—En cuanto a ese viaje a Italia... Bien, ya veremos —dije, sonriendo—. Sí, ya veremos.
—Hermann tiene un corazón de oro —observó Lydia.
—Pásame la salchicha, cariño —le dije, sonriendo como antes.
En aquellos momentos no acababa de entender qué estaba pasándome, pero ahora sí lo sé: la pasión que sentía por mi doble emergía de nuevo con una violencia asordinada pero formidable, y pronto escapó a todo control. Comenzó cuando tomé conciencia de que, en la ciudad de Berlín, había aparecido un borroso punto central en torno al cual cierta confusa fuerza me empujaba a dar vueltas, cada vez más cerca. El azul cobalto de los buzones, o ese automóvil amarillo de rollizas ruedas y águila emblemática de plumas negras bajo la enrejada ventanilla; el cartero con su bolsa sobre la barriga caminando calle abajo (con esa exquisita lentitud que caracteriza la labor del obrero experimentado) o el autómata expendedor de sellos situado en la estación de metro; o incluso alguna tienda de filatelia, con sus apetitosamente variados sellos de todas las partes del mundo amontonados en los sobres expuestos en sus escaparates; en pocas palabras, todo lo relacionado con el correo había comenzado a ejercer sobre mí una extraña presión, una implacable influencia.
Recuerdo que algo parecido al sonambulismo me llevó un día hasta cierta callejuela que yo conocía muy bien, y así seguí acercándome cada vez más al punto magnético que se había convertido en la clavija de mi ser; pero, sobresaltado, recobré la conciencia y hui; y al cabo de un tiempo —a los pocos minutos o a los pocos días— noté que había entrado de nuevo en esa callejuela. Era la hora del reparto, y venían hacia mí, caminando con paso perezoso, una docena de azules carteros que se dispersaron perezosamente en cuanto llegaron a la esquina. Me volví, mordiéndome el pulgar, sacudí la cabeza, seguí resistiéndome; y durante todo ese tiempo, con el loco latido de la intuición certera, supe que la carta estaba allí, esperando mi visita, y que tarde o temprano cedería a la tentación.
7
Adoptemos, para empezar, el siguiente lema (no sólo para este capítulo, sino en general): Literatura es Amor. Ahora podemos proseguir.
Correos estaba a oscuras; dos o tres personas hacían cola delante de cada ventanilla, en su mayor parte mujeres; y en cada ventanilla, orlada por el marco, a la manera de un óleo deslucido, asomaba la cara de un funcionario. Busqué el número nueve... Dudé antes de acercarme... En mitad del local había una serie de escritorios, de modo que me entretuve allí, fingiendo, ante mí mismo, que tenía algo que escribir: en el envés de una factura vieja que encontré en el bolsillo comencé a garabatear las primeras palabras que se me ocurrieron. La pluma proporcionada por el Estado chirriaba y rascaba. Tuve que sumergirla una y otra vez en el tintero, en el negro pozo adjunto; el pálido papel secante en el que apoyaba el codo estaba atravesado hacia uno y otro lado por ilegibles huellas de diversas escrituras. Aquellos caracteres irracionales, precedidos por un signo menos, me recuerdan siempre los espejos: menos X menos = más. Me sorprendió la idea de que tal vez Félix fuera también un menos yo, y ésa fue una intuición de importancia realmente asombrosa, que hice mal, malísimamente mal, en no investigar hasta sus últimas consecuencias.
Entretanto, la tuberculosa pluma que sostenía mi mano siguió escupiendo palabras:
can't
stop,
can't
stop,
cans
,
pots
, stop,
he'll
De golpe y porrazo me encontré delante de la ventanilla número nueve. Una cara ancha con bigote rojizo me miró inquisitivamente. Solté entre dientes la contraseña. Una mano con un esparadrapo en el índice me entregó no una sino tres cartas. Ahora me da la sensación de que todo eso ocurrió en un abrir y cerrar de ojos; y al momento siguiente caminaba ya por la calle, con la mano apretada sobre el corazón. En cuanto llegué a un banco me senté y rasgué los sobres.
Pongan aquí un buen recordatorio; por ejemplo, un poste indicador de color amarillo. Que esta partícula de tiempo deje también una marca en el espacio. Allí estaba yo, sentado, leyendo, y, repentinamente, a punto de asfixiarme de inesperada e incontenible risa. Oh, amable lector, ¡eran cartas de chantajista! Una carta de chantaje que quizá nadie abrirá nunca, una carta de chantaje dirigida a una oficina de correos para ser reclamada allí, y con un código preestablecido, es decir con la sincera confesión por parte del remitente de que éste ignora tanto el nombre como las señas de la persona a la que escribe... ¡una paradoja locamente divertida, francamente!
En la primera de esas tres cartas (mediados de noviembre) el tema del chantaje apenas si se insinuaba. Estaba aún muy ofendida conmigo, esa carta, pedía explicaciones, parecía enarcar las cejas, como su autor debió de hacer, dispuesto a sonreír, sin apenas aviso previo, con su pícara sonrisa de siempre; pues no lograba comprender, decía la carta, y ardía en deseos de comprender, por qué me había comportado yo de modo tan misterioso, por qué, antes de haber resuelto ninguna cuestión, me había escapado en mitad de la noche. Albergaba mi corresponsal, sí, ciertas sospechas, pero no estaba todavía dispuesto a mostrar sus cartas; incluso se ofrecía a mantener esas sospechas ocultas a los ojos del mundo a condición, tan sólo, de que yo me comportara como debía; y expresaba con la mayor dignidad sus dudas, y con la mayor dignidad esperaba una respuesta. Toda la carta era muy agramatical y, al mismo tiempo, pretenciosa, pues tal combinación era su estilo natural.
En la siguiente carta (fines de diciembre, ¡qué paciencia!) el tema específico se notaba mucho más. Ahora era evidente el motivo por el cual se tomaba la molestia de escribirme. El recuerdo de aquel billete-de-mil-marcos, de aquella visión grisazulada que se había escabullido bajo sus mismas narices para luego desaparecer, estaba royéndole las entrañas; su avaricia estaba herida en lo más vivo, se relamía sus labios resecos, no se perdonaba a sí mismo el haber permitido que me fuera, escamoteándole así aquel adorable crujido que hacía hormiguear las puntas de sus dedos. Por lo tanto, escribía que estaba dispuesto a concederme una nueva entrevista; que últimamente había estado dándole vueltas a las cosas; pero que si yo rechazaba la invitación a verle o, simplemente, si me negaba a contestar su carta, se vería obligado... justo aquí venía un enorme borrón de tinta que el muy tunante había dejado caer aposta con intención de intrigarme, pues no tenía ni la menor idea de cuál era la amenaza que podía lanzar contra mí.
Finalmente, la tercera carta, de enero, era una verdadera obra maestra de mi corresponsal. La recuerdo con mayor detalle que las demás porque la retuve durante algo más de tiempo: