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Ya basta... prosigamos... las carcajadas estentóreas no son precisamente mi especialidad. Ya basta, no es todo tan sencillo como estabas imaginando, so cerdo. Desde luego que sí, pienso maldecirte, nadie puede prohibirme que te maldiga. ¡Y también me asiste todo el derecho a no tener ningún espejo en mi habitación! Cierto, aun en el supuesto de que me enfrentase a semejante objeto (bah, ¿qué he de temer?), sólo reflejaría a un barbudo desconocido, porque esa barba que me he dejado ha crecido lo suyo, ¡y en poquísimo tiempo! Estoy tan perfectamente disfrazado que soy invisible para mí mismo. Me brotan pelos por todos y cada uno de mis poros. Debía de haber un bien provisto almacén de vello en mi interior. Ahora me escondo en la selva natural que me ha crecido. No hay nada que temer. ¡Tontas supersticiones!

Miren, voy a escribir otra vez esa palabra. Espejo. Espejo. Y bien, ¿ha ocurrido algo? Espejo, espejo, espejo. Tantas veces como quieran, no tengo ningún miedo. Un espejo. Ver la propia imagen en un espejo. Estaba refiriéndome a mi esposa cuando ha aparecido este tema. La verdad, no es fácil hablar con interrupciones constantes.

Por cierto, también ella era propensa a las supersticiones. La moda del «tocar madera». Apresuradamente, con aires de determinación, apretados los labios, miraba a todas partes en busca de algún fragmento de madera desnuda y sin barnizar, no encontraba más que la cara inferior de la mesa, la tocaba con sus dedos gordezuelos (almohaditas de carne en torno a las uñas color fresa que, aunque lacadas, jamás estaban del todo limpias; uñas de niña), la tocaba rápidamente, antes de que la mención de la felicidad dejara de flotar en el aire. Creía además en los sueños: soñar que se te caía un diente anunciaba la muerte de algún conocido; y si el diente estaba manchado de sangre, el muerto era un pariente. Un prado con margaritas predecía el reencuentro con el primer novio. Las perlas significaban lágrimas. Verse en la cabecera de una mesa era muy mala señal. El barro significaba dinero; un gato, traición; el mar, problemas anímicos. Disfrutaba contando sus sueños, con todo detalle, larga y tediosamente. ¡Ay! Estoy escribiendo acerca de ella en pasado. Permítanme que cierre un agujero más la hebilla de mi relato.

Lydia odia a Lloyd George; de no haber sido por él, jamás habría caído el Imperio Ruso; y, generalizando: «Seria capaz de estrangular a esos ingleses con mis propias manos.» Los alemanes reciben lo suyo por ese tren sellado en el que iba enlatado el bolchevismo, y que sirvió para que Lenin fuese importado por Rusia. Hablando de los franceses: «Sabes, dice Ardalion [un primo suyo que combatió con el Ejército Blanco] que durante la evacuación de Odesa se comportaron como unos sinvergüenzas.» Al propio tiempo, no obstante, cree que las caras inglesas son (después de la mía) las más bonitas del mundo; respeta a los alemanes por ser trabajadores y amantes de la música; y declara que adora París, en donde sólo pasó unos pocos días, y por pura casualidad. Todas estas opiniones suyas se mantienen tan tiesas como estatuas en sus nichos. Por el contrario, su actitud en relación con el pueblo ruso ha experimentado, en su conjunto, cierta evolución. En 1920 aún decía: «El auténtico campesino ruso es monárquico»; ahora dice: «El auténtico campesino ruso es una especie extinguida.»

Tiene poca cultura y poca capacidad de observación. Un día descubrimos que la palabra «bastión» tenía cierta vaga relación con «bastón» y con «devastación» y «abasto», pero en realidad Lydia no tenía ni la menor idea de qué significaba «bastión». El único tipo de árbol que era capaz de identificar, el abedul, le recuerda, suele decir, a su bosque nativo.

Es una gran tragona de libros, pero sólo lee basura, no memoriza nada y se salta todas las descripciones. Se surte de libros en una biblioteca rusa; en cuanto llega allí, toma asiento y se pasa muchísimo tiempo eligiendo; revuelve los libros que encuentra en la mesa; toma un volumen, lo hojea, se lo mira de reojo, como una gallina de espíritu científico; lo deja a un lado, coge otro, lo abre... y todo esto lo hace sobre la misma mesa, y con una sola mano; luego se da cuenta de que ha abierto el libro del revés, momento en el cual le imprime un giro de noventa grados, ni uno más, porque lo abandona a fin de lanzarse como un rayo hacia el volumen que el bibliotecario le está ofreciendo en este instante a otra dama; toda esta operación dura más de una hora, e ignoro qué pueda ser lo que motiva en último extremo su decisión. Tal vez el título.

En una ocasión, tras un viaje en ferrocarril, llegué a casa con una repugnante novela policíaca en cuya cubierta aparecía una araña roja en medio de una telaraña negra. Mi esposa se zambulló en ese libro y lo encontró increíblemente emocionante, no se sintió capaz de reprimir sus deseos de echarle una ojeada al final, pero a sabiendas de que así lo malograría todo, cerró bien fuerte los ojos y rompió el libro en dos y ocultó la segunda mitad, la que contenía el final; más tarde, sin embargo, olvidó cuál era el escondite y se pasó mucho, muchísimo tiempo buscando por toda la casa al criminal que ella misma había ocultado, y repitiendo sin parar, en voz muy baja: «Era tan emocionante, tan emocionante; como no lo encuentre me voy a morir, lo sé...»

Ahora ya lo ha encontrado. Aquellas páginas que lo explicaban todo estaban muy bien escondidas; de todas formas, fueron encontradas... todas excepto, quizás, una sola. Y, en efecto, son muchas las cosas que han ocurrido; y que ahora han hallado la debida explicación. E incluso llegó a ocurrir lo que más temía ella en el mundo. El más espeluznante de todos los signos agoreros. Un espejo roto. Sí, ocurrió, aunque no de la forma corriente. Pobre mujer. Pobre difunta.

Tum-ti-tum. Y otra vez: ¡TUM! No, no es que me haya vuelto loco. Sólo que emito alegres ruiditos. Alegres, con la alegría de quien le ha hecho una inocentada a alguien. Y, en efecto, menuda inocentada le he hecho a alguien. ¿A quién? Querido lector, mírate al espejo, ya que tanto parecen gustarte los espejos.

Y ahora, de repente, me siento triste: esta vez de verdad. Acabo de visualizar, con estremecedor realismo, ese cactus que teníamos en el balcón, esas habitaciones azules, las del piso que habitábamos en una de aquellas casas nuevas a estrenar y construidas en el llamado estilo moderno, una de esas pequeñas cajas sin espacio y sin-nada-que-no-sea-estrictamente-útil. Y allí, en mi mundo pulcro y ordenado, todo el desorden que Lydia era capaz de crear, el zarpazo dulzón de su barato perfume. Pero sus defectos, su inocente insipidez, esa su costumbre de internado de chicas consistente en entregarse a las risillas tontas y excitadas cuando se metía en la cama, no llegaron en realidad a fastidiarme mucho. Jamás nos peleábamos, jamás le formulé una sola queja... por grave que fuese el disparate que dijera en público, por malo que fuese su gusto para vestir. La pobrecilla, era todo lo contrario de un genio a la hora de distinguir matices. Le parecía que era suficiente con usar un solo color básico, y en cuanto lo conseguía ya había satisfecho por completo su sentido de la armonía; así, era capaz de combinar un sombrero de fieltro verde hierba con un vestido verde oliva o verde agua-del-Nilo. Le gustaba que todo tuviese «ecos». Si, por ejemplo, se ponía un fajín negro, creía imprescindible que hubiese algún detalle negro, aunque sólo fuera un pespunte o un volante del cuello. Durante los primeros años de nuestro matrimonio usaba siempre vestidos con encajes suizos. Era perfectamente capaz de ponerse un vestidito delicadísimo con unos gruesos zapatones otoñales; en fin, carecía por completo del sentido de los misterios de la armonía, lo cual estaba íntimamente relacionado con su desdichada falta de pulcritud. Su desaliño se le notaba hasta en su mismísima forma de caminar, pues solía pisar con el pie izquierdo completamente torcido.