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—¿Cuál? —pregunté entre sollozos.

—Oh, une sale affaire, un asunto muy sucio: alguien que se cambió de ropa con un tipo y luego le mató. Pero tranquilícese, amigo mío, no solamente en Alemania hay asesinos, nosotros tenemos nuestros Landrús, gracias a Dios, de modo que no están ustedes solos. Calmez -vous, no son más que los nervios, las aguas de esta población hacen maravillas con los nervios... o, más precisamente, con el estómago, ce qui revient au mente, d'ailleurs.

Siguió parloteando así durante un rato y luego se puso en pie. Le devolví agradecido su pañuelo.

—¿Sabe qué? —dijo cuando ya se encontraba en la puerta—. La condesita está chiflada por usted. Así que tendría que tocarnos esta noche alguna cosa al piano —deslizó los dedos como haciendo un arpegio— y, créame, sólo con eso la tiene usted en camita.

Prácticamente había salido al pasillo, pero repentinamente cambió de opinión y regresó.

—En los días locos de mi juventud —dijo—, cuando los estudiantes nos dedicábamos al jolgorio, hubo una ocasión en que el más blasfemo de todos nosotros se emborrachó muchísimo, de modo que en cuanto llegó a la fase más desesperada le vestimos con una casaca, le afeitamos un círculo en la coronilla, y, a última hora de la noche, llamamos a la puerta de un convento. Salió una monja, y uno de nosotros le dijo: «Ah, ma soeur , voyez dans quel triste état s'est mis ce pauvre abbé!, ¡mire en qué triste estado se encuentra este cura! Déjele entrar, y que duerma en una de sus celdas, y así se le pasará.» Lo gracioso fue que la monja se lo llevó. ¡Cómo nos reímos!

El doctor se palmeó las piernas. De repente se me ocurrió que, quién sabe, a lo mejor me estaba contando todo esto (disfrazándose... fingiendo ser otro) animado de cierto propósito secreto, tal vez le habían enviado a espiarme... y de nuevo me poseyó la furia, hasta que, mirando las neciamente sonrientes arrugas de su cara, me controlé, fingí reír; y él agitó las manos, contento, contentísimo y, por fin, me dejó en paz.

Pese al grotesco parecido con Raskolnikov... No, no es eso. Tachado. ¿Qué viene ahora? Sí, decidí que lo primero que debía hacer era obtener cuantos más periódicos mejor. Bajé corriendo. En uno de los rellanos tropecé casualmente con el gordo cura, que me dirigió una mirada de conmiseración: por su untuosa sonrisa deduje que el doctor ya se las había apañado para transmitirle al mundo nuestra reconciliación.

Cuando salí al patio, el viento me dejó aturdido al instante; mas no cedí, sino que me agarré con las dos manos al portal, y luego llegó el autobús, le hice una señal, subí y comenzamos a descender la pendiente mientras el polvo blanco seguía con sus enloquecidos remolinos. Una vez en la ciudad me compré varios diarios alemanes y aproveché la circunstancia para pasar por la oficina de correos. No había ninguna carta para mí, pero, por otro lado, encontré los periódicos llenos de noticias, llenos hasta lo excesivo, por desgracia... Tras una semana de absorbente labor literaria, hoy me siento curado y no siento más que desprecio para ese frío tono de ridículo que adoptó la prensa, pero en aquel momento estuvo a punto de volverme loco.

He aquí el cuadro general que he podido trazar finalmente: el domingo al mediodía, 10 de marzo, un peluquero de Koenigsdorf encontró un cadáver en cierto bosque. Cómo se metió en ese bosque, que, incluso en verano, no era en absoluto frecuentado, y por qué esperó hasta el anochecer para comunicar su hallazgo, son dudas cuya solución no he hallado aún. Ahora sigue ese detalle escandalosamente gracioso que, me parece, ya he mencionado: el coche que yo mismo, y a propósito, dejé al borde del bosque, había desaparecido. Sus huellas, una hilera de Tes, denunciaban la marca de los neumáticos, mientras que, por otro lado, ciertos habitantes de Koenigsdorf, demostrando poseer una memoria fenomenal, dijeron acordarse de haber visto pasar un Icarus azul, un modelo pequeño de ruedas con radios, una circunstancia que los animosos y agradables tipos del garaje de mi calle completaron con datos sobre los caballos de vapor y los cilindros, y no solamente facilitaron la matrícula del coche sino incluso el número de fabricación del motor y del chasis.

En general se da ahora por supuesto que rondo por ahí en mi Icarus, lo cual me parece deliciosamente absurdo. Porque, para mí al menos, es obvio que alguien vio mí coche desde la carretera y, sin pensárselo dos veces, se lo apropió, con tales prisas que ni siquiera se fijó en el cadáver que yacía muy cerca.

Inversamente, ese peluquero que sí se fijó en el cadáver afirma que no había por allí absolutamente ningún coche. ¡Qué tipo tan sospechoso, el peluquero ese! Lo más natural del mundo sería que la policía se hubiese precipitado sobre él; hay gente a la que le han rebanado la cabeza por mucho menos, pero les aseguro que no ha ocurrido nada parecido, que la policía ni siquiera sueña que él pueda ser el asesino; qué va, me han echado las culpas a mí, por las buenas, sin merecérmelo, con prontitud tan fría como despiadada, como si les divirtiese la idea de condenarme, como si se tratara de una venganza, como si les hubiese estado ofendiendo durante largo tiempo y ardiesen en deseos de castigarme. Y no solamente dando por supuesto, con una actitud que demuestra unos extraños prejuicios, que el muerto no podía ser yo; no solamente ignorando nuestro parecido, sino, por así decirlo, excluyendo a priori esa posibilidad (porque las personas no ven lo que odian ver); la policía dio un brillante ejemplo de lógica al expresar su sorpresa por el hecho de que yo creyese posible engañar al mundo por el sencillo procedimiento de vestir con mi ropa a un individuo que no se me parecía en nada. La imbecilidad y la pasmosa falta de ecuanimidad patentes en tal razonamiento me parecen tremendamente cómicas. El siguiente paso lógico consistía en hacer de mí un demente; incluso llegaron al extremo de suponer que no estaba del todo bien de la cabeza, y ciertas personas que me conocen lo confirmaron, entre otros el asno de Orlovius (me gustaría averiguar quiénes fueron los demás), quien basó su afirmación en el hecho de que, según él, yo acostumbraba escribirme cartas a mí mismo (dato francamente inesperado).

Lo que desconcertó por completo a la policía fue el hecho de que la víctima (la prensa se refocila especialmente cada vez que usa la palabra «víctima») fuera vestida con mi ropa, o, mejor dicho, cómo fue posible que un hombre vivo se pusiera no solamente mi traje, sino todo lo demás, hasta los calcetines y los zapatos, los cuales, al venirle pequeños, debieron de dolerle mucho... (¿Conque sí? ¡Qué listos sois! ¡Podría perfectamente haberle calzado esos zapatos después de muerto!)

En cuanto se les metió en la cabeza que no era mi cadáver, se comportaron exactamente igual que un crítico literario, el cual, tan pronto como ve un libro de un autor por el que no siente simpatía, decide que el libro no vale nada y se pone a construir lo que haya pretendido construir, siempre basándose en esa primera y gratuita suposición. Así, enfrentada la policía al milagro del parecido entre Félix y yo, se lanzó de cabeza hacia las pequeñas máculas de mi obra maestra, que una actitud más profunda y acertada hubiese pasado por alto, de la misma manera que una errata de imprenta o un desliz de la pluma no pueden en absoluto echar a perder un bello libro. La policía mencionó la tosquedad de las manos, e incluso se concentró en ciertas callosidades a las que atribuyeron grandísima importancia, en contraste, sin embargo, con la pulcritud de las uñas de las cuatro extremidades; y alguien —hasta donde yo puedo imaginar, ese peluquero que encontró el cadáver— llamó la atención de los sabuesos hacia el hecho de que, según ciertos datos visibles solamente por un profesional (un detalle encantador, sin duda), era evidente que las uñas habían sido cortadas por un experto: ¡lo cual no debería haberme inculpado a mí, sino a él!