Lo único que estoy haciendo es sonreír, sonreír como un bobo. Cuando en realidad sé muy bien que ya he demostrado lo que quería demostrar. Todo funciona espléndidamente. Ahora, lector, ya nos ves muy bien a los dos. Somos dos, pero con una sola cara. No debes sin embargo suponer que me avergüenzan los posibles patinazos y errores tipográficos del libro de la naturaleza. Mira más de cerca: tengo unos dientes grandes y amarillentos; los de él son más blancos y están más apretados, aunque, ¿tan importante es este detalle? En mi frente destaca una vena que es como una M mayúscula dibujada con cierta torpeza, pero cuando duermo tengo la frente tan lisa como la de mi doble. Y esas orejas... las circunvoluciones de las suyas muestran sólo levísimas alteraciones en relación con las mías: aquí más comprimidas, allí más holgadas. Tenemos ojos de la misma forma, estrechos y almendrados, con pocas pestañas, pero sus iris son más pálidos que los míos.
Esto es todo lo que, en relación con las peculiaridades distintivas, llegué a discernir en ese primer encuentro. Durante la noche siguiente mi memoria racional no cesó de examinar esas minúsculas imperfecciones, mientras que con la memoria irracional de mis sentidos seguía, a pesar de todo, viéndome, a mí, con el lamentable disfraz del vagabundo, inmóvil el rostro, sombreados por la barba el mentón y las mejillas, como suele ocurrir a la mañana siguiente en el cadáver de un hombre fallecido durante la noche.
¿Por qué me entretuve tanto en Praga? Ya había concluido mis transacciones. Podía regresar a Berlín. ¿Por qué regresé a esas cuestas, a ese camino, a la mañana siguiente? No tuve dificultades cuando traté de localizar el punto exacto en donde él estuvo tumbado el día anterior. Descubrí allí una colilla dorada, una violeta muerta, un pedazo de periódico checo, y... esa huella patéticamente impersonal que el caminante más tosco suele dejar bajo un matorraclass="underline" grande, recta y viril la una, y más delgada la otra, enroscada sobre la anterior. Varias moscas esmeralda completaban el cuadro. ¿Adonde podía haberse ido? ¿En qué lugar había pasado la noche? Enigmas vacíos. No sé por qué razón me sentí espantosamente incómodo, de una forma vaga y abrumadora, como si aquella experiencia hubiese sido una mala acción. Regresé a buscar la maleta al hotel y me fui apresuradamente a la estación. Allí, al entrar en el andén, vi un par de filas de bonitos bancos con el respaldo curvado, en perfecta armonía con la espalda humana. Había varias personas sentadas en ellos; algunas dormitando. Se me ocurrió que iba a encontrármelo repentinamente allí, completamente dormido, con las palmas abiertas y una última violeta colgándole del ojal. La gente, al vernos juntos, saltaría sobre nosotros, nos rodearía, nos arrastraría a la comisaría más próxima... ¿Por qué? Sí, ¿por qué escribo esto? ¿Sólo por la simple inercia de la pluma? ¿O acaso es un delito grave el hecho mismo de que dos personas se parezcan tanto como dos gotas de sangre?
2
He acabado acostumbrándome a tener una visión exterior de mí mismo, a ser al mismo tiempo pintor y modelo, y no puedo por lo tanto extrañarme de que mi estilo carezca del bendito don de la espontaneidad. Por mucho que lo intente no consigo volver a meterme en mí primer sobre, ni mucho menos sentirme cómodo en mi antiguo yo; el desorden que allí reina es tremendo; las cosas están fuera de sitio, la lámpara está ennegrecida y apagada, hay fragmentos de mi pasado esparcidos por todo el suelo.
Un pasado muy feliz, me atrevo a decir. Yo tenía en Berlín un piso pequeño pero atractivo, de mi propiedad, con tres habitaciones y media, un balcón soleado, agua caliente, calefacción central; Lydia, mi joven esposa, y Elsie, la muchacha que hacía de criada, lo compartían conmigo. Cerca de allí se encontraba el garaje en donde guardábamos aquel delicioso cochecito, un dos plazas azul oscuro, comprado a crédito. En el balcón crecía, valiente aunque lentamente, un cactus canoso de protuberantes formas redondeadas. Solía comprarme el tabaco siempre en el mismo establecimiento, donde me saludaban con sonrisas radiantes. Una sonrisa similar le daba la bienvenida a mi esposa cuando entraba en la tienda que nos proveía de huevos y mantequilla. Las noches de los sábados solíamos ir a un café o a ver películas. Pertenecíamos a la crema de la más presumida clase media, o eso al menos parecía. No acostumbraba yo, sin embargo, quitarme los zapatos al regreso de la oficina y luego tumbarme en el sofá con el diario vespertino. Ni tampoco las conversaciones con mi esposa se limitaban exclusivamente a cifras de pocos ceros. Ni tampoco mis pensamientos rondaban sólo en torno al chocolate de mi fábrica. Puedo incluso confesar que ciertas preferencias bohemias no le resultaban completamente extrañas a mi personalidad.
En cuanto a mi actitud hacia la nueva Rusia, permítaseme declarar inmediatamente que yo no compartía las opiniones de mi esposa. Emitido por sus labios pintados, el término «bolchevique» adquiría un matiz de odio cotidiano y trivial. Aunque quizás «odio» resulte aquí una palabra demasiado fuerte. Era más bien un sentimiento casero, elemental, femenino, porque ella les tenía a los bolcheviques la misma antipatía que se le puede tener a la lluvia (sobre todo los domingos) o a las chinches (sobre todo en un hotel), y el bolchevismo no era para ella más que un fastidio comparable al que pueda producir un resfriado común. Y daba por sentado que la realidad confirmaba su opinión; que la verdad de los hechos era tan obvia que no merecía discusión alguna. Los bolcheviques, además, no creían en Dios; muy feo por su parte, aunque ¿qué otra cosa podía esperarse de aquella pandilla de sádicos y gamberros?
Cuando yo le decía que el comunismo era a largo plazo tan importante como necesario; que la nueva y joven Rusia estaba produciendo unos valores maravillosos, por mucho que, para las mentes occidentales, resultaran ininteligibles, así como inaceptables para los rencorosos y empobrecidos exiliados; que la historia del mundo no había presenciado jamás tanto entusiasmo, tanto ascetismo, tanto altruismo, ni tanta fe en la inminente igualdad de todos... cuando le hablaba así, mi mujer respondía, sin perder la serenidad:
—Lo dices para tomarme el pelo. Y no me parece muy bonito de tu parte.
Pero en realidad yo hablaba muy en serio, pues he creído siempre que el abigarrado enmarañamiento de nuestras esquivas vidas exigía un cambio así de esencial; que el comunismo creará sin duda un mundo bellamente cuadriculado de tipos idénticamente fornidos, anchos de hombros y cortos de seso; y que cualquier hostilidad contra el comunismo era tan infantil como prejuiciada, lo cual me recuerda la cara que mi esposa pone —tensas las aletas de la nariz, enarcada una ceja (la imagen infantil y prejuiciada de una vampiresa)— cada vez que se sorprende en el espejo.
¡Cómo detesto esa palabra, y qué espanto me produce ese objeto! No he vuelto a tener ninguno desde que dejé de afeitarme. En fin, su sola mención acaba de producirme un horrible impacto, y ha interrumpido el fluir de mi relato (imagina tú mismo, por favor, lo que tendría que venir aquí: la historia de los espejos); y es que, encima, hay espejos retorcidos, monstruosos: un cuello, por poco desnudo que esté, se zambulle repentinamente en una catarata descendente de carne a cuyo encuentro corre, desde debajo del cinturón, otro rosado mazapán de desnudez, hasta que ambos se funden en uno solo; los espejos retorcidos te desnudan o te comprimen, y ¡hale-hop!, de repente aparece el hombre-toro, el hombre-sapo, bajo la presión de innumerables atmósferas espejeras; o bien, te estiran primero como si estuvieras hecho de masa de hojaldre, y luego te parten en dos.