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– Solamente hay una -dice él-. No tengo defensa alguna.

Hakim interviene, conciliador.

– Amigos, este no es el momento de andarnos con cuestiones superfluas. Lo que deberíamos hacer -mira a las otras dos- es aclarar cuanto antes el procedimiento a seguir. No será preciso subrayar, David, que este asunto será tratado con la confidencialidad más estricta. Te lo garantizo. Tu nombre estará protegido en todo momento, al igual que el de la señorita Isaacs. Se ha de constituir una comisión cuya función sea determinar si existe fundamento o no para tomar medidas disciplinarias. Tú mismo, o tu representante ante la ley, tendréis la posibilidad de impugnar su composición. Las sesiones tendrán lugar a puerta cerrada. Entretanto, hasta que el comité emita una recomendación al rector y el rector actúe como estime oportuno, todo sigue igual que hasta ahora. La señorita Isaacs ha renunciado oficialmente a la matrícula del curso que tú impartes, y de ti se espera que te abstengas de trabar todo contacto con ella. ¿Se me pasa alguna cosa por alto? ¿Farodia, Elaine?

Fruncidos los labios, la doctora Rassool niega con un simple movimiento de la cabeza.

– Este asunto del acoso siempre es muy complejo, David, tan complejo como desafortunado, pero creemos que nuestro procedimiento es justo, de modo que iremos paso a paso y seguiremos las normas que ha comentado Hakim. Quisiera hacerte una recomendación: familiarízate a fondo con el procedimiento y, si te parece conveniente, provéete de un asesor legal.

Está a punto de responder, pero Hakim alza la mano a modo de advertencia.

– Consúltalo con la almohada, David -dice.

Esa es la gota que colma el vaso.

– No me digas qué he de hacer. No soy un crío.

Se va del despacho hecho un basilisco. Lo malo es que el edificio está cerrado y el portero se ha marchado ya. La puerta de atrás también está cerrada. Hakim tiene que abrirle la puerta para salir.

Llueve.

– Resguárdate en mi paraguas -dice Hakim. Y al llegar a su coche, añade-: Si no te importa que te hable de tú a tú, David, quiero que sepas que gozas de toda mi simpatía. Estas cosas pueden ser el infierno.

Conoce a Hakim desde hace años. Antiguamente, cuando hacía deporte, jugaban al tenis juntos. Ahora no está de humor para ese intercambio de camaradería varonil. Se encoge de hombros, irritado, y entra en su coche.

Se supone que ha de ser un asunto confidencial, pero está claro que no lo es: es evidente que la gente habla por los codos. ¿Por qué, si no, se apagan todas las conversaciones cuando entra en la sala de profesores? ¿Por qué una colega más joven, con la que hasta la fecha ha tenido un trato absolutamente cordial, deja su taza de té y se marcha con la vista al frente, sin saludarlo al pasar junto a él? ¿Por qué solo se presentan dos alumnos para su primera clase sobre Baudelaire?

Es la trituradora de las habladurías, piensa, que no para de funcionar de día ni de noche, y que hace trizas cualquier reputación. La comunidad de los rectos, de los que tienen toda la razón, celebra sesiones en cada esquina, por teléfono, a puerta cerrada. Murmullos maliciosos. Schadenfreude. Primero, la sentencia; luego ya vendrá el juicio.

Por los pasillos de la Facultad de Comunicación se toma muy a pecho lo de caminar con la cabeza bien alta.

Habla con el abogado que se ocupó de su divorcio.

– Vamos a ver si antes que nada dejamos bien clara una cosa -dice el abogado-. ¿Hasta qué punto son ciertas las imputaciones?

– Son bastante ciertas. Tuve una aventura con la chica.

– ¿Una aventura? ¿Iba en serio?

– ¿Qué más dará que fuera en serio? Pasada cierta edad, todas las aventuras van en serio. Igual que los ataques cardíacos.

– Bien, pues mi primer consejo es que, por pura estrategia, consigas que te represente una mujer. -Le facilita dos nombres-. Propón un acuerdo en privado. Cedes en ciertos frentes, tal vez solicitas incluso una excedencia, a cambio de lo cual la universidad convence a la chica, o a su familia, de que renuncie a interponer sus acusaciones. Es lo mejor que puedes esperar. Quédate con la tarjeta amarilla, minimiza los perjuicios, espera a que el escándalo se apague por sí solo.

– ¿A qué frentes te refieres?

– A que aceptes someterte a un curso de aprendizaje de sensibilidad. A prestar servicios a la comunidad. A comenzar tratamiento con un psicólogo. Lo que puedas pactar.

– ¿Tratamiento con un psicólogo? ¿Yo necesito tratamiento con un psicólogo?

– No te lo tomes a mal. Lo único que he querido decir es que una de las opciones que se te ofrecen podría ser esa.

– ¿Para ponerme el tornillo que me falta? ¿Para curarme? ¿Para evitarme esos deseos inapropiados? El abogado se encoge de hombros.

– Para lo que sea.

En el campus universitario, esa semana se inicia una Campaña de Sensibilización Popular Contra las Violaciones. Mujeres Contra la Violación, grupo de presión combativo donde los haya, anuncia una sentada de veinticuatro horas en solidaridad con las «víctimas recientes». Alguien le cuela un panfleto por debajo de la puerta del despacho:

LAS MUJERES SE DEFIENDEN.

Al pie, garabateado a lápiz, un mensaje personalizado:

SE ACABÓ LO QUE SE DABA, CASANOVA.

Cena con su ex mujer, Rosalind. Llevan ocho años separados. Poco a poco, con cautela, han ido retomando una antigua amistad, al menos en cierto modo. Son como los veteranos de guerra. A él lo tranquiliza que Rosalind siga viviendo cerca; puede que ella sienta lo mismo. Es una persona con la que puede contar cuando llegue lo peor: la caída en la bañera, las manchas de sangre en una deposición.

Hablan de Lucy, hija única de su primer matrimonio, que ahora vive en una granja en la provincia del Cabo Oriental.

– Puede que pronto vaya a verla -dice él-. Estoy pensando en hacer un viaje.

– ¿En pleno curso?

– El curso casi ha terminado. Solo quedan otras dos semanas de clase.

– ¿Tiene algo que ver con los problemas que te han surgido? Tengo entendido que tienes problemas.

– ¿Dónde lo has oído?

– Todo el mundo lo comenta, David. Todo el mundo está al corriente de tu última aventura, incluidos los detalles más sabrosos. A nadie le interesa que esto quede en secreto, a nadie salvo a ti. ¿Me permites que te diga lo ridículo que me parece todo esto?

– No, no te lo permito.

– Pues tendrás que dejar que me explaye. Me parece ridículo y me parece escabroso. No sé qué es lo que haces pon tus asuntos sexuales y tampoco tengo ganas de saberlo, pero te aseguro que esta no es la mejor manera de ir por la vida. ¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta y dos? ¿A ti te parece que a una chica joven le resulta placentero acostarse con un hombre de tu edad? ¿Tú crees que le gusta verte en medio de tus…? ¿Lo has pensado alguna vez?

Él permanece en silencio.

– No cuentes con mi simpatía, David. No cuentes con la simpatía de nadie. Ahora no hay simpatía, no hay compasión para nadie en estos tiempos que corren. Todos se van a poner contra ti, y, si lo piensas bien, ¿por qué no? De veras que no lo entiendo. ¿Cómo has podido?

Ha vuelto ese viejo tono, el tono que prevaleció durante los últimos años de su vida en común: el tono de la recriminación apasionada. Hasta la propia Rosalind debe de darse cuenta. Sin embargo, tal vez no le falte razón. Tal vez los jóvenes tengan todo el derecho del mundo a vivir protegidos del espectáculo que dan sus mayores cuando están inmersos en los espasmos de la pasión. A fin de cuentas, para eso están las putas: para hacer de tripas corazón y aguantar los momentos de éxtasis de los que ya no tienen derecho al amor.