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—Siento decirle que de momento no puedo hacer gran cosa por usted —contesté con frialdad—. Pero déjeme su dirección.

Saqué mi cuaderno y mi lápiz de plata.

El rió con expresión triste:

—De nada me serviría decir que vivo en un chalet; es mejor dormir en un pajar que sobre el musgo de los bosques, pero también es mejor el musgo que un duro banco.

—De todos modos, me gustaría saber dónde puedo localizarle.

Se lo pensó un poco, y luego dijo:

—Estoy seguro de que el próximo otoño estaré en el mismo pueblo que el año pasado. Mande recado a correos. No está lejos de Tarnitz. Espere, le escribo el nombre.

Resultó llamarse Félix, «el alegre». Cuál pudiera ser su apellido es asunto, querido lector, que no te incumbe. La tosca caligrafía de aquel sujeto parecía a punto de quebrarse a cada curva. Escribió con la izquierda. Ya era hora de irme. Metí diez coronas en la gorra. Con una sonrisa forzada, condescendiente, me tendió la mano, sin tomarse apenas la molestia de enderezarse. Se la estreché solamente porque de ese modo tuve la curiosa sensación de ser Narciso tomándole el pelo a Némesis por medio de la estratagema consistente en retirar su imagen del arroyo.

Luego, casi a la carrera, regresé por donde había venido. Al volver la cabeza atrás vi su flaca y oscura planta entre los matorrales. Estaba tendido decúbito supino, con las piernas cruzadas en el aire y los brazos debajo de la cabeza.

De repente me pareció cojear, sentir vértigo, un cansancio mortal, como después de una orgía prolongada y repugnante. El motivo de este agridulce resplandor final fue la comprobación de que, con fría distracción, se había guardado en su bolsillo mi lápiz de plata. Toda una procesión de lápices de plata desfiló ahora por un túnel interminable de corrupción. Y mientras caminaba por el borde de la carretera, cerré de vez en cuando los ojos hasta casi tropezar y caerme en la cuneta. Más tarde, en la oficina, y mientras celebraba mi conversación de negocios, sentí el simplemente implacable anhelo de decirle a mi interlocutor: «¡Qué cosa tan extraña acaba de ocurrirme! Parece increíble, pero...» Sin embargo, no dije nada, y establecí de este modo un precedente para el silencio.

Cuando regresé por fin a mi habitación del hotel me encontré con que allí, entre sombras mercúricas y enmarcado en ensortijado bronce, estaba aguardándome Félix. Pálido y solemne, se me acercó. Ahora iba afeitado; el pelo bien peinado hacia atrás. Vestía un traje gris paloma con corbata lila. Saqué el pañuelo; él también sacó el suyo. Una tregua para parlamentar.

El campo se me había metido en la nariz. Me soné y me senté al borde de la cama, sin dejar entretanto de consultar el espejo. Recuerdo que las leves señales de existencia consciente, tales como el polvillo que me quedaba en la nariz, la negra suciedad que se me había metido en el hueco que forman la suela y el tacón, el hambre, y más tarde el tosco sabor pardo teñido de limón de la gran chuleta de ternera que me sirvieron en el restaurante, tuvieron la extraña virtud de concentrar mi atención como si estuviese buscando, y encontrando (y dudando todavía un poco), pruebas de que yo era yo, y de que este yo (un industrial de segunda fila, no carente de ideas) estaba realmente en un hotel, cenando, pensando en sus negocios, y no tenía nada que ver con cierto vagabundo que, en ese mismo momento, haraganeaba al pie de un matorral. Pero de nuevo la emoción que me produjo aquel portento hizo que mi corazón se saltase un latido. Ese hombre, sobre todo mientras dormía, mientras sus rasgos permanecían inmóviles, me mostraba mi propio rostro, mi máscara, la imagen inmaculadamente pura de mi cadáver... Utilizo este último término tan sólo porque deseo expresar con la más absoluta claridad... ¿Qué quiero expresar? Que teníamos los mismos rasgos, y que, en perfecto estado de reposo, este parecido era pasmosamente obvio, y qué es la muerte sino una cara en paz... su perfección artística. La vida no hacía más que malograr a mi doble; del mismo modo que la brisa atenúa el éxtasis de Narciso; del mismo modo que, en ausencia del pintor, llega su alumno y, con el tinte superfluo de un color innecesario, desfigura el retrato pintado por el maestro.

Por otro lado, pensé, no me encontraba yo, que conocía y apreciaba mi propio rostro, en mejores condiciones que otros para fijarme en mi doble, pues no todo el mundo es igualmente observador; y ocurre a menudo que cuando algunas personas comentan el extraordinario parecido que hay entre otras dos, éstas, aunque se conocen, ni siquiera sospechan su propia semejanza (y empiezan a negarla acaloradamente en cuanto alguien se la señala). De todos modos, jamás había sospechado hasta entonces la posibilidad de que existiera un parecido tan perfecto como el que había entre Félix y yo. He visto a hermanos que se parecían, he visto a muchos gemelos. He visto en la pantalla a un hombre que se encontraba con su doble; aunque sería mejor decir que he visto a un actor haciendo los dos papeles, con, al igual que en nuestro caso, un ingenuo subrayado de la diferencia de nivel social, de manera que en uno de los papeles ese actor actuaba como un taimado pícaro, y en el otro como un burgués señorial... como si, en realidad, una pareja de vagabundos idénticos, o un par de idénticos caballeros, pudieran haber menguado la diversión. Sí, todo eso he visto, pero el parecido entre los gemelos suele quedar malogrado, como una rima equirradical, por el sello del parentesco, mientras que un actor de cine que interpreta dos papeles jamás podrá engañar a nadie, pues, incluso cuando aparece simultáneamente en ambas caracterizaciones, el ojo, aunque no lo quiera, termina por localizar la raya central que marca el lugar por donde se unen las dos mitades de la película.

Nuestro caso, sin embargo, no era el de los gemelos idénticos (que comparten una sangre que hubiese debido ser para uno solo) ni tampoco correspondía a ningún truco de los que suelen hacer los prestidigitadores del cine.

¡Cuánto ansio convencerles a ustedes! Y lo lograré, ¡les convenceré! Les forzaré a todos, pandilla de canallas, a creer... Aunque me temo que solamente con palabras, debido a su especial naturaleza, no habrá modo de transmitir visualmente un parecido de esa clase: habría que retratar las dos caras la una al lado de la otra, no tanto con palabras como con colores reales, y entonces, y sólo entonces, comprendería el espectador lo que quiero decir. El mayor sueño del escritor consiste en convertir al lector en espectador; ¿lo consigue alguna vez? Los pálidos organismos de los héroes literarios que se alimentan bajo la supervisión del autor, se hinchan poco a poco con la sangre vital del lector; de modo que la genialidad del escritor consiste en otorgarles la facultad de adaptarse a esa —no muy apetitosa— comida y a medrar con ella, a veces durante siglos. Pero en este momento no son métodos literarios lo que necesitaría tener a mi alcance, sino la tosca evidencia del arte pictórico.

Miren, ésta es mi nariz; grande y de tipo nórdico, con un duro hueso un tanto arqueado, y la parte carnosa arremangada hacia arriba y casi rectangular. Y ésta es la nariz de él, réplica perfecta de la mía. Aquí están los dos pliegues profundamente marcados que tengo a ambos lados de la boca, y unos labios tan delgados que parece que la lengua se los haya llevado. También él los tiene. Aquí están los pómulos... Ah, pero esto no es más que una lista de rasgos faciales como las que aparecen en los pasaportes, y carece de significado; una convención absurda. Alguien me dijo una vez que me parezco a Amundsen, el explorador polar. Pues bien, también Félix se parecía a Amundsen. Pero no todo el mundo recuerda la cara de Amundsen. Yo mismo la recuerdo muy vagamente, y no estoy muy seguro de que no se me haya mezclado con la de Nansen. No, no puedo explicar nada.