Выбрать главу

Lo sé, lo sé: desde el punto de vista de quien escribe una novela, parece un grave error que a todo lo largo de esta historia haya —hasta donde yo recuerde— tan pocos párrafos dedicados a lo que parece haber sido mi tema principal; la codicia. ¿Cómo es que soy tan reticente y vago en relación con la finalidad perseguida con esa operación que consistió en procurarme un doble muerto? Pero al llegar aquí me asaltan extrañas dudas: ¿tan empeñado, tan empeñadísimo estaba yo en obtener un beneficio, y tan deseable me parecía esa suma notablemente equívoca (el valor de un hombre representado en dinero; y una remuneración razonable por su desaparición)? ¿O bien las cosas fueron justamente al revés y la memoria, escribiendo en mi lugar, no podía (fiel hasta el final) actuar de otro modo ni darle importancia especial a cierta conversación que hubo en el estudio de Orlovius (¿he dado una descripción de ese estudio?)?

Y me gustaría decir otra cosa acerca de mis humores póstumos: aunque en el fondo de mi alma no albergué dudas respecto a la perfección de mi obra, pues me pareció que en el bosque en blanco y negro yacía un hombre perfectamente parecido a mí, como novicio de la genialidad, poco familiarizado todavía con el sabor de la fama, pero imbuido del orgullo que siempre acompaña al rigor, anhelé, hasta el dolor, que esa mi obra maestra (concluida y firmada el 9 de marzo en un sombrío bosque) fuese apreciada por los hombres o, dicho de otro modo, que el engaño —y toda obra de arte es un engaño— tuviera éxito; en cuanto a los derechos de autor, por así llamarlos, pagados por la empresa de seguros, eran para mí un asunto de importancia secundaria. Oh, sí, fui el artista puro.

Las cosas que pasan se atesoran más tarde, como dijo el poeta. Un bello día Lydia se reunió por fin conmigo en el extranjero; fui a verla a su hotel. «Menos aparato —dije en grave tono de advertencia, cuando estaba a punto de arrojarse en mis brazos—. Recuerda que me llamo Félix, y que sólo somos conocidos.» Estaba muy bonita con su disfraz de viuda, de la misma manera que mi corbata de lazo negra y mi bien recortada barba de artista me sentaban muy bien a mí. Lydia comenzó relatando... sí, todo había funcionado tal como yo esperaba, sin una sola dificultad. Al parecer, lloró con notable sinceridad durante la incineración, cuando aquel pastor de voz profesionalmente entrecortada habló de mí, «...y este hombre, este hombre de corazón noble que...». Luego le expliqué el resto de mis planes, y poco después comencé a cortejarla.

Ahora, yo y mi bella viuda estamos casados; vivimos en un tranquilo y pintoresco rincón, en nuestra casita de campo. Pasamos largas horas perezosas en el jardincillo de los mirtos, con vistas al azul golfo que se abre abajo, y muy a menudo hablamos de mi pobre hermano, el que murió. Le cuento a Lydia nuevos episodios de su vida.

—Ay el destino —dice Lydia con un suspiro—. Al menos sé que ahora, en el Cielo, nuestra felicidad es un consuelo para su alma.

Sí, Lydia es feliz conmigo; no necesita a nadie más.

—Cómo me alegro —dice a veces— de que nos hayamos librado para siempre de Ardalion. Antes le compadecía mucho, y le dedicaba gran parte de mi tiempo, pero, la verdad, jamás le soporté. Me pregunto por dónde rondará ahora. Probablemente se esté matando con la bebida, el pobre. ¡También son cosas del destino!

Por las mañanas leo y escribo; tal vez publique pronto un par de cosas con mi nuevo nombre; un escritor ruso que vive cerca de aquí ha alabado mi estilo y la viveza de mi imaginación.

De vez en cuando le llega a Lydia alguna línea de Orlovius, felicitaciones de Año Nuevo, por ejemplo. Siempre le ruega que transmita un afectuoso saludo a su esposo, al que no tiene el gusto de conocer, y probablemente esté pensando: «¡Ah, qué fácil de consolar es esta viuda! ¡Pobre Hermann Karlovich!»

¿Se va notando el fuerte sabor de este epílogo? Lo he pergeñado de acuerdo con una receta clásica. Hay que ir diciendo algo acerca de cada uno de los personajes del libro, para de este modo ir cerrando la historia; y, así, se logra que el goteo de sus existencias armonice, correcta aunque sumariamente, con lo que hasta entonces se ha dicho de sus personalidades; también se acepta en esta fórmula cierto tono festivo, la jocosa alusión al conservadurismo de la vida.

Lydia sigue siendo tan desmemoriada y desaseada como siempre...

Y para el final mismo del epílogo, pour la bonne bouche, es costumbre dejar algún rasgo especialmente sincero, algo que tenga que ver, por ejemplo, con cierto objeto insignificante que en algún capítulo de la novela tuvo una fugaz aparición:

Todavía puede ver el lector, en la pared de la habitación, aquel retrato al pastel, y, como antaño, cada vez que se fija en él, Hermann se pone a reír y soltar maldiciones.

Finis. ¡Adiós, Turgy! ¡Adiós, Dusty!

Sueños, sueños... y por si fuera poco bastante trillados. De todos modos, ¿a quién le importa?

Volvamos a nuestra historia. Tratemos de mantener mejor el control sobre nosotros mismos. Omitamos ciertos detalles del viaje. Recuerdo que al llegar a Pignan, casi en la frontera con España, lo primero que hice fue tratar de conseguir periódicos alemanes; encontré algunos, pero aún no decían nada.

Tomé una habitación en un hotel de poca categoría, una habitación enorme con el suelo de piedra y paredes casi de cartón, en las que parecía haber una puerta pintada de color siena tostada que conducía a la habitación contigua, y un espejo con un solo reflejo. Hacía allí un frío terrible; pero el abierto hogar de la absurda chimenea tenía la misma capacidad de proporcionar calor que una pieza de atrezzo en un escenario, y cuando terminaron de arder las astillas que trajo la criada, pareció como si la habitación estuviese más fría incluso que antes. La noche que pasé allí estuvo colmada de las visiones más extravagantes y agotadoras que se pueda imaginar; y al amanecer, sintiéndome pegajoso e irritado, salí al estrecho valle, inhalé los nauseabundos perfumes y, apretujado por la muchedumbre sureña que llenaba el mercado a rebosar, comprendí con la mayor claridad que era imposible quedarse ni un instante más en aquella población.

Al paso que los estremecimientos se deslizaban hacia el extremo inferior de mi columna vertebral, y con la cabeza a punto de estallar, me abrí camino hasta el syndicat d'initiative, en donde un locuaz individuo me sugirió un puñado de lugares de veraneo: yo buscaba alguno que fuese bonito y apartado, y cuando hacia el final de la tarde un autobús me dejó en la dirección elegida, me sorprendió ver que era exactamente lo que yo había deseado encontrar.

Apartado, solitario, rodeado de alcornoques, hallé un hotel de aspecto decente que se encontraba aún, en su mayor parte, cerrado (pues la temporada empezaba al llegar el verano). Un fuerte viento procedente de España alborotaba el plumón de las mimosas. En un pabellón con aspecto de capilla, borboteaba una fuente curativa, y en las esquinas de sus ventanales de color rubí oscuro colgaban las telarañas.

Apenas había gente alojada en aquel establecimiento. Un médico era el alma del hotel, y el soberano que presidía las comidas: se sentaba a la cabecera de la mesa y llevaba la voz cantante; había también un viejo con nariz de loro y chaqueta de alpaca que solía producir toda una variada gama de bufidos y gruñidos cuando, con un leve taconeo y gran agilidad, la criada servía la trucha que él mismo había pescado en el vecino arroyo; y una vulgar pareja joven que había llegado a este agujero desde nada menos que Madagascar; una ancianita con gorgerette de muselina, maestra de escuela; un joyero de numerosa familia; una joven superferolítica, de la que al principio dijeron que era vizcondesa, luego condesa y finalmente (lo cual nos trae al momento en que escribo estas líneas) marquesa, y todo ello gracias a los esfuerzos del médico (que hace cuanto está en su mano por mejorar la reputación del establecimiento). No olvidemos, por otro lado, al triste viajante de comercio, un parisino que representa una especialidad patentada de jamón; al tosco y gordo abbé que se hacía lenguas de la belleza de cierto claustro vecino; y que, para mejor expresarlo, lanzaba al aire un beso de sus carnosos labios fruncidos en forma de corazoncito. Aquí terminaba la colección, creo. El administrador, hombre de cejas de escarabajo, permanecía cerca de la puerta con las manos enlazadas a la espalda y seguía con mirada hosca el desarrollo ceremonioso de las comidas. Afuera soplaba un viento violentísimo.