Había una vez una persona débil, enferma y, sin embargo, bastante rica, un tal Mr. X. Y. Estaba este caballero enamorado de una embrujadora jovencita que, ay, no le prestaba la menor atención. Un día, encontrándose de viaje, este caballero pálido y deslustrado vio casualmente en la playa a un joven pescador llamado Mario, un tipo alegre, bronceado y fuerte que, además de todo eso, guardaba un maravilloso, un estupendo parecido con él. A nuestro protagonista se le ocurrió una gran idea: invitó a la joven dama a que fuese con él a la localidad costera. Se alojaron en hoteles diferentes. La primera mañana tras su llegada, ella fue a dar un paseo y desde lo alto del acantilado vio a... ¿a quién? ¿Era realmente Mr. X. Y.? Bueno, ¡jamás en la vida hubiese creído...! Se encontraba en mitad de la playa que se extendía abajo, alegre, bronceado, con un jersey a listas, fuertes brazos desnudos (¡pero era Mario!). La damisela regresó a su hotel temblorosa de emoción, y esperó, ¡más y más! Los minutos dorados fueron transformándose en plomizos...
El auténtico Mr. X. Y., que, tras un laurel, había estado viéndola mientras ella miraba a Mario, su doble (y que ahora estaba dándole tiempo al corazón de la señorita, esperando a que madurase plenamente), erró entretanto por el pueblo, en traje de calle y con corbata lila. De repente una morena pescadera de falda escarlata le llamó desde el umbral de una casita y, con un ademán latino de sorpresa, exclamó: «¡Qué maravillosamente bien trajeado vas, Mario! Siempre había creído que eras un simple pescador, tan tosco como todos nuestros jóvenes, y no te amaba; pero ahora, ahora...» Le hizo entrar consigo en la cabaña. Labios susurrantes, loción capilar y olor a pescado entremezclados, caricias ardientes. Así volaron las horas...
Por fin abrió los ojos Mr. X. Y., y se fue al hotel en donde su único y verdadero amor le esperaba febrilmente. «He estado ciega —exclamó ella al verle entrar—. Y he recobrado la vista al contemplarte en toda tu bronceada desnudez en esa playa besada por el sol. Sí, te amo. Haz conmigo lo que te plazca.» ¿Labios susurrantes? ¿Caricias ardientes? ¿Horas que pasan volando? No, ay, no y no: rotundamente no. Sólo un resto de pegajoso olor a pescado. El pobre tipo estaba del todo agotado tras su última jarana, de modo que se quedó allí sentado, sombrío y cariacontecido, pensando en lo chiflado que había sido al traicionar y malograr su glorioso plan.
Todo muy mediocre, lo sé. Al escribirlo tenía la sensación de estar haciendo cosas muy ingeniosas; hay ocasiones en las que un sueño produce esa misma impresión: sueñas que estás pronunciando un discurso de insuperable brillantez, pero cuando lo recuerdas al despertar dice tonterías como: «Aparte de guardar silencio ante el té, guardo también silencio ante unos ojos específicos y espejísimos», etc.
Por otro lado, este cuentecillo a la manera de Oscar Wilde sería perfectamente adecuado para las columnas de los periódicos, cuyos directores, sobre todo si son alemanes, gustan de ofrecerles a sus lectores precisamente esta clase de historias monas y una pizca licenciosas, no más de dos folios, con un final elegante y bien salpimentadas de lo que los ignorantes llaman paradojas («su conversación estaba salpimentada de paradojas»). Sí, una nadería, un arabesco, pero menuda sorpresa se llevará el lector cuando sepa que escribí tan sensibleras bobadas en plena agonía de dolor y espanto, con un horrible rechinar de dientes, liberándome furiosamente de una carga y sabiendo al mismo tiempo que aquello no suponía alivio alguno, apenas una autotortura refinada, y que por este procedimiento jamás descargaría de polvo y tinieblas mi alma, sino que sólo lograría empeorar las cosas más incluso.
Fue con esta disposición de ánimo como llegué a la noche de fin de año; recuerdo el negro cadáver de esa noche, de esa noche imbécil y medio bruja, conteniendo el aliento y pendiente de las campanadas de la hora sacramental. Revelados, sentados a la mesa: Lydia, Ardalion, Orlovius y yo, quietos y tiesos a modo de seres heráldicos. Lydia con el codo sobre la mesa, el índice alzado en actitud vigilante, los hombros desnudos, el vestido tan variegado como el envés de un naipe; Ardalion engalanado con una lujosa manta para las rodillas (debido a que el balcón permanecía abierto), y un brillo rojizo en su leonino rostro; Orlovius con levita negra, centelleantes sus gafas, el cuello de la camisa vuelto hacia abajo para así tragarse los extremos de su delgadísima pajarita negra; y yo, el Relámpago Humano, iluminando la escena.
Bien, ya puede moverse otra vez todo el mundo, apresúrate con la botella que el reloj está a punto de tocar. Ardalion sirvió el champagne, y nos quedamos todos quietos, una vez más. De soslayo, y por encima de sus gafas, Orlovius le echó una ojeada a su viejo reloj de plata, que estaba sobre la mesa; quedaban aún dos minutos. En la calle, alguien fue incapaz de esperar ni un instante más, y estalló con un sonoro grito; y luego, de nuevo ese tenso silencio. Mirando su reloj, Orlovius extendió lentamente hacia su copa una mano senil con zarpa de grifo.
De repente la noche cedió y comenzó a rasgarse; nos llegaron vítores desde la calle; salimos con nuestras copas de champagne, como reyes, al balcón. Silbaron los cohetes en lo alto, y con un estampido estallaron en lágrimas de vivos colores; y en todas las ventanas, en todos los balcones, enmarcada en cuñas y rectángulos de luz festiva, la gente saltaba y gritaba una y otra vez la misma frase estúpida de bienvenida.
Hicimos tintinear nuestras copas; tomé un sorbo de la mía.
—¿Por qué bebe Hermann? —le preguntó Lydia a Ardalion.
—Ni lo sé ni me importa —replicó este último—. Sea lo que sea, de todos modos este año le van a decapitar. Por haber ocultado sus beneficios.
—¡Feo discurso! —dijo Orlovius—. Bebo por la salud universal.
—Tenía que ser por eso —observé yo.
Algunos días después, un domingo por la mañana, cuando estaba a punto de meterme en la bañera, la criada llamó a la puerta y pronunció repetidas veces unas palabras que yo no logré entender debido al ruido del agua.
—¿Qué ocurre? —aullé—. ¿Qué quiere?
Pero mi propia voz y el ruido que hacía el agua ahogaron las palabras de Elsie cada vez que ella comenzaba a hablar. Volví a aullar, al igual que ocurre cuando dos personas, al hacerse ambas a un mismo lado, no pueden seguir su camino pese a la amplitud de una acera completamente despejada. Pero al final se me ocurrió cerrar el grifo; salté luego hacia la puerta y, en medio del silencio, la voz infantil de Elsie dijo:
—Hay un hombre, señor, que viene a verle.
—¿Un hombre? —pregunté, y abrí la puerta.
—Un hombre —dijo Elsie, como si estuviese refiriéndose a mi desnudez.
—¿Qué quiere? —pregunté, y no solamente me noté el sudor sino que llegué a ver todo mi cuerpo perlado de pies a cabeza.
—Dice que es un asunto de negocios, y que usted ya sabe de qué se trata.
—¿Qué aspecto tiene? —pregunté, no sin esfuerzo.
—Espera en el vestíbulo —dijo Elsie, contemplando con la más absoluta indiferencia mi perlada armadura.