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Alto, un fallo, me dije a mí mismo, pues ¿acaso no había decidido no llevarme el pasaporte? Era ésta una decisión muy sutil; los pedacitos de papel servían para establecer la identidad de manera mucho más elegante. También me llevé las llaves, la pitillera, el mechero. Me puse el reloj de muñeca. Ya estaba vestido. Palpé mis bolsillos, resoplé un poco. Metido en mi doble crisálida, sentía bastante calor. Quedaba ahora la cosa más importante. Toda una ceremonia; el lento resbalar del cajón que LA contenía, un detenido examen, que, desde luego, no era el primero. Sí, estaba maravillosamente engrasada; repleta de maravillas... Me LA regaló, el año 1920, en Reval, un oficial desconocido, o, para ser más preciso, me LA dejó, y desapareció. No tengo ni idea de qué fue de ese amable teniente.

Mientras estaba así atareado, Lydia despertó. Se envolvió en una bata de un tono rosa especialmente ofensivo, y nos sentamos a tomar nuestro café matutino. Cuando la criada salió:

—Bien —dije—, ¡llegó el día! Me voy ahora mismo.

Una brevísima digresión de tipo literario: ese ritmo es por completo ajeno a las formas modernas de conversación, pero transmite especialmente bien mi épica calma, y la tensión dramática de la situación.

—Quédate, por favor, Hermann, no te vayas... —dijo Lydia en voz baja (y, si no recuerdo mal, incluso unió sus manos en ademán de súplica).

—¿Te acuerdas de todo, supongo? —proseguí yo, imperturbable.

—No te vayas —repitió ella—, Hermann. Que haga lo que quiera con su destino. No debes intervenir.

—Me alegra que lo recuerdes todo —dije, sonriente—. Buena chica. Ahora, me tomaré otro rosco y partiré.

Lydia rompió a llorar. Luego se sonó las narices con un estallido final, estuvo a punto de decir algo, pero comenzó a llorar otra vez. Fue una escena bastante pintoresca; yo me dedicaba a untar fríamente de mantequilla un bollo cornudo, y ella permaneció sentada enfrente de mí, estremecida de pies a cabeza por sus sollozos. Luego, con la boca llena, le dije:

—En fin, así podrás recordar, cuando estés ante el mundo —(al llegar aquí mordí y tragué)— que tuviste malos presentimientos, aunque yo me iba con frecuencia sin jamás decir adonde. «Y ¿sabe usted, señora, si tenía enemigos?» «No lo sé, señor inspector.»

—¿Y qué pasará luego? —gimió dulcemente Lydia, separando sus manos de forma lenta y desesperada.

—Con eso bastará, cariño —dije, en un tono de voz completamente distinto—. Has disfrutado de tu llorera y ahora ya es suficiente. Y, por cierto, ni sueñes hoy con ponerte a aullar en presencia de Elsie.

Se frotó los ojos con un pañuelo arrugado, emitió un gruñidito triste y repitió otra vez el ademán de perplejidad desesperada, aunque ahora en silencio y sin lágrimas.

—¿Te acuerdas de todo? —inquirí por última vez, mirándola fijamente.

—Sí, Hermann, de todo. Pero tengo... tengo tantísimo miedo...

Me puse en pie, y ella se puso también en pie.

—Adiós —dije—. Volveremos a vernos. Es hora de que vaya a atender a mi paciente.

—Hermann, dime... No tendrás intención de estar presente, ¿verdad?

No acabé de entender a qué se refería.

—¿Presente? ¿En dónde?

—Oh, ya sabes a qué me refiero. Al momento en que él... Oh, ya sabes, todo eso del cordel.

—Serás boba —le dije—. ¿Y qué esperabas? Alguien tiene que estar allí para dejarlo todo arreglado al final. Mira, hazme el favor de no preocuparte más por esas cosas. Esta noche podrías irte al cine. Adiós, so boba.

Nunca la besaba en los labios: detesto el lodo de los besos labiales. Dicen que los antiguos eslavos encontraban también —incluso en los momentos de excitación sexual jamás besaban a sus mujeres— raro, hasta un tanto repulsivo, poner en contacto los propios labios con el epitelio ajeno. En ese momento, sin embargo, sentí, por una vez, el impulso de besar a mi esposa de ese modo; pero ella no estaba preparada, de modo que no hubo resultado más allá del roce de mis labios en su cabello; reprimí todo intento de repetirlo y, en lugar de eso, hice entrechocar sonoramente mis tacones y estreché su lánguida mano. Luego, en él vestíbulo, me puse rápidamente el gabán, cogí los guantes, me aseguré de que llevaba el paquete, y cuando ya me encaminaba hacia la puerta oí que me llamaba desde el comedor con voz gimoteante, pero apenas si le hice caso pues tenía una prisa desesperada por irme de allí.

Crucé el traspatio hacia el amplio garaje repleto de coches. Una vez allí fui recibido por amables sonrisas. Entré y puse el motor en marcha. La superficie asfaltada del patio era levemente más alta que la calzada, de manera que, al entrar en el estrecho túnel inclinado que conectaba el patio con la calle, el coche, retenido por los frenos, se zambulló leve y silenciosamente.

9

A decir verdad, me siento bastante cansado. Escribo desde el mediodía hasta el amanecer, y llego a redactar un capítulo diario, o más. ¡Ah, qué cosa tan grande y poderosa es el arte! En mis circunstancias, tendría que estar aturullado, tratando de escabullirme, replegándome... No existe desde luego peligro inmediato, y me arriesgo a decir que jamás existirá tal peligro, pero, no obstante, me parece una reacción notablemente singular esta que consiste en permanecer aquí sentado, escribiendo, escribiendo, escribiendo, o reflexionando largamente, que viene a ser más o menos lo mismo. Y cuanto más escribo, más claro me resulta que no voy a dejar las cosas así sino que seguiré con este empeño hasta alcanzar mi objetivo fundamental, momento en el cual asumiré con toda seguridad el riesgo de hacer publicar mi obra... cosa que tampoco supone un gran riesgo puesto que tan pronto como haya remitido el manuscrito pienso desaparecer, y el mundo es lo suficientemente grande como para brindar un lugar donde ocultarse a un hombre tranquilo con barba.

No fue de manera espontánea como decidí enviar mi obra al penetrante novelista que, si no me equivoco, ya he mencionado con anterioridad, y al que me he dirigido incluso personalmente usando mi narración como intermediario.

Puede que me equivoque, pues hace ya tiempo que he dejado de releer lo que voy escribiendo: no queda tiempo para eso, ni tampoco, desde luego, para los nauseabundos efectos que sobre mí podría ejercer esa relectura.