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—Sí, el coche quedará a tu disposición. Durante un breve lapso de tiempo será (brinco) tuyo. Y ahora, atento, amigo mío, y mira a tu alrededor. No hay nadie en la carretera, ¿no es cierto?

Volvió la vista atrás y luego negó con la cabeza. Avanzamos, o tal vez habría que decir reptamos, por una leve cuestecilla bastante lisa que nos condujo a la altura del bosque. Allí, entre los primeros pinos, paramos y nos apeamos. Abandonada la envidia del indigente, Félix siguió admirando, ahora con la tranquila satisfacción del propietario, el reluciente y azul Icarus. Y hubo un momento en que sus ojos adoptaron una expresión de éxtasis. Es muy probable (téngase en cuenta, por favor, que no afirmo nada, sólo digo que «es muy probable») que en ese momento sus pensamientos discurrieran así: «¿Y si me largo en este elegante biplaza? Cobro por adelantado, de modo que eso está resuelto. Le haré creer que voy a hacer lo que me diga, y en lugar de eso me largaré, muy lejos. No podrá decirle nada a la policía, así que él será el primero en callar. En cuanto a mí, al volante de un coche de mi propiedad...»

Interrumpí el curso de tan agradables pensamientos.

—Bien, Félix, ha llegado el gran momento. Ahora te mudarás de ropa y te quedarás en este bosque. Dentro de media hora comenzará a atardecer; no corremos ningún riesgo de que alguien pase por aquí y te descubra. Pasarás la noche aquí mismo, con mi gabán, tócalo, es muy suave, muy grueso, sabía que te gustaría; además, dentro del coche no hace frío, dormirás perfectamente; luego, en cuanto comience a amanecer... Pero ya hablaremos de eso más tarde; ante todo, voy a arreglarte un poco, o habrá anochecido sin que hayamos terminado. Para empezar hay que afeitarse.

—¿Afeitarme? —repitió Félix, con boba sorpresa—. ¿Por qué? No he traído maquinilla, y no sabía que en los bosques hubiese utensilios para el afeitado, como no sean piedras.

—¿Piedras, dices? Para afeitar a un cabezota como tú habría que usar un hacha. Pero he pensado en todo. He traído la herramienta, y yo mismo te afeitaré.

—Eso sí que es divertido —se carcajeó—. A ver cómo quedo. Y tenga mucho cuidado, no vaya a cortarme la garganta con esa navaja.

—No temas, necio, es una maquinilla de seguridad. Así que hazme el favor... Sí, siéntate en algún lado. Ahí, en el estribo, como quieras...

Después de haber dejado la bolsa, se sentó. Yo saqué mi paquete y deposité los utensilios del afeitado en el estribo. Tenía que apresurarme: el día estaba aterido y paliducho, el aire estaba haciéndose cada vez más sombrío. Y qué silencio... Parecía, ese silencio, inherente a esos matorrales inmóviles, inseparable de esos troncos rectos, parte de esas manchas de nieve esparcidas aquí y allá por el suelo.

Me quité el gabán para trabajar más libremente. Félix examinó con curiosidad los brillantes dientes de la maquinilla de afeitar, su asa plateada. Luego estudió la brocha; se la llevó a la mejilla para comprobar su suavidad; era, en efecto, deliciosamente plumosa al tacto: me había costado diecisiete marcos y medio. También se quedó absolutamente fascinado por el tubo de carísima crema de afeitar.

—Venga, comencemos —dije—. Afeitar, y marcar para la permanente. Siéntate un poco de lado, por favor, de lo contrario no puedo hacerlo bien.

Estrujé el tubo y deposité sobre un puñado de nieve una enroscada lombriz de crema, la batí con la brocha y apliqué la helada espuma en sus patillas y bigote. Hizo visajes, lanzó toda clase de impúdicas sonrisas; una serpentina de espuma se le había colado por un orificio nasaclass="underline" le hacía cosquillas, y arrugó la nariz.

—La cabeza hacia atrás —dije—. Más.

Apoyando la rodilla en el estribo, adoptando una postura bastante incómoda, comencé a raspar las patillas hasta dejarle sin; los pelos crujían, y se mezclaban con la espuma, produciendo efectos muy repugnantes; le hice algún leve corte, y eso lo mezcló todo con sangre. Cuando ataqué el bigote, Félix frunció los ojos, pero tuvo el valor de no emitir sonido alguno, pese a que aquello debió de ser cualquier cosa menos agradable: yo tenía que trabajar con prisas, sus cerdas eran durísimas, la maquinilla daba tirones.

—¿Llevas pañuelo? —pregunté.

Sacó un trapo de su bolsillo. Lo usé para limpiarle la cara, cuidadosamente, de nieve, sangre y espuma. Ahora le brillaban las mejillas, como si fuesen recién estrenadas. Estaba maravillosamente afeitado; sólo en un punto, junto a la oreja, un arañazo rojo desembocaba en un diminuto rubí que estaba a punto de volverse negro. Se pasó la palma por las partes afeitadas.

—Espera un momento —le dije—. No hemos terminado. Hay que perfeccionar un poco esas cejas: son algo más gruesas que las mías.

Saqué unas tijeras y recorté limpiamente unos cuantos pelos.

—Ahora está muy bien. En cuanto al cabello, te lo cepillaré cuando te hayas cambiado de camisa.

—¿Me va a dar la suya? —preguntó, y pasó los dedos por la seda del cuello de mi camisa.

—¡Caray, no se puede decir que lleves las uñas limpias! —exclamé alegremente.

En muchas ocasiones le había hecho yo mismo las manos a Lydia, era un buen manicuro, de modo que no me costó ningún trabajo poner en buen orden aquellas diez toscas uñas, y mientras lo hacía estuve comparando nuestras manos: las suyas eran más grandes y morenas; pero da lo mismo, pensé, poco a poco empalidecerán. Como yo no había llevado nunca anillo de bodas, lo único que quedaba por añadirle a su mano era mi reloj de pulsera. Feliz movió los dedos y giró la muñeca a un lado y a otro, satisfechísimo.

—Venga, aprisa. Cambiémonos. Quítate todo lo que llevas, amigo, absolutamente todo.

—Uf —gruñó Félix—. Hará frío.

—Da igual. Será cuestión de un minuto. Anda, apresúrate.

Se quitó su vieja chaqueta parda, se sacó por la cabeza el viejo suéter. La camisa que llevaba debajo era de color verde fangoso, con una corbata del mismo tejido. Luego se descalzó sus amorfos zapatos, se quitó los calcetines (zurcidos por una mano masculina) y se puso a hipar en cuanto la punta de su dedo gordo tocó el suelo invernal. Al hombre corriente le encanta ir descalzo: en verano, al llegar a la alegre hierba, lo primero que hace es quitarse los zapatos y los calcetines; pero en invierno también resulta un placer no desdeñable... tal vez porque le recuerda su infancia, o algo así.

Yo me mantuve fríamente distante, desabrochando el nudo de la corbata, mirando atentamente a Félix.

—Sigue, sigue —dije al notar que había desacelerado un poco el ritmo.

Dejó caer sus pantalones a lo largo de sus blancos y calvos muslos, no sin hacer ciertas muecas de timidez. Finalmente se quitó la camisa. En el frío bosque tuve ante mí a un hombre desnudo.

De forma increíblemente veloz, con tanta agilidad y elegancia como Fregoli, me desnudé, fui tirándole a Félix, con suma destreza, el envoltorio externo formado por la camisa y los pantalones, y, mientras él se lo iba poniendo todo con característica torpeza, saqué del traje varias cosas —dinero, pitillera, broche, pistola— y las metí en los bolsillos de los más bien ajustados pantalones que me había puesto con la habilidad de un virtuoso de las varietés. Aunque su suéter resultó abrigar notablemente, me dejé la bufanda puesta, y, como en los últimos tiempos había adelgazado bastante, su chaqueta me encajó casi a la perfección. ¿Debía ofrecerle un cigarrillo? No, habría sido de mal gusto.