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Llegué a tiempo a la estación. Diez minutos después, tan práctico como una aparición, llegó el tren que yo quería. Me pasé media noche en el traqueteante y bamboleante vagón de tercera, en un banco duro, junto a un par de viejos que jugaban a naipes, y los naipes que usaban eran extraordinarios: grandes, rojos y verdes, con mazorcas y panales. Después de medianoche tuve que hacer transbordo; un par de horas más tarde me encontraba avanzando hacia poniente; luego, por la mañana, volví a cambiar, en esta ocasión para tomar un rápido. Sólo entonces, en la soledad del retrete, examiné el contenido de su mochila. Aparte de las cosas con las que yo la había atiborrado en el último momento (incluido un pañuelo manchado de sangre), encontré unas camisas, un pedazo de salchicha, dos manzanas grandes, una suela de cuero, cinco marcos en un monedero de señora, un pasaporte; y mis cartas a Félix. Me comí allí mismo las manzanas y la salchicha, sin salir del retrete; pero me guardé las cartas en el bolsillo y examiné con el más vivo interés el pasaporte. Estaba en regla. Félix había pasado por Mons y Metz. Por extraño que parezca, la foto de su cara no se me parecía mucho; podía, por supuesto, pasar fácilmente por una foto mía pero, de todos modos, aquella circunstancia me produjo una rara impresión, y recuerdo haber pensado que ahí estaba la causa de que él tuviera tan poca conciencia de nuestro parecido: él se veía en un espejo, es decir, de derecha a izquierda, y no en el sentido en que gira el sol, como en la realidad. La ineptitud, el desaliño, la pereza sensorial de los seres humanos quedaron revelados de golpe por el hecho de que ni siquiera las definiciones oficiales que aparecían en la breve lista de rasgos personales correspondía del todo con los epítetos de mi pasaporte (que me había dejado en casa). Una nadería, sin duda alguna, pero muy típica. Y donde decía «profesión», Félix, ese prodigio de estulticia que, con la más absoluta seguridad, tocaba el violín igual que solían tañer las guitarras en las noches veraniegas los más lánguidos lacayos rusos, era calificado de «músico», lo cual me convirtió inmediatamente a mí en otro músico. Ese mismo día, cuando más tarde pasé por una pequeña población fronteriza, me compré una maleta, un abrigo y demás, tras lo cual me libré enseguida de la bolsa y la pistola a la vez: no, no voy a decir qué hice con ellas. Y vosotras, aguas renanas, ¡guardad silencio! Y así fue como un caballero muy mal afeitado y vestido con un barato abrigo negro acabó estando del lado seguro de la frontera, camino del sur.

10

He sido, desde mi infancia, gran amante de las violetas y la música. Mi padre era zapatero y mi madre lavandera. Cuando mi madre se enfadaba, me reprendía en checo. Mi infancia fue tenebrosa e infeliz. En cuanto superé la pubertad comencé a llevar una vida errante. Tocaba el violín. Soy zurdo. Cara: ovalada. Soltero; todavía no he conseguido ninguna esposa fiel. La guerra me pareció bastante brutal; pasó, sin embargo, como pasan todas las cosas. Cada rata en su casa... Me gustan las ardillas y los gorriones. La cerveza checa es más barata. ¡Ah, si nos calzaran los herreros, qué económico sería! Todos los ministros se dejan sobornar, todo poema es una paparrucha. Un día, en una feria, vi a unos gemelos; prometían darle un premio a quien les distinguiera, así que Fritz el zanahorio le dio un cachete a uno, y le dejó la oreja colorada, ¡menuda diferencia! ¡Caray, cómo nos reímos! Una paliza, un hurto, una matanza, las cosas son buenas o malas según las circunstancias.

Me he apropiado siempre de todo el dinero que se me ha cruzado en el camino; lo que uno toma es suyo, no se puede hablar de dinero propio o ajeno; en ninguna moneda hay una leyenda que diga: esta moneda pertenece a Müller. Me gusta el dinero. Siempre he deseado encontrar un amigo fiel; habríamos hecho música juntos, él me hubiera legado su casa y su huerto. Dinero, delicioso dinero. Delicioso dinerito. Delicioso dinerazo.

He andado errante, sin rumbo; he encontrado trabajo aquí y allá. Un día conocí a un ricacho que dijo que era igual que yo. Tonterías, no se me parecía en absoluto. Pero, como era rico, no quise discutir con él, y todo aquel que se codea con los ricos puede terminar siendo también rico. El tipo quería que me fuese a dar una vuelta en coche, suplantándole, tras haberle dejado en una calle rara para que así pudiera dedicarse a algún negocio sucio. Era un farolero, y le maté y le robé. Ahora yace en el bosque, hay nieve en el suelo, graznan los cuervos, saltan las ardillas. Me gustan las ardillas. Ese pobre caballero embutido en su magnífico gabán yace muerto, no lejos de su coche. Sé conducir. Me gustan las violetas y la música. Nací en Zwickau. Mi padre era un zapatero calvo y con gafas, y mi madre era una lavandera de manos rojas. Cuando se enfadaba...

Y otra vez igual, desde el principio, con nuevos y absurdos detalles... Así fue como la imagen refleja, afirmándose a sí misma, fue reclamando sus derechos. No fui yo quien buscó refugio en tierras extrañas, ni yo el que se dejó crecer la barba, sino Félix, mi asesino. Ah, si le hubiese conocido bien, si le hubiese tratado íntimamente durante años, incluso me habría resultado divertido instalarme en el alma que había heredado. Habría conocido cada una de sus grietas; todos los pasillos de su pasado; habría podido disfrutar de la utilización de todos sus habitáculos. Pero sólo había llegado a estudiar muy someramente el alma de Félix, de modo que lo único que de ella conocía eran los perfiles de su personalidad, dos o tres rasgos observados por azar. ¿Tendría que entrenarme a hacer cosas con la mano izquierda?

Por desagradables que fuesen, cabía dentro de lo posible hacer frente a todas esas sensaciones. Resultaba, por ejemplo, bastante difícil olvidar hasta qué punto se me había entregado aquel ser blando de corazón durante el rato en que estuve preparándole para su ejecución. ¡Esas frías y obedientes garras! Me pasmaba el recordar lo dócil que había sido. Tenía la uña del dedo gordo del pie tan dura que mis tijeras no lograron darle un único y definitivo mordisco, y se quedó enroscada en torno a una de las hojas de la misma forma que la punta de una lata de carne se enrosca en torno al abrelatas. ¿Tan poderosa puede llegar a ser la mente humana como para convertir a otro hombre en un muñeco? ¿Llegué verdaderamente a afeitarle? ¡Asombroso! Sí, lo que me atormentaba por encima de todo, cuando iba recordándolo, era la docilidad de Félix, el carácter ridículo, descerebrado y automático de su docilidad. Pero, como ya he dicho, logré superar esa parte del asunto. Mucho más grave fue mi fracaso a la hora de habérmelas con los espejos. De hecho, la barba que comencé a dejarme crecer no pretendía tanto esconderme de los otros, como de mí mismo. Horrible cosa es la imaginación hipertrofiada, francamente. De manera que resultaba sencillísimo comprender que un hombre dotado de una sensibilidad tan aguda como yo llegue a verse sumido en estados auténticamente diabólicos por naderías tales como el reflejo de un espejo oscuro, o su propia sombra cayendo muerta a sus pies, und so weiter. Alto ahí, todos ustedes. Alzo una enorme palma blanca, como un policía alemán, ¡alto! No quiero oír ni un solo gemido de compasión, ni uno solo. ¡Alto a la compasión! No acepto las simpatías de nadie; porque entre ustedes habrá, seguro, unas cuantas almas que se compadecerán de mí, de mí, poeta incomprendido. «Niebla, vapor... en la niebla un acorde tembloroso.» No, no es poesía, sino una frase del libro de nuestro amigo Dusty, Crimen y hastío. Perdón: Schuld und Sühne(edición alemana). Todo remordimiento por mi parte queda absolutamente descartado: los artistas no sienten remordimientos, ni siquiera cuando su obra resulta incomprendida, rechazada. En cuanto a ese premio...