Entretanto Félix se había engalanado con mi camisa y mis pantalones; tenía los pies aún descalzos, le di los calcetines y las ligas, pero noté en ese instante que sus pies también necesitaban algún que otro recorte... Apoyó el pie en el estribo del coche y celebramos una sesión algo apresurada de pedicuro. Aquellas feas y negras uñas se partían sonoramente y salían volando muy lejos, y en sueños recientes las he visto a menudo moteando, de forma excesivamente conspicua, el suelo. Me temo que tuvo tiempo suficiente para pillar un buen resfriado, pobre criatura, vestido sólo con la camisa. Luego se lavó los pies en la nieve, como hace en Maupassant un calavera que no dispone de bañera, y se puso los calcetines, sin fijarse en el agujero que había en uno de los talones.
—Aprisa, aprisa —iba repitiéndole yo—. Pronto será de noche, y tengo que irme. Mira, yo ya estoy vestido. Dios mío, ¡menudos zapatones! ¿Y dónde has metido tu gorra? Ah, ya está. Gracias.
Se abrochó el cinturón. Con la providencial ayuda del calzador, logró embutir los pies en mis zapatos de ante negro. Le ayudé a apañárselas con las polainas y la corbata lila. Al final, tomando remilgadamente su peine, le alisé su grasienta melena, dejándole despejadas las sientes y la frente.
Ya estaba listo. Ahí estaba mi doble, ante mí, con mi severo traje gris oscuro. Se inspeccionó con una sonrisa de imbécil. Investigó los bolsillos. Se mostró encantado con el mechero. Volvió a dejar cada cosa en su sitio, pero abrió la cartera. Estaba vacía.
—Me había prometido pagarme por adelantado —dijo Félix con entonación seductora.
—Es cierto —dije, sacando al mismo tiempo la mano del bolsillo, y mostrándole un puñado de billetes—. Aquí lo tienes. Contaré lo que te corresponde y te lo daré, ahora mismo. ¿Qué tal van los zapatos? ¿Te duelen?
—Sí —dijo Félix—. Me duelen muchísimo. Pero aguantaré lo que haya que aguantar. Supongo que podré quitármelos durante la noche. ¿Y adonde tengo que ir mañana con el coche?
—En su momento, en su momento... ya te lo explicaré. Mira, tendríamos que arreglar un poco todo esto... Has esparcido tus harapos por todas partes... ¿Qué llevas en esa bolsa?
—Soy como los caracoles, llevo mi casa cargada sobre mi espalda —dijo Félix—. ¿Piensa llevarse usted la bolsa? Tengo medía salchicha. ¿Quiere un poco?
—Más tarde. Guarda todo eso. El calzador también. Y las tijeras. Bien. Ahora ponte mi gabán y comprobemos por última vez que puedes pasar por mí.
—¿No se olvidará del dinero? —me preguntó.
—Te ha repetido que no. No seas burro. Estamos a punto de llegar a eso. Tengo el dinero aquí, en mi bolsillo... En tu ex bolsillo, para decirlo con más precisión. Ahora, termina tu obra, por favor.
Se puso mi elegante gabán de pelo de camello y (con muchísimo cuidado) se encasquetó mi elegante sombrero. Faltaba sólo el último detalle: los guantes amarillos.
—Perfecto. Da unos pasos. Veamos qué tal te sienta todo.
Caminó hacia mí, metiendo primero las manos en los bolsillos, sacándolas luego.
Cuando estuvo muy cerca, echó los hombros hacia atrás y adoptó un contoneo jactancioso de petimetre.
—Vamos a ver, ¿falta algo, falta algo? —iba diciendo yo en voz alta—. Espera, déjame echarte otra ojeada. Sí, parece que lo tenemos todo... Ahora date la vuelta, a ver de espaldas...
Dio media vuelta, y le disparé entre los hombros.
Recuerdo varias cosas: la leve humareda que al principio permaneció flotando en el aire y luego formó un pliegue transparente y se esfumó por completo; la forma en que Félix cayó; porque no cayó de golpe; primero concluyó un movimiento vinculado aún a la vida, que fue un giro casi completo; intentó, me parece, balancearse en broma, como si actuara frente a un espejo; de manera que, poniendo fin de forma inerte a esa en absoluto graciosa bromita, quedó vuelto (ya atravesado) hacia mí, abrió lentamente las manos como si me preguntara: «¿Qué significa esto...?», y, al no obtener respuesta, se desplomó de espaldas, lentamente. Sí, recuerdo todo eso; recuerdo, además, el sonido suave que hizo en la nieve cuando empezó a quedarse tieso y estremecerse, como si la nueva ropa que llevaba le resultara incómoda; pronto quedó del todo quieto, y luego se hizo sentir la rotación de la tierra, y fue únicamente su sombrero el que, silenciosamente, se movió, separándose de su coronilla y cayendo atrás, boquiabierto, como si le dijera adiós a su propietario (o también, a modo de recordatorio de esa rancia frase que dice «todos los presentes descubrieron su cabeza»). Sí, recuerdo todo eso, pero hay una cosa que la memoria echa de menos: el ruido de mi disparo. Es cierto, en mis oídos quedó un canturreo permanente. Se me aferró, se me metió dentro, tembló en mis labios. A través de ese vuelo de sonido me acerqué al cuerpo tendido y, ávidamente, lo miré.
Hay momentos misteriosos, y ése fue uno de ellos. Como un escritor que lee su obra mil veces, examinando y poniendo a prueba cada sílaba, y al final no es capaz de decir si es bueno o no este jaspeado de palabras, lo mismo me ocurrió a mí, lo mismo... Pero existe esa secreta certeza del hacedor, la que nunca falla. En ese momento, cuando todos los rasgos quedaron fijados y congelados, nuestro parecido era tal que no fui capaz de decir quién había muerto de un balazo, si él o yo. Y mientras miré, anocheció en el vibrante bosque, y al paso que aquella cara que tenía ante mí iba disolviéndose lentamente, vibrando de forma cada vez más leve, me pareció como si estuviera mirando mi imagen en un estanque de aguas remansadas.
Por miedo a mancharme, no manipulé el cadáver; ni siquiera me cercioré de si estaba en realidad muerto del todo; supe instintivamente que lo estaba, que esa bala se había deslizado con perfecta exactitud a lo largo del breve surco de aire que habían trazado la voluntad y el ojo. Corre, corre, exclamó el viejo Lorre, subiéndose los pantalones. No le imitemos. Presurosa, atentamente, miré a mi alrededor. Félix lo había metido todo, menos la pistola, en la bolsa; pero tuve el suficiente control de mí mismo como para asegurarme de que no se le había caído nada; e incluso llegué al extremo de cepillar el estribo en el que le había cortado las uñas y de desenterrar su cepillo, que antes había pisoteado contra el suelo pero del que en ese otro momento decidí librarme más adelante. Luego hice algo que había planeado mucho tiempo atrás. Previamente había dado la media vuelta con el coche y lo dejé frenado cerca de una leve pendiente, de cara a la carretera; ahora dejé que mi pequeño Icarus descendiera un par de metros, a fin de que fuera visible desde la carretera por la mañana, y para que así condujera al descubrimiento de mi cadáver.
La noche cayó rápidamente. El tamborileo de mis oídos había cesado casi del todo. Me sumergí en el bosque y, al hacerlo, volví a pasar cerca del cadáver; pero no volví a detenerme, sólo recogí la bolsa y, resueltamente, a buen paso, como si no fuese calzado con aquellos pesadísimos zapatones, rodeé el lago sin abandonar nunca el bosque, seguí caminando sin parar por entre el fantasmagórico crepúsculo, pisando la fantasmagórica nevada... Y, sin embargo, ¡¡qué maravillosamente bien supe adivinar la dirección correcta, con qué precisión, con qué viveza lo había visualizado todo, en verano, cuando estudiaba los caminos que conducen a Eichenberg!