la nariz.

—Simples vientos —comentó Ardalion—. Esperad un momento, vosotros dos. Os acompaño. Me visto en un periquete. Vuélvete, Liddy.

Llevaba puesto un blusón casero de pintor, manchadísimo y que le llegaba casi hasta los tobillos. Se lo quitó. No había nada debajo, excepto el crucifijo de plata, y unos mechones simétricos de pelo. Detesto, francamente, la falta de pulcritud y la suciedad. Doy mi palabra de que Félix era más limpio que él. Lydia se quedó mirando por la ventana, tarareando una cancioncilla que hacía tiempo quedó pasada de moda (y qué horriblemente mal pronunciaba la letra en alemán). Ardalion anduvo por todo el cuarto, vistiéndose por etapas a medida que iba descubriendo cosas en los sitios más inesperados.

—¡Pobre de mí! —exclamó repentinamente—. ¿Existe algo más corriente que un artista tronado? Si alguien con buenos instintos quisiera organizarme una exposición, al día siguiente sería famoso y rico.

Cenó con nosotros, y jugó luego a cartas con Lydia, y se fue pasada la medianoche. Ofrezco todo esto como muestra de una velada que transcurrió de forma agradable y provechosa. Sí, todo salió bien, todo fue excelente, me sentí otro hombre, refrescado, renovado, liberado (un piso, una esposa, el agradable y profundamente penetrante frío de uno de esos férreos inviernos berlineses) y demás. No puedo reprimir mis deseos de proporcionarles también una muestra de mis ejercicios literarios, algo así como un entrenamiento subconsciente, supongo yo, con vistas a la contienda que ahora libro con este atormentado cuento. Las tímidas fruslerías redactadas ese invierno han sido destruidas, pero mi memoria retiene con cariño todavía una de ellas... Lo cual me recuerda los poemas en prosa de Turguenev... «Qué bellas, qué frescas eran las rosas», leídos con acompañamiento de piano. Permítanme, así pues, que les moleste con un ratito de música.