—¿Qué clase de hombre es?
—Pobre, diría yo, señor, y con una bolsa colgada del hombro.
—Entonces ¡dile que se vaya al infierno! —rugí—. Que se largue ahora mismo, no estoy en casa, me he ido de viaje, me he ido de este mundo.
Cerré de un portazo y eché el cerrojo. Tuve la sensación de que el corazón me latía en la mismísima garganta. Transcurrió medio minuto aproximadamente. No sé qué fue lo que me sobrevino, pero, comenzando a gritar, quité el pestillo, abrí y, aún desnudo, salí del baño. En el pasillo choqué con Elsie, que iba de regreso a la cocina.
—Deténle —grité—. ¿Dónde está? Deténle.
—Se ha ido —dijo ella, soltándose educadamente de mi no intencionado abrazo.
—¿Por qué diablos le...? —comencé a decir, pero no terminé la frase, salí corriendo, me puse los zapatos, los pantalones y el abrigo, bajé a toda prisa las escaleras, y salté a la calle. Nadie. Seguí hasta la esquina, me quedé unos momentos por allí, mirando a mi alrededor, y finalmente volví a entrar. Estaba solo, pues Lydia se había ido muy temprano a visitar a no sé qué amiga suya, según dijo. Al regresar le conté que me encontraba indispuesto y que no la acompañaría al café como habíamos acordado.
—Pobrecillo —dijo ella—. Tendrías que echarte y tomar algo; tenemos aspirina por ahí. De acuerdo, iré sola al café.
Y se fue. También la criada se había ido. Estuve esperando en dolorosa escucha a que sonara el timbre de la puerta.
—¡Qué tonto! —repetí una y otra vez—. ¡Qué absolutamente tonto!
Me encontraba en un espantoso estado de exasperación morbosa. No sabía qué hacer, estaba dispuesto incluso a rezarle a un Dios inexistente, pidiéndole que sonara el timbre. Cuando oscureció no encendí la luz, sino que permanecí tendido en el diván, escuchando, escuchando. Seguro que se presentaría antes de que cerrasen la puerta de la calle, y si no lo hacía así, bueno, lo haría al día siguiente, o al otro, pues seguro, completamente seguro que vendría. Yo me moriría si no viniese, oh, seguro que vendría... Finalmente, más o menos a las ocho, sonó el timbre. Corrí a la puerta.
—¡Fíu, qué cansada estoy! —dijo Lydia en tono hogareño, quitándose el sombrero al entrar, y arrojándolo al aire.
Ardalion la acompañaba. El y yo nos fuimos a la salida, mientras mi esposa se iba a la cocina.
—¡Helado el peregrino está, y hambriento! —dijo Ardalion, calentándose las palmas ante la calefacción central y citando erróneamente al poeta Nekrasov.
Un silencio.
—Dirás lo que quieras —prosiguió él, echándole una ojeada a mi retrato—, pero sí existe un parecido, un parecido notabilísimo, en realidad. Ya sé que te pareceré engreído, pero en realidad no puedo dejar de admirarlo cada bendita vez que lo veo. En cuanto a ti, querido amigo, has hecho muy bien afeitándote ese bigote.
—La cena está servida —dijo Lydia amablemente, desde el comedor.
Fui incapaz de tocar siquiera mi comida. Me pasé el rato mandando a mi oreja hasta la puerta del piso, a pesar de que ahora ya era demasiado tarde.
—Dos de mis más queridos sueños —dijo Ardalion, doblando una tras otra las lonchas de jamón, como si fuesen panqueques, y masticando gozosamente—. Dos sueños paradisíacos: una exposición y un viaje a Italia.
—Y no ha probado ni una sola gota de vodka desde hace más de un mes —dijo Lydia en tono explicativo.
—Hablando del vodka —dijo Ardalion—, ¿ha venido a verte Perebrodov?
Lydia se llevó la mano a la boca.
—Oh, se be olbidó cobentártelo, Hermann —dijo ella con la mano tapándole la boca—. Combletabente.
—Menuda furcia. De hecho, le pedí a Lydia que te dijera... Se trata de un compañero de fatigas, un artista llamado Perebrodov, viejo amigo mío, ya sabes. Vino a pie desde Danzig, o eso al menos cuenta él. Vende pitilleras pintadas a mano, así que le di tus señas. Lydia creyó que podías ayudarle.
—Sí, sí —contesté—, ha venido, ya lo creo que sí. Y le he dicho que se fuera al cuerno. No sabes cuánto te agradecería que dejases de enviarme pícaros y gorrones. Ya puedes decirle a tu amigo que no se tome la molestia de volver a venir. La verdad, me parece una bobada que sigas insistiendo. Cualquiera diría que soy algo así como un benefactor profesional. Ya puedes irte al diablo con tu Como-se-llame... No pienso tolerar...
—Tranquilo, tranquilo, Hermann —intervino Lydia suavemente.
Ardalion produjo un sonido explosivo con los labios.
—Triste vida —observó.
Seguí echando pestes durante un buen rato; no recuerdo exactamente mis palabras; no importa.
—Vaya. Parece —dijo Ardalion, mirando a Lydia de soslayo— que he metido la pata. Lo siento.
Me quedé repentinamente en silencio y sumido en profundas reflexiones, revolviendo el té pese a que hacía mucho tiempo que ya había hecho con el azúcar cuanto podía hacer; luego, al cabo de un rato dije en voz alta:
—Soy un perfecto imbécil.
—Anda, por favor, no exageres —dijo Ardalion, bienhumoradamente.
Mi propia necedad me devolvió la alegría. Cómo diablos no se me había ocurrido que, si Félix hubiese llegado a presentarse (lo cual en sí mismo hubiera sido digno del mayor asombro, teniendo en cuenta que ni siquiera conocía mi nombre), la criada se habría quedado helada de estupor, ¡pues la persona que se hubiese presentado ante ella habría sido mi doble!
Pensándolo bien, mi fantasía reprodujo con toda su viveza la exclamación emitida por la muchacha, su carrera hacia donde yo estuviese, y sus jadeantes comentarios, bien agarrada de mi brazo, acerca de nuestro asombroso parecido. A continuación yo le habría explicado que se trataba de mi hermano, inesperadamente llegado de Rusia. De hecho, así pues, me había pasado un día entero sufriendo en la más completa soledad pero de la manera más absurda, pues en lugar de sorprenderme por el dato desnudo de su llegada había estado tratando de decidir qué ocurriría después: si había desaparecido para siempre o podía aún volver, y a qué juego jugaba, y si su venida no había viciado la realización de mi aún invicto, enloquecido y maravilloso sueño; o, alternativamente, si no podía haber ocurrido que todo un montón de gente que conocía mi cara había llegado a verle por la calle, lo cual, de ser así, habría echado a perder por completo todos mis planes.
Tras haber reflexionado de este modo acerca de las limitaciones de mi razón, y apaciguados así mis temores, sentí, como ya he dicho antes, un estallido de alegría y buena voluntad.
—Hoy estoy muy nervioso, disculpadme. A fuer de sincero, no he visto a tu encantador amigo, lo siento. Ha venido en un mal momento. Estaba dándome un baño, y Elsie le dijo que había salido. Toma: dale estos tres marcos cuando le veas, lo que está a mi alcance lo hago complacido, y dile que no puedo permitirme ni un céntimo más, de modo que lo mejor será que vaya a pedir a cualquier otra parte, quizás a Vladimir Isakovich Davidov.
—Es una idea —dijo Ardalion—. Yo mismo lo intentaré. Por cierto, mi buen amigo Perebrodov bebe como un pez. Pregúntaselo a mi tía, a esa que se casó con un campesino francés, te conté su historia, una mujer muy animosa, pero muy tacaña también. Tenía algunas tierras en Crimea, y durante la guerra, en 1920, Perebrodov y yo nos bebimos toda su bodega.