¡Ah, lector mío! Le había dicho que llegase a Koenigsdorf y caminase luego en dirección norte, por la carretera, hasta el kilómetro décimo, marcado por un poste amarillo; y en esos instantes me encontraba yo avanzando velozmente por esa misma carretera: ¡inolvidables momentos! Ni un alma por ningún lado. Durante el invierno el autobús pasa por ahí solamente dos veces al día: por la mañana y a mediodía; en toda la extensión de esos diez kilómetros no encontré más que un carro tirado por un caballo bayo. Por fin, a lo lejos, como un dedo amarillo, asomó la cabeza el conocido poste, que fue creciendo hasta obtener su tamaño natural; llevaba puesto un gorro de nieve. Frené y miré a mi alrededor. Nadie. El poste amarillo era verdaderamente muy amarillo. A mi derecha, más allá de los campos, el bosque aparecía pintado de un color gris plano con el pálido cielo como telón de fondo. Nadie. Me apeé del coche y, con un estampido más sonoro que un disparo, cerré violentamente la puerta a mi espalda. Y de inmediato comprendí que, detrás de las ramitas entrelazadas de un matorral que crecía en la cuneta, mirándome, tan sonrosado como una figura de cera y con un garboso bigotillo, francamente contento, tan contento como...
Apoyando un pie en el estribo del coche y golpeándome con el guante la palma desnuda en actitud de tenor enfurecido, clavé mis ojos en Félix. Sonriendo con timidez, él salió de la cuneta.
—¡Sinvergüenza! —dije entre dientes, mas con tremenda fuerza operística—. ¡Sinvergüenza y traidor! —repetí, dándole ahora toda su potencia a mi voz y azotándome más furiosamente incluso con el guante (entre mis estallidos verbales, abajo, en la orquesta, todo eran estruendos y truenos)—. ¿Cómo te atreviste a dar el soplo, canalla? ¿Cómo te atreviste, cómo te atreviste a pedirles consejo a los otros, a jactarte de que te habías salido con la tuya y decir que en tal lugar y en tal fecha...? ¡Ah... Mereces ser fusilado! —(estruendo creciente, estrépito, y luego mi voz otra vez)—: ¡Pues sí que has salido ganando, idiota! ¡Se te acabó el juego, has metido la pata hasta el fondo, ni un mal céntimo verás, so mandril! —(clamor de címbalos en la orquesta).
Así le maldije, observando entretanto, con fría avidez, su expresión. Le había pillado completamente de improviso; y se mostraba honestamente ofendido. Se llevó la palma al pecho, e insistió en negar repetidas veces con la cabeza. Este fragmento de ópera llegó a su conclusión, y el locutor de radio prosiguió en su voz corriente:
—Olvidémoslo... Te he reñido así por puro formulismo, para curarnos en salud... Querido amigo, qué gracioso estás, ¡menudo maquillaje te has puesto!
Se había dejado crecer, de acuerdo con la orden que yo le había dado directamente, el bigote; y me parece que hasta se lo había encerado. Aparte de este detalle, y por su propia cuenta y riesgo, había adornado su rostro con un par de enroscadas chuletas laterales. Este complemento tan pretencioso me pareció graciosísimo.
—Espero que hayas venido hasta aquí tal como te indiqué, ¿es así? —le pregunté, sonriendo.
—Sí —contestó—, seguí sus instrucciones. En cuanto a eso que decía usted de fanfarronear... Sabe usted muy bien que soy un hombre solitario que no sirve para parlotear con la gente.
—Lo sé, y comparto contigo esa queja. Dime, ¿te has encontrado con alguien por aquí?
—Cuando me cruzaba con algún carro, me escondía en la cuneta, tal como usted me dijo.
—Espléndido. De todos modos, tus rasgos quedan suficientemente ocultos. Bien, es inútil que sigamos aquí plantados sin hacer nada. Sube al coche. Ah, déjala... ya recogerás tu bolsa en otro momento. Sube, aprisa. Hemos de irnos.
—¿Adonde? —preguntó.
—Vamos a meternos en ese bosque.
—¿Ahí? —preguntó, señalando con su bastón.
—Sí, precisamente ahí. ¿Entras o qué, maldito seas?
Estudió satisfecho el coche. Sin prisas, subió y se sentó a mi lado.
Giré el volante mientras el coche avanzaba con lentitud. Ñik. Y otra vez: ñik. (Dejamos la carretera y entramos en el campo.) Bajo los neumáticos crujía la delgada nieve y la hierba muerta. El coche daba brincos en las gibas del terreno. Nosotros también dábamos brincos. Félix estuvo hablando sin parar.
—Sabré conducir el coche sin problemas (brinco). Caramba, qué paseo me voy a dar (brinco-brinco). ¡No se preocupe (brinco), no se lo voy a estropear!