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El tren comenzó a deslizarse. Sonriendo y desgañotándose, a punto estuvo Ardalion de caerse de cabeza por la ventanilla. Lydia, leopardo disfrazado de corderillo, trotó junto al vagón casi hasta Suiza. Cuando el último de los vagones volvió sus topes hacia ella, mi esposa se dobló por la cintura y se agachó para mirar debajo de las ruedas que se alejaban por momentos (una superstición nacional) y se persignó. Todavía llevaba en el puño cerrado aquel ramillete de violetas.

Ah, qué alivio... El suspiro que solté me llenó el pecho y lo exhalé ruidosamente. Durante todo el día Lydia estuvo encantadoramente agitada y preocupada, pero luego llegó un telegrama —dos palabras «Viaje feliz»— y esto la consoló. Yo tenía ahora que resolver la parte más tediosa del asunto: hablar con ella, entrenarla.

No consigo recordar el modo como empecé: cuando queda conectada la corriente de mi memoria, esa conversación ya se encuentra en pleno apogeo. Veo a Lydia sentada en el diván y mirándome con aturdido asombro. Me veo a mí mismo sentado al borde de una silla justo enfrente de ella, y de vez en cuando, como un médico, tocándole la muñeca. Oigo mi voz imperturbable hablando y hablando sin parar. Primero le dije algo que, le conté, jamás le había dicho a nadie. Le hablé de mi hermano menor. Estaba él estudiando en Alemania cuando estalló la guerra; allí fue reclutado, y luchó contra los rusos. Yo siempre le había recordado como un tipo tranquilo y tristón. Mis padres solían refrenarme a mí y mimarle a él; él no les demostró, sin embargo, cariño alguno, pero con relación a mí albergó una adoración increíble, más que fraternal, y me seguía a todas partes, me escrutaba los ojos, amaba todo cuanto entraba en contacto conmigo, hacía cosas como olisquear el pañuelo que yo había llevado en el bolsillo, ponerse mi camisa cuando aún estaba caliente de haberla llevado yo, lavarse los dientes con mi cepillo. Al principio compartíamos una cama con una almohada a cada extremo, hasta que se descubrió que no conseguía dormirse si no me chupaba el dedo gordo del pie, momento en el cual fui expulsado a un colchón de la leñera, pero como él seguía empeñado en que cambiáramos de habitación en mitad de la noche, nunca logró saber nadie, ni siquiera nuestra querida mamá, quién dormía en dónde. No era una perversión por parte de él, oh no, en absoluto, sino la mejor manera que se le ocurría de expresar nuestra indescriptible unicidad, pues nos parecíamos tantísimo que incluso nuestros parientes más próximos nos confundían, y, a medida que fueron pasando los años, este parecido fue haciéndose cada vez más perfecto. Recuerdo que cuando fui a despedirle el día de su partida hacia Alemania (esto fue poco antes del pistoletazo de Princip) el pobrecillo sollozaba con tanta amargura como si previese lo larga y cruel que sería la separación. La gente del andén nos miraba, miraba a aquellos dos jóvenes idénticos que mantenían sus manos entrelazadas y se miraban a los ojos con un extraño éxtasis de dolor...

Después llegó la guerra. Mientras yo languidecía en mi remota cautividad, no tuve ni una sola noticia de mi hermano, pero estaba en cierto modo seguro de que había muerto. Años de bochorno, años de negro sudario. Me enseñé a mí mismo a no pensar en él; e incluso más tarde, cuando me casé, ni una sola palabra le dije a Lydia acerca de él... tan triste era toda esa historia.

Más tarde, poco después de irme con mi esposa a Alemania, un primo (que tomó su entrada de paso, solamente para decir esa sola frase) me informó que Félix, aunque seguía vivo, había perecido moralmente. No llegué a saber de qué forma exacta se había hundido su alma... Presumiblemente, su delicada estructura psíquica fue incapaz de soportar las tensiones de la guerra, y, por otro lado, la idea de que yo había dejado de existir (pues, por raro que parezca, también él estaba convencido de la muerte de su hermano), la idea de que nunca volvería a ver a su adorado doble, o, mejor dicho, a la mejor edición de su propia personalidad, le dejó mentalmente tullido, como si hubiese perdido su sostén y su ambición a la vez, de modo que a partir de entonces daba igual de qué forma viviese su vida. Y se precipitó por la pendiente. Aquel hombre tan afinado como el más dulce de los instrumentos musicales, se convirtió en ladrón y falsificador, se acostumbró a las drogas y finalmente cometió un asesinato: envenenó a la mujer que cuidaba de él. Supe esto último de sus propios labios; ni siquiera estuvo en la lista de sospechosos, tanto ingenio había desplegado en la ocultación de sus malas acciones. En cuanto a mi reencuentro con él... bueno, eso fue obra del azar, y una escena dolorosísima e inesperada (y que tuvo, entre otras consecuencias, la de producir ese cambio en mí, esa depresión que notó incluso la propia Lydia) que ocurrió en un café de Praga: se puso en pie, lo recuerdo, en cuanto me vio, abrió los brazos, y se desplomó estruendosamente de espaldas, para sufrir de inmediato un desmayo que le duró dieciocho minutos.

Sí, horriblemente doloroso. En lugar de aquel muchacho perezoso, soñador y tierno, me encontré con un loco parlanchín, espasmódico y azogado. La felicidad que experimentó al verse reunido conmigo, con su querido Hermann, que, de repente, vestido con un elegante traje gris, se había levantado de entre los muertos, no solamente no apaciguó su conciencia sino que produjo el efecto contrario, y le convenció de la absoluta inadmisibilidad de una vida con aquel crimen a cuestas. La conversación que sostuvimos fue espantosa; él me cubría las manos de besos, se despedía de mí una y otra vez. Hasta los camareros lloraron.

Comprendí muy pronto que ninguna fuerza humana podría arrancarle de la decisión de suicidarse que ahora había tomado; ni siquiera yo podía hacer nada, yo, que siempre había ejercido tanto influjo sobre él. Los minutos que viví de este modo no fueron en absoluto agradables. Poniéndome en su lugar, me imaginé cabalmente la clase de tortura refinada que estaba haciéndole soportar su memoria; y percibí, ay, que no había para él más salida que la muerte. Que Dios no consienta que nadie pase por ordalía semejante, la de contemplar a tu propio hermano en el momento de perecer, sin tener el derecho moral de evitarle tan trágico destino.

Pero ahora vienen las complicaciones: su alma, que tenía su lado místico, buscaba ansiosamente algún tipo de expiación, de sacrificio: alojar una bala en su cerebro le parecía insuficiente.

—Querría que mi muerte fuese un regalo para alguien —dijo de repente, y en sus ojos brillaba la luz diamantina de la locura—. Sí, quiero regalar mi muerte. Tú y yo somos incluso más parecidos ahora que antaño. Y veo en nuestra semejanza un proyecto divino. Apoyar las manos en un piano no es lo mismo que hacer música, y lo que yo quiero es música. Dime, ¿no podría beneficiarte de algún modo el quedar borrado de la tierra?

Al principio ni siquiera hice caso de su pregunta: supuse que Félix estaba delirando; y la orquesta zíngara que tocaba en el café ahogó en parte sus palabras; las siguientes que pronunció, no obstante, demostraron que estaba hablando de un plan concreto. ¡Ni más ni menos! De un lado, el abismo de un alma atormentada; del otro, negocios en perspectiva. Visto a la espeluznante y lívida luz de su trágico destino, de su tardío heroísmo, la parte de su plan que me afectaba a mí, mi propio beneficio y bienestar, parecía tan tontamente estúpida como, por ejemplo, la inauguración de un ferrocarril en el momento en que se está produciendo un terremoto.

Tras llegar a este punto de mi narración, dejé de hablar y, cruzando los brazos y recostándome en el respaldo de mi asiento, miré fijamente a Lydia. Y ella se bajó, como flotando, del sofá a la alfombra, reptó a gatas hacia mí, apoyó la cabeza en mi muslo y, en voz baja, en tono consolador, me dijo: