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—¡Todavía no me lo has dicho, Hermann!

—Sí te lo he dicho. Te he sugerido MonsieurMalherbe.

—Pero... ¿eso no es el nombre del hotel, Hermann?

—Exacto. Por eso. Te resultará más fácil de recordar, por asociación.

—Ay, Señor. Seguro que se me olvidará la asociación, Hermann. Soy un desastre. Por favor, si es posible, sin asociaciones, ¿eh? Además, se está haciendo tardísimo, y estoy cansada.

—Entonces, piensa tú misma un nombre. Algún nombre que estés prácticamente segura de que recordarás. ¿Te servirá quizás Ardalion?

—Muy bien, Hermann.

—Entonces, también este asunto está resuelto. MonsieurArdalion. Oficina de Correos, Pignan, Francia. Y ahora el contenido. Empezarás así: «Querido amigo: Seguramente habrá tenido usted noticias de mi reciente aflicción», y todo en este mismo tono. En conjunto, unas pocas líneas. Debes echar tú misma la carta al buzón. ¿Entendido?

—Perfectamente, Hermann.

—Ahora repítemelo, por favor.

—Sabes que no soporto tanta tensión, Hermann, me va a dar un colapso. Santo Cielo, la una y media. ¿No podríamos dejarlo para mañana?

—De todos modos, mañana tendrás que repetirlo. Venga, repasémoslo otra vez. Te escucho...

—Hotel Malherbe. Llego. Echo esa carta al correo. Personalmente. Ardalion. Oficina de Correos, Pignan, Francia. Y cuando ya la haya escrito, ¿qué hago?

—No eres tú quien tiene que preocuparse por eso. Veamos. ¿Puedo estar seguro de que sabrás actuar del modo adecuado?

—Sí, Hermann. Pero no me hagas decirlo todo otra vez. Estoy rendida.

De pie en mitad de la cocina, Lydia distendió los hombros, echó la cabeza hacia atrás y la sacudió violentamente, diciendo varias veces, alborotándose mientras el pelo con las dos manos, «Qué cansada estoy, qué cansada», y la segunda «a» era cada vez un bostezo. Finalmente nos fuimos al dormitorio. Lydia se desnudó, esparciendo por todas partes el vestido, las medias y los diversos adminículos femeninos; se dejó caer en la cama e inmediatamente comenzó a emitir un cómodo silbido nasal. También yo me metí en cama y apagué la luz, pero no pude dormir. Recuerdo que ella despertó de repente y me tocó el hombro.

—¿Qué quieres? —le pregunté, fingiendo estar medio dormido.

—Hermann —murmuró—. Hermann, dime, no sé si... ¿No crees que todo esto es... una estafa?

—Duérmete —repliqué—. No tienes un cerebro a la altura de la empresa. En mitad de una tragedia como ésta... y me sales con tus tonterías... ¡Duérmete!

Ella suspiró felizmente, se volvió hacia su lado e inmediatamente volvió a roncar.

Es curioso, aunque no me engañé en absoluto respecto al talento de mi esposa, pues conocía de sobras lo estúpida, olvidadiza y torpe que era, tampoco abrigué temor alguno, hasta ese punto creía plenamente que su devoción hacia mí bastaría para que tomase, instintivamente, el rumbo adecuado en cada momento, sin cometer deslices y, lo principal, sin revelar en ningún instante mi secreto. Vi claramente en mi imaginación las miradas que Orlovius dirigiría hacia su mal fingido dolor, y cómo sacudiría entristecido la cabeza, y (quién sabe) cómo reflexionaría sobre la posibilidad de que el pobre marido hubiese caído en manos del amante de la mujer; pero aquella carta amenazadora del chiflado anónimo reaparecería pronto como puntual recordatorio.

Nos pasamos todo el día siguiente en casa, y una vez más, meticulosa y agotadoramente, seguí instruyendo a mi esposa, colmándola de mi voluntad de la misma manera que atiborran a los patos de maíz a fin de que se les engorde el hígado. Al anochecer Lydia apenas si era capaz de caminar; su estado me dejó plenamente satisfecho. Era hora de que también yo me preparase. Recuerdo que estuve revolviendo durante horas mi cerebro, calculando qué suma llevarme conmigo, qué cantidad dejarle a Lydia; no había mucho dinero en metálico, oh no, era muy poco... se me ocurrió que no estaría en absoluto de más el llevarme algún objeto valioso, de modo que le dije a Lydia:

—Oye, dame tu broche de Moscú.

—Ah, sí, el broche —dijo ella lerdamente; salió cabizbaja de la habitación, pero de inmediato regresó, se sentó en el diván y comenzó a llorar más que nunca.

—¿Se puede saber qué te pasa, desdichada?

Durante largo tiempo no me contestó, y luego habló por fin entre tontísimos sollozos, y con los ojos desviados hacia otro lado, y todo para decirme que el broche de diamantes, aquel regalo que la emperatriz le hizo a su bisabuela, había sido empeñado para obtener dinero con el que pagar el viaje de Ardalion, pues su amigo no le había devuelto el préstamo.

—Bien, bien, no aulles —dije, guardándome en el bolsillo el resguardo de la casa de empeños—. Maldita sea su estampa. Gracias a Dios que se ha ido, que se ha escabullido... eso es lo principal.

Lydia recobró al instante la compostura e incluso se las apañó para esbozar una sonrisa brillante de rocío en cuanto vio que no estaba enfadado. Luego se largó al dormitorio, estuvo largo rato revolviendo cosas por allí, y finalmente regresó con un anillo barato, un par de pendientes de perlas, y una pitillera anticuada que había sido de su madre... No me quedé con ninguna de esas cosas.

—Óyeme —dije, caminando inquieto por la habitación y mordiéndome la uña del pulgar—. Óyeme bien, Lydia. Cuando te pregunten si yo tenía enemigos, cuando te interroguen acerca de quién pudo ser el que me mató, contéstales: «No lo sé.» Y otra cosa. Me llevaré conmigo una maleta, pero éste es un detalle estrictamente confidencial. Que nadie pueda creer que estaba preparándome para hacer un viaje... sería sospechoso. De hecho...

Recuerdo haberme interrumpido de repente al llegar aquí. Qué extraño era que, una vez preparado y previsto todo de la forma más armoniosa, apareciese un detalle secundario, igual que cuando estás haciendo el equipaje y de golpe y porrazo te das cuenta de que has olvidado meter cierta fruslería fastidiosa... sí, esos objetos tan carentes de escrúpulos existen. Habría que decir, a fin de justificarme, que el asunto de la maleta fue el único que decidí modificar: todo lo demás siguió tal como lo había planeado desde hacía mucho tiempo, tal vez desde hacía varios meses, tal vez en el segundo mismo en que vi a un vagabundo que, dormido sobre la hierba, tenía exactamente el mismo aspecto que mi cadáver. No, pensé ahora, mejor será que no me lleve la maleta; siempre cabe el riesgo de que me vean salir con ella.

—No me la llevo —dije en voz alta, y seguí caminando de un lado para otro.

¿Cómo podría olvidar la mañana del 9 de marzo? En relación con las mañanas corrientes, aquélla fue fría y pálida; durante la noche había caído algo de nieve, y todos los porteros estaban barriendo su trozo de acera, en cuyo borde se estaba formando una baja serranía nevada, pero el asfalto ya se encontraba despejado y vacío, aunque un poco embarrado. Lydia siguió durmiendo en paz. Todo estaba en silencio. Comencé la tarea de vestirme. Así lo hice: dos camisas, la una sobre la otra: la de ayer encima, pues era para él. Calzoncillos, dos pares también; y, del mismo modo, los de encima le estaban destinados a él. Después preparé un paquetito que contenía un juego de manicura, cosas de afeitar, y un calzador. Por si se me olvidaba luego, me metí inmediatamente este paquete en el bolsillo del gabán, que estaba colgado en el vestíbulo. Luego me puse dos pares de calcetines (los de encima con un agujero), zapatos negros, polainas gris rata; y, así acicalado, es decir elegantemente calzado pero todavía en ropa interior, me planté un momento en mitad del dormitorio y pasé revista a lo hecho con el fin de establecer si todo concordaba con mi plan. Como recordé que haría falta otro par de ligas, conseguí lo que buscaba, unas ligas viejas, y las añadí al paquete, lo cual me obligó a salir de nuevo al vestíbulo. Finalmente, escogí mi corbata lila preferida y un grueso traje gris oscuro que me había puesto últimamente con cierta frecuencia. Distribuí los siguientes objetos entre mil bolsillos: la cartera (con unos mil quinientos marcos), el pasaporte, diversos pedacitos de papel con direcciones, cuentas.